Mi primer disgusto y una historia extraordinaria (Mark Debrest)
MI PRIMER DISGUSTO Y UNA
HISTORIA EXTRAORDINARIA (IV i V)
¡Quién no recuerda su primer disgusto! También yo tuve uno y muy grande. Fue en San Martin, en un día soleado de agosto, por la mañana y en la playa, estando con toda mi familia y los primos y tíos Gardiner. Yo contaba siete años.
Mi madre Gwenda y mi tía Clara eran hermanas y se parecían bastante, aunque mi madre era unos años menor. Los Gardiner sólo pasaban unos días en San Martin y les encantaba también bañarse y tomar el sol; tenían que aprovechar al máximo sus pequeñas vacaciones en el pueblo.
Fue precisamente cuando yo estaba con mi inseparable hermana Geraldine (mis dos hermanos mayores estaban con mis dos primos Gardiner, de su misma edad) cuando se acercaron tres niños, de mi edad, aproximadamente, y empezamos a hablar. Parecían muy simpáticos y por lo que pude saber los tres eran también veraneantes.
-Hola -me dijo el más hablador-¿quieres jugar con nosotros a la petanca?
-Claro- dije de inmediato- en casa siempre jugamos y es muy divertido.
Entonces me dirigí a mi madre muy contento ante la expectativa.
-¿Puedo ir con ellos, mamá?
-Por supuesto, Thomas. Id a jugar cerca del bar, donde hay el pavimento asfaltado. Y ponte el gorrito que hace mucho calor.
Los cuatro nos dirigimos allí, donde podías jugar con tranquilidad ya que era bastante grande. Nos lo pasamos muy bien, tan bien que por unos momentos pensé que algo pasaría. Como así fue. De repente se presentaron los dos hermanos Necker y les dijeron aquellas terribles palabras para mí.
* * *
FIN
¡Quién no recuerda su primer disgusto! También yo tuve uno y muy grande. Fue en San Martin, en un día soleado de agosto, por la mañana y en la playa, estando con toda mi familia y los primos y tíos Gardiner. Yo contaba siete años.
Mi madre Gwenda y mi tía Clara eran hermanas y se parecían bastante, aunque mi madre era unos años menor. Los Gardiner sólo pasaban unos días en San Martin y les encantaba también bañarse y tomar el sol; tenían que aprovechar al máximo sus pequeñas vacaciones en el pueblo.
Fue precisamente cuando yo estaba con mi inseparable hermana Geraldine (mis dos hermanos mayores estaban con mis dos primos Gardiner, de su misma edad) cuando se acercaron tres niños, de mi edad, aproximadamente, y empezamos a hablar. Parecían muy simpáticos y por lo que pude saber los tres eran también veraneantes.
-Hola -me dijo el más hablador-¿quieres jugar con nosotros a la petanca?
-Claro- dije de inmediato- en casa siempre jugamos y es muy divertido.
Entonces me dirigí a mi madre muy contento ante la expectativa.
-¿Puedo ir con ellos, mamá?
-Por supuesto, Thomas. Id a jugar cerca del bar, donde hay el pavimento asfaltado. Y ponte el gorrito que hace mucho calor.
Los cuatro nos dirigimos allí, donde podías jugar con tranquilidad ya que era bastante grande. Nos lo pasamos muy bien, tan bien que por unos momentos pensé que algo pasaría. Como así fue. De repente se presentaron los dos hermanos Necker y les dijeron aquellas terribles palabras para mí.
-¿Queréis jugar con nosotros a fútbol?
Qué considerados los
hermanos Necker. Me fastidiaron sin
importarles nada. Eran así, pero creo que en el fondo me tenían una extraña
mezcla de celos y envidia y nunca supe el porqué. Mis tres nuevos amigos
aceptaron encantados, pues debían ser muy aficionados al futbol. Ni se
despidieron de mí y se fueron con ellos corriendo. A mí se me partió el alma y
me senté en un banco durante unos momentos sin reaccionar. Yo detestaba jugar
al fútbol y a otros deportes. Y los hermanos Necker lo sabían.
Aquella escena la vio la
Sra Cooper desde una terraza con su marido, cerca del bar. La inteligente Sra
Cooper me debía estar observando y analizando, y leyó en mí lo que yo pensaba
en aquellos duros momentos y se le ocurrió una brillante idea.
Después de tomar su
aperitivo se dirigió a la playa donde se encontraba toda mi familia y habló con
mi madre. Yo ya estaba con ellos. Les dijo que le haría mucha ilusión que
fuéramos por la tarde a su casa (casi al lado de la nuestra) porque venía un
tío de su marido, ya muy anciano, que nos hablaría de la recién fallecida
cantante de ópera Melita Mellini, nonagenaria como él y de su fascinante vida.
Y como sabía que a mi madre y mi tía les encantaba la ópera y la música en
general, accedieron en seguida. Lo que debió sorprender a mi madre es que la
Sra Cooper insistió en que fuéramos toda la familia, hijos incluidos. Y en
concreto le comentó que esperaba mi presencia en particular y que luego debía
hablar con ella (qué buena que era la Sra Cooper, en seguida informó a mi madre
de lo sucedido, pues yo no dije nada a nadie, me lo guardé para mí) La
insistencia de la Sra Cooper tenía un bonito motivo pues conocería a su nieto
Jonathan, de gustos parecidos a los míos.
También les informó que el tío
del Sr Cooper había conocido a la gran cantante italiana a principios
del siglo XX, cuando la Mellini era considerada la contralto más
importante del mundo.
Decían que la Mellini fue muy amiga de Carmen Melis, la profesora de la
gran
cantante Renata Tebaldi (esta cantante sí que nos era conocida) y en uno
de sus
viajes en la costa de Cornualles, Melita Mellini perdió un pequeño cofre
que
contenía 14 alejandritas, unas curiosas piedras preciosas que cambian de
color,
un cofre que se cayó a un profundo río a veces navegable, un río que
desenvocaba en otro, situado cerca del pueblecito donde veraneábamos:
San
Martin Desvalles.
* * *
Por la tarde,
hacia las cuatro, fuimos a casa de la Sra Cooper que se encontraba cerca de la
nuestra. En el gran salón donde destacaban unos sofás y butacas negras y de
unos grandes cuadros con paisajes marinos, había gente que no conocíamos, gente
mayor; unas conocidas de la Sra Cooper, un matrimonio que debería rondar los
ochenta años y una mujer de unos sesenta que era la hija del tío del Sr Cooper
que era un hombre muy anciano y nonagenario. Era muy delgado, llevaba gafas y
tenía el pelo y bigote muy blancos. Iba en silla de ruedas y parecía que estaba
dormido, pero era todo lo contrario, estaba pensando, analizando y a punto de
darnos una lección magistral de ópera; a su edad.
"-Estoy muy contento de estar aquí con todos
ustedes –dijo el hombre bastante impresionado- y veo que ha venido gente de
todas las edades, hecho que me produce mucha satisfacción.
-Cuenta el principio de la historia, papá- dijo
su bella hija que se parecía enormemente a su padre.
-Por supuesto. Pero antes quería informarles, a
modo de introducción, que el mundo ha dado a muchos artistas, algunos de
primer orden, pero a pocos genios. Lo fueron la Malibran, en el siglo XIX, la
Callas en el XX y entre el XIX y el XX, Melita Mellini, por la belleza de
su voz, por su interpretación y por su potencia vocal que hacía vibrar al
público de una forma inusual. La gente parecía a veces trastornarse al
escucharla y a nadie dejaba indiferente. Había algo en ella que no parecía
terrenal, sino divino. Sí, el mundo ha dado a pocos genios, ¡pero qué genios,
Dios Mío! Y la Mellini lo fue y tuvo también una vida extraordinaria.
El anciano calló por
unos momentos y recordó a continuación con tristeza.
-Me emociona hablar de ella. Es triste decirlo,
pero ahora casi nadie sabe quién es. Debo decirles nada más y nada menos
que Melita Mellini llegó a ser la contralto (la voz más grave en las mujeres)
más famosa del mundo y yo la conocí a principios de siglo. Sus orígenes fueron muy
humildes ya que era hija única de un matrimonio pobre; barrendero él y mujer de
hacer faenas ella, pero aficionada a la ópera y con una bonita voz.
Precisamente el último trabajo que tuvo doña Amelia (la madre de nuestra
contralto) fue en la Fenice, famoso teatro que se encuentra en Venecia. Un día
que Doña Amelia se encontraba indispuesta, fue su hija quien la reemplazó en el
trabajo. Era un domingo por la mañana del mes de enero. La joven Melita
era muy hermosa; alta y esbelta, de negros cabellos, con un largo y delicado
cuello. En sus comienzos a la Mellini se la conoció como “el cisne”
Y luego hizo otra
pausa y miró a todo el mundo a modo de interrogación:
-¿Creéis en el destino, en la buena y mala suerte
de los humanos, en lo misterioso e inexplicable, en las curiosas y extrañas
coincidencias? Yo sí, por supuesto.
Estaba un día, también
en la Fenice, nada más y nada menos que la hermana de la Malibran, Pauline
Viardot, famosa cantante y compositora, figura relevante en el mundo musical
europeo de finales del siglo XIX. Se encontraba con un acompañante en el
despacho del director del teatro, cuando los tres pudieron escuchar una
maravillosa voz. Corría el año 1885.
-“¡Qué hermosa voz! ¿Quién canta? –dijo la
Viardot un poco sobresaltada.
-No hay nadie en el teatro. Ya sabes que está
cerrado. Solo estamos los tres y Guido, el portero- dijo el director del teatro
muy serio y preocupado.
-Pues alguien canta a lo lejos y muy bien
-continuó la Viardot muy intrigada.
-No será un fantasma- dijo el otro hombre-
Siempre se habla de estas cosas, en teatros, mansiones…
-Calla, Nicolai –dijo enérgica pero
cariñosamente a la vez- tú siempre tan supersticioso. No, esa voz no es la de
ningún fantasma, es la de una joven de carne y hueso, ¿o no lo creéis así? Está
cantando el papel de Rosina del Barbero de Sevilla, de la ópera de Rossini.
-Ahora la voz se está apagando- dijo el
director haciendo una mueca en su rostro y dirigiéndose a la puerta del
despacho, abriéndola.
-¿Dónde debe estar?- dijo el segundo hombre.
-Yo creo que está cerca del escenario. ¿No
escucháis?¡ Vuelve a cantar con fuerza!-exclamó la Viardot.
Y así fue, la voz
volvió a oírse con claridad. La Viardot estaba muy impresionada y no se anduvo
con rodeos.
-Sigamos la voz, como si fuera un camino, como
si fuera un imán y cuando la descubramos, por favor que no se vaya, pues
quiero hablar con esa joven; como sea.
Eso es lo que hicieron.
La voz cada vez se oía con más claridad, hasta que llegaron al palco de honor y
se sentaron allí en silencio. Todo estaba a oscuras, excepto el escenario poco
iluminado dónde cantaba la joven…y allí la pudieron ver por primera vez.
Se trataba de una joven
de unos dieciséis años, de alta estatura, un poco rolliza, agraciada y
agradable, de largos cabellos negros, que estaba nada más y nada menos
que… fregando el suelo
(el Sr Cooper hizo una pausa y sonrió al recordarlo). Muchos años
después me
enteré que Melita Mellini se sabía todos los papeles de contralto o
mezzo de
las óperas cantadas en aquel teatro pues vivía prácticamente allí, junto
a su
madre, que en el fondo siempre quiso que su hija fuera famosa y
cantante, por
este orden, al contrario que su hija, que solo le gustaba cantar. No fue
a la
escuela, hecho que siempre lamentó, y por ese motivo no sabía ni leer ni
escribir. Mientras los niños iban a la escuela, la niña y luego la joven
Mellini asistía a escondidas a los ensayos y luego a los estrenos y
siguientes
representaciones. Memorizaba los papeles y luego los interpretaba en su
casa. Posteriormente, y gracias a Dios, tuvo una educación elemental en
todos
los aspectos. Luego aprendió francés, inglés y algo de alemán. Tuvo la
gran
suerte de tener a un extraordinario profesor para ello, así como
posteriormente
a un abogado-representante. Los dos, de primer orden. La ayudaron mucho
en
todos los sentidos, pero quién la introdujo en el mundo de la ópera fue
la
Viardot. Fue el abogado-representante quién cambió su nombre de Amelia
Mellini, por el de Melita, que no deja de ser un diminutivo de su
nombre;
Amelia, Amelita…Melita. Ella siempre les estuvo muy agradecida y
permanecieron
con ella más de treinta años.
La sorpresa de la
Viardot fue todavía más grande al descubrir que aquella hermosa muchacha se
parecía bastante a su hermana, la gran mezzosoprano María Malibran. El
impacto fue enorme para ella pues su hermana había muerto muy joven y en todo
su esplendor hacía casi cincuenta años. Los tres reunidos sabían que se trataba
no de un diamante en bruto, sino de un diamante ya pulido que debía brillar
para los demás.
Cuando acabó de fregar
el escenario, la joven continuó cantando pero esta vez se puso de pie,
gesticulando con sus brazos y dando un aire trágico a lo que cantaba (una aria
de la obra Orfeo, del compositor Gluck), todo sin música, “a capella”. En aquel
momento se vio lo que se vio en la Malibran y ahora en Maria Callas; parecía
una actriz que cantaba de forma extraordinaria, con mucha fuerza, sentimiento y
con una presencia majestuosa en el escenario que dejaba hipnotizado al
espectador. Para ella el texto era todavía más importante que la música, la
música debía estar subordinada al texto. Era importante cantar bien, pero sobre
todo saber lo que se estaba cantando. No solo una bella voz, como en la
actualidad, que no es poco.
Al acabar aquella aria,
la Viardot se levantó y no pudo aguantar más; pues aplaudió rápidamente y con
fuerza a la vez que gritaba: “Brava, brava, magnífica, magnifica! Los dos
hombres también la imitaron y la aplaudieron acaloradamente. Y la joven Melita
que no sabía que la estaban escuchando al oír aquellos aplausos debió asustarse
y salió corriendo del escenario. Y ya ves a los tres corriendo por el gran
teatro detrás de ella para alcanzarla. Parecía una escena cómica. La Mellini
era muy ágil y corría muy deprisa, pero tropezó con un cable y cayó al suelo cerca
de la puerta de la consergería. Si no se hubiera caído, quizá no la
hubieran encontrado y posteriormente no hubiesen hablado con ella. ¡Qué cosas
tiene la vida!... Y no hubiera existido la Mellini.
-Es sorprendente- dijo entonces una de las
mujeres allí congregadas- no sabía cómo fueron sus orígenes, ni que tú, Daniel,
la hubieras conocido. ¿Y qué pasó luego?
-La Viardot contrató a un profesor de canto.
Quería estar segura de las condiciones técnicas de la joven. Todos quedaron
asombrados (ya lo intuían) de su extraordinaria técnica. Así que la Viardot
preparó el primer papel que tuvo la Mellini, que fue el papel de Rosina, de “El
barbero de Sevilla”, de Rossini, el que habían escuchado por primera vez.
-Creo que no hay muchos papeles protagonistas de
contralto, ¿verdad?- preguntó otra de las mujeres.
-Es verdad. Los papeles protagonistas son para
las sopranos y hay menos para mezzos y aún menos para contraltos que a veces
tienen un papel secundario. La Mellini podía cantar en las dos tesituras y
cantó obras de Bach, Handel, Gluck, Mozart, para ir finalmente a los románticos
Rossini, Donizetti y Verdi. También cantó “Carmen” de Bizet” y últimamente,
Mahler. La Mellini nunca cantó Wagner pues no le gustaba su estilo y no se
sentía cómoda en aquellos papeles.
-Debió ser una mujer muy ambiciosa- dijo mi tía
Clara.
-Pues no lo era- contestó el Sr Cooper ante el
asombro de ésta- Melita Mellini era una mujer seria, sensata que viendo sus
enormes posibilidades quiso cantar por toda Europa y viajar…y ganar mucho
dinero. A la Mellini le encantaba el dinero pero no para gastarlo, que lo
gastó, pues se compró una preciosa casa en Milan y otra en Londres, sino que
fue famosa y poco comprendida ya que ahorró mucho e hizo inversiones, ya de muy
joven. Para ella, en aquel momento lo importante era cantar y viajar (sus
padres la acompañaron en todos sus viajes) que empezaron por toda Italia, luego
Francia, toda Alemania, Inglaterra y finalmente Rusia. Allí, cuando el último
zar Romanov fue proclamado, la Mellini era invitada cada año. Y cada año,a
partir de 1900, le daban una alejandrita como regalo y recuerdo, hasta 1914,
cuando estalló la “Gran Guerra”. También viajó a los Estados Unidos y conoció a
varios presidentes del país.
-¿Cuándo duró su carrera? –dijo otra de las
mujeres.
-Empezó ya en 1885 y terminó en 1914. Se casó un
poco mayor, después de disfrutar de una larga vida de recitales y viajes y de
conocer a reyes, zares y otros personajes importantes de la época, con un
industrial inglés cuando contaba casi cuarenta años y tuvo dos hijas. Después
de la 1ª Guerra Mundial se estableció en Londres dando clases en el
conservatorio, hasta 1940, en el que se retiró definitivamente. En los años XX
de este siglo tuvo la gran suerte de grabar 2 discos, uno de los cuales lo
tengo aquí…hija, ten y ponlo en el tocadiscos, así podremos escuchar como
cantaba la gran Mellini.
Eso es lo que hicieron
durante unos minutos y todos quedaron impresionados con aquella voz y su gran
expresividad y fuerza.
Cuando acabaron de
escucharla, su hija preguntó sonriéndole y tocándole cariñosamente la mejilla.
-¿Y tú como la conociste, papá?
-Pues entré como jardinero ayudando al que ya
tenían pues se había roto una pierna y estuve trabajando para ella, y luego
para el matrimonio, cincuenta años, hasta que me jubilé. Una vez jubilado cada
año los visitaba hasta que el año pasado, la Mellini, ya viuda, enfermó y no
quiso recibir visitas. Sus hijas y nietos la cuidaron hasta el último momento.
Y hablando de viajes... debo decirles que yo la acompañé en dos viajes a Rusia,
durante el verano, y conocí a toda la familia imperial.Y para demostrarlo,
tengo una fotografía que siempre llevo conmigo para confirmarlo.
El Sr Cooper se la sacó
del interior de su chaqueta y la enseñó a todos los presentes. Pudieron ver una
pequeña fotografía donde podían verse los últimos zares Romanov de Rusia
(Nicolás y Alejandra), a sus hijos, a la Mellini con sus padres, a su
representante, a otro hombre desconocido y a un joven bien apuesto a la derecha
del todo que se parecía mucho al Sr Cooper.
-El joven bien apuesto soy yo- dijo complacido-
la fotografía es de 1910. Y lo que no saben es que la hija mayor de los zares,
Olga, le gustó mucho mi presencia y también me dio una alejandrita que siempre
llevo en este collar.
-¡Oh! –exclamó toda la gente al oír aquellas
palabras que nadie se esperaba. Y el Sr Cooper se quitó su collar del cuello y
todo el mundo pudo ver aquella piedra preciosa, poco conocida por los
presentes.
-Olga era muy bella y simpática. No merecían
tener un final como el que tuvieron- añadió entristecido el Sr Cooper- siempre
les recordaré.
Reinó el silencio por
unos momentos y fue en ese preciso instante cuando apareció una mujer con su
hijo. Era Jonathan, que cuando me vio me saludó con la mirada y me sonrió. Yo
hice lo mismo e intuí en aquel momento que seríamos amigos para siempre.
-¿Y qué pasó con el cofre? –dijo el sobrino del
Sr Cooper.
-En uno de sus viajes por la costa de Cornualles,
cuando iba en coche, la Mellini tuvo un pequeño accidente, sin importancia,
pero el cofre que tenía en sus manos salió disparado por la ventana y cayó al
río. De las 14 alejandritas, se recuperaron 7. La gente, como loca, fue al rio
para encontrarlas. Fue en 1915. La Mellini iba con su marido a visitar a un
joyero para hacerse un collar con aquellas piedras que la zarina en concretó le
daba cada año, desde 1900. La Mellini tuvo una impresionante colección de
joyas, pero aquellas alejandritas siempre fueron especiales para ellas y mucho
más cuando la familia imperial rusa fue asesinada en 1917.
-¿Y se encontraron?- dijo la Sra Cooper.
-Pues sí, Carolina. Por lo que sé, se encontraron
tres en 1915 (un honrado hombre encontró una y se la dio a la Mellini quién
siempre le estuvo muy agradecida por el gesto), pero luego dos a principios de
los años veinte y otras dos a principios de los treinta; no existe explicación
a estos hechos. Hay siete que nunca han sido encontradas, motivo por el cual en
estos dos ríos siempre hay curiosos y “buscapiedras”como digo yo, hombres,
mujeres y niños a la captura de las famosas piedras preciosas, con la esperanza
de encontrarlas y hacerse ricos y famosos. La última que se encontró fue en el
Rio de la Suerte, aquí en San Martin. Y el nuevo nombre del rio fue debido a lo
que pasó, pues anteriormente a este río se le conocía simplemente como el rio
de San Martin......"
El Sr Cooper
continuó hablando y hablando, parecía como una enciclopedia viviente, pero ya
faltaba muy poco para acabar la historia. Cuando dieron las seis y media en el
reloj de pared del bonito salón, la historia ya había concluído.
Aquella velada fue tan
extraordinaria que todavía la recuerdo con claridad. Evidentemente a mis siete
años no recordaba tantas cosas como las que he explicado. Pero al pasar los
años mi madre y mi tía me lo explicaron infinidad de veces y al final he podido
explicar muy detalladamente la extraordinaria historia de la cantante de ópera
Melita Mellini, de las increibles sorpresas del Sr Cooper y de conocer por
fin a Jonathan, que se convirtió en mi mejor amigo de San Martin y en uno de
mis mejores amigos de mi vida.
FIN
LA
MALDICION DE LOS WILKINSON (V)
¿Os acordáis de la primera narración que
escribí sobre el pueblo donde veraneaba? Aquella narración hablaba de la Sra
Cooper, vecina del pueblo de San Martin a la que tanto quise. En ella hacía una
observación diciendo que los hermanos Necker, unos niños que también veraneaban
en San Martin y que no me caían bien, querían comentarme un suceso morboso
que había sucedido muchos años atrás. Y la Sra Cooper y su marido me dieron a
entender que quizá sí que había uno. Debieron prepararme para el extraño suceso
que acaeció en el pueblo muy poco después de la 1ª Guerra Mundial y del que se
habló durante muchísimos años en San Martin y alrededores.
Pero mi historia sucedió
cuando yo contaba trece años, a finales de julio, en concreto el 31 de dicho
mes y lo sé perfectamente porque el día anterior era el aniversario de mi buen
amigo Jonathan Cooper y se celebró una gran fiesta en su casa ya que venían,
por primera vez y última creo recordar, unos familiares que vivían en el
Canadá, en total unos quince, a parte de los que ya venían cada año. Creo que
éramos casi cuarenta personas en la celebración y pude comer de todo y en
exceso, lo que me provocó que al día siguiente no me encontrara nada bien.
Siempre me ha gustado mucho comer pero aquel día con el gran aperitivo,
aquellos sabrosos y variados bocadillos y el enorme pastel de nata y chocolate
para finalizar la fiesta, pasó lo que me pasó. Debo decir que aprendí bien
aquella lección y nunca más volví a comer de aquella manera tan exagerada.
Al día siguiente de la
gran fiesta, mis padres, Geraldine y yo nos dirigimos al museo de la
ciudad, ya
que había una bonita exposición de esculturas inglesas de los siglos XIX
y XX.
Era domingo y había mucha gente. Aquel gran museo era la antigua mansión
Wilkinson, que se encontraba al norte del pueblo, al final de una de las
avenidas principales. Cómo todavía no me encontraba muy bien, después de
visitar el museo me dirigí hacia una zona que no había nadie, solamente
una
silla plegable, que ahora que lo pienso debería estar por equivocación,
ya que aquel espacio con césped y flores era diminuto. Mis padres y
hermana
estaban hablando con unos conocidos y se encontraban en otra zona del
museo, en
la ala este. Yo estaba solo, pero sentado cómodamente, relajado y
parecía que
ya me encontraba mejor. Hacía un día radiante, con un sol que me tocaba
el
rostro y una agradable brisa marina que me acariciaba la piel. Podía oír
como
los cipreses se movían con majestuosidad y el canto alegre de los
pájaros que daban
vueltas alrededor de ellos. Qué bien se estaba. Y allí, quizá medio
adormecido,
fue cuando vi a una niña que se me apareció de repente y que me
sobresaltó un
poco, ya que apareció como por arte de magia. Era muy hermosa, delgada,
bastante alta, con el pelo largo muy rubio y un vestido blanco que me
pareció
un poco anticuado. La hermosa niña, que debería tener una edad parecía a
la mía,
se acercó y sonrió. Me cayó bien en seguida pues irradiaba simpatía. Qué
raro y bonito a la vez. Fue ella la que empezó a hablar estando yo
sentado
en la silla. Ella permanecía de pie, a mi derecha. Los rayos del sol la
iluminaban.
-Hola- empezó a decirme con una bonita voz
infantil muy acorde con su bello rostro- ¿Cómo te encuentras? Me llamo Amanda Wilkinson
¿y tú?
-Yo, Thomas- le contesté educadamente y dando un
bostezo- Hoy no me encuentro muy bien, pero mejor que ayer. Ya se me pasará…
Esto- dije entonces cambiando de tema. ¿Eres nueva en el pueblo? Nunca te he
visto.
-Antes veraneaba aquí, pero ahora sólo vengo a
veces- dijo sonriendo y con dulzura.
-Sí, -dije yo- cómo los Harris- Hacía tiempo que
veraneaban y de repente ya no vinieron más.
-Qué curioso, cómo nosotros.
-¿Y dónde vivías?
-Aquí, en esta casa que ahora es museo.
-Debe hacer mucho tiempo de eso.
-Sí- hace muchísimos años. Y has visto que gran
jardín. Mis hermanos Alice, Peter y yo jugábamos mucho en él. Sobre todo Alice,
pobrecita. Y también otros veraneantes y niños del pueblo. Yo formaba parte de
un grupo de dos niñas y dos niños. La niña se llamaba Cristina y era mi
mejor amiga en el pueblo.
-Sí, como yo con Jonathan, que es mi mejor amigo
que tengo aquí. Seguro que lo debes conocer: Jonathan Cooper.
-Pues no lo conozco. Pero sí que me suena el
apellido Cooper.
-Eres muy simpática. ¿Has venido sola?
-Sí. Ahora siempre vengo sola al pueblo, en
verano. San Martin está precioso pero ha crecido mucho, no lo hubiera
reconocido en muchos aspectos. Hay muchas más calles y casas nuevas.
-Yo vivo cerca de la playa, al lado de la
ferretería del Sr Davis, que pronto cumplirá noventa años.
La niña no me contestó
pero me sonrió. Sus últimas palabras fueron las siguientes:
-Lo que has visto es verdad - dijo sonriéndome-
hasta siempre, Thomas.
Entonces la niña señaló
con el dedo el ala este del museo y en aquel momento apareció mi familia. Pero
cuando volví a girarme la niña ya no estaba, hecho que me sobresaltó pues no
podía haber marchado por ningún otro sitio.
Mis padres y hermana se
acercaron con lentitud. Fue mi madre la que me habló cuando llegó a mi lado,
tocándome cariñosamente mi cabeza.
-¿Te encuentras mejor, Thomas?
-Sí, mamá- mentí muy impresionado por todo lo
sucedido.
-¿Te encuentras bien, Thomas?- dijo ahora mi
padre al ver la cara de extrañeza que hacía.
-¿No habéis visto a una niña por aquí?- pregunté
yo entonces.
-No- negaron a la vez mis padres.
-¿De qué niña hablas, Thomas? –preguntó ahora mi
curiosa hermana Geraldine.
-De una niña muy guapa que se encontraba aquí, a
mi lado. Estábamos hablando y de repente desapareció. Era delgada, rubia y muy
simpática. Se me presentó diciendo que se llamaba Amanda Wilkinson.
Mi madre dio un pequeño
grito y se tapó la boca con su mano derecha de forma instantánea.
-¿Has dicho…Wilkinson? –me dijo asustada.
-Sí. Y tiene dos hermanos: Alice y Peter, lo
recuerdo perfectamente. Y veraneó aquí hace ya muchos años.
-No puede ser, no puede ser- repitió mi madre muy
nerviosa.
-¿Qué sucede, Gwenda? -dijo entonces mi padre.
-En casa te lo recordaré. Y también a mi madre que ya sabe la historia. Pero vosotros dos, niños, no digáis nada a nadie ¿de
acuerdo? Prometédmelo.
Así lo hicimos pues
éramos dos niños muy obedientes, no como ahora. Aquello me extrañó y me asustó
un poco. No entendía nada de lo que pasaba.
Pero muy pronto, para
gran sorpresa mía, lo entendí todo.
Al cabo de tres días,
miércoles 3 de agosto, nos dirigimos al domicilio de dos hermanas amigas
de mi
abuela desde hacía muchos años, las gemelas McDermott, famosas en el
pueblo y
en Inglaterra porque eran como dos gotas de agua y se parecían en todo.
Se
parecían tanto que casi nadie las distinguía; pero sí mi abuela quién
después
me dijo la sutil diferencia. Las gemelas Mc Dermott tenían el mismo
rostro, el mismo peinado y cabello rubio plateado, los mismos ojos de
color gris, la misma baja estatura, el mismo estilo en su sobrio
vestir, los mismos gestos con las manos, las mismas aficiones y la misma
voz,
grave y pausada. Hasta tenían el mismo tic nervioso que hacían con la
boca de vez en cuando. Como se diría ahora, parecían dos clones. No eran
bellas
aunque tampoco fueran feas. Las dos eran ya viudas y las dos tenían una
hija.
Para mí las hermanas McDermott también eran un misterio por resolver.
Contaban
setenta y pocos años.
Cuando llegué con mi
madre y mi abuela, las gemelas McDermott (Julie y Celia) que ya las había
visto con anterioridad y nunca supe quién era la una y la otra, se presentaron
con educación y amables palabras. Nos hicieron pasar al confortable salón de
paredes amarillas y muebles negros y nos sentamos alrededor de una mesa
redonda. Todavía me acuerdo del orden: mi abuela, la Sta Julie, la Sra Celia, mi madre y yo.
Las gemelas Mc Dermott
me estaban observando disimuladamente (mi abuela les había contado lo sucedido
el lunes) y estaban todas viendo unos álbumes antiguos, pues en ellos habían
viejas fotografías de cuando eran jóvenes y también de niñas.
-Y esta es Jane- continuó hablando la Sra Julie
con cierta nostalgia- Todavía no usaba gafas. Pues debo decir que está mejor
con ellas que sin ellas. El otro día me la encontré en la pastelería Hollander.
-Mirad estas fotografías –dijo entonces la Sra
Celia- todavía éramos más niñas. Qué tiempos aquellos. Y qué vestidos y
sombreros. Cómo ha cambiado todo, madre mía.
-¿Te gustaría mirarlas también, Thomas?- preguntó
la Sra Julie con amabilidad.
-Sí, señora, gracias. Me gusta mirar fotos.
A mi padre le gusta mucho la fotografía y nos hace fotos bastante a menudo.
Las hermanas McDermott
me habían dejado expresamente el álbum de fotos de cuando eran niñas y allí, en
una de ellas, sola, vi lo que me pareció imposible. Reconocí perfectamente a
Amanda y me asusté. Y dije con una voz entrecortada:
-Qué raro...A esta niña la conocí el pasado domingo… en el
museo. Se llama Amanda Wilkinson… y era muy guapa y simpática. Pero no puede
ser. Es imposible… pero tiene que ser ella... son iguales.
Todas se sobresaltaron
mucho, como era de suponer. Nadie dijo nada durante unos tensos segundos. Fue
la abuela quién cortó aquel silencio tan extraño.
-¿Veis como mi nieto tenía razón?–dijo con
seriedad y determinación- El nunca miente, ¿verdad Thomas?
-Sí, abuela. ¿Por qué tenía que mentir? Era muy
guapa esta niña. Me dijo que tenía dos hermanos, Alice y Peter y que veraneaban
aquí hace muchos años, pero que ya no. Y que formaba una pandilla con otros
tres niños, creo recordar. Me habló de su mejor amiga, vecina del pueblo.
-¡No puede ser! –exclamó la Sra Julie.
-¡No puede ser!- repitió también su hermana.
-Tendremos que hablar con ella –dijo la Sra
Julie.
-¿Con ella?-pregunté yo.
-Sí, Thomas- dijo la Sra Celia - tendremos que
hablar con la amiga de Amanda. ¿Te acuerdas de su nombre, querido?
-Sí- dije con cierto temor- se llama… Cristina.
Al oír aquellas
palabras, como una sentencia, las hermanas se sorprendieron aún más. Entonces,
maquinalmente, se miraron, levantaron, disculparon y se dirigieron con
celeridad al despacho para telefonear. Aquello se estaba complicando por
momentos.
-Si te encuentras mal, dímelo, Thomas- dijo con
voz tenue mi preocupada madre que ya se veía envuelta en una historia
sobrenatural.
-No tengas miedo, Thomas - dijo entonces mi
abuela- Haremos lo que dice mamá. Si no quieres continuar nos vamos de aquí y
nos olvidamos del asunto.
-No, ahora no –negué con ingenuidad - Quizá
quiera decirme alguna cosa aquella niña, ¿o era un fantasma? Qué raro y
misterioso es todo esto.
Más tarde oímos voces y
vimos como entraba una mujer mayor y un hombre que acompañaba a un niño.
Aquello no podía ser. Iba de sorpresa en sorpresa. Aquel niño era nada más y
nada menos que Jonathan y entonces ya me calmé por completo. Pero, ¿qué tenía
que ver Jonathan con todo aquello?
Fue curioso cuando
hicieron aparición los tres en el salón pues éste oscureció debido a la
presencia de una gran nube tormentosa. El encuentro parecía aun más misterioso.
Una vez se hicieron las presentaciones conocí a la Sra Cristina Archer, al Sr
David Hall, tío de Jonathan, que era un leñador muy simpático, alto, fuerte y
con barba y bigotes castaños, y de ver también a mi amigo Jonathan, que en
seguida mi dio un abrazo fuerte. Era un chico alto y moreno, bien parecido,
simpático y a veces bastante irónico.
Nos sentamos en la mesa
por este orden: mi abuela, la Sra Julia, la Sra Celia, la Sra Cristina Archer,
el Sr Hall, Jonathan, mi madre y yo. En total ocho personas.
Pude ver bien a la Sra Archer. Era quizá un poco más joven que las hermanas Mc Dermott, rondaría los
setenta, y era mucho más guapa y elegante, con su gran moño plateado, sus
ademanes distinguidos y su bonito vestido estampado de color rojo. Tenía la
boca grande y el mentón un poco pronunciado. Y los labios muy pintados de un
rojo fuerte.
-Así que tu eres el pequeño Thomas Mildford, el
de la aparición- dijo con seriedad una vez nos sentamos todos.
Yo afirmé con la
cabeza sin decir nada.
-Cuenta lo que te pasó, Thomas –dijo la Sra
Celia, quizá la más parlanchina de las dos hermanas.
Lo conté otra vez,
todavía muy impresionado por todo.
-Quizá si ahora explicaras tu historia, Cristina-
dijo Celia esperanzada- se entendería todo mejor.
-Es verdad- dijo la mujer que finalmente me
sonrió y que daba un poco de respeto.
Y en medio del silencio,
de la parcial oscuridad del salón, que hacía más mágico y misterioso el
momento, la Sra Archer empezó a explicar los hechos acaecidos hacía más de
cincuenta años.
-Como ya sabéis, San Martin Desvalles es un
pueblo precioso y cada vez más grande. Pero cuando yo era pequeña, cuando sucedió
todo, sólo existía la mitad del pueblo: La zona costera, la principal avenida,
de las tres que hay ahora, y finalmente la zona norte, llena de bellas torres y
mansiones, en una de las cuales vivía yo y en otra muy cerca de la mía
vivía la familia Wilkinson con su inmensísimo jardín.
-¿Cómo os conocisteis?- preguntó la Sra Celia.
-Fue toda una casualidad como suele pasar en
muchas ocasiones. Los conocí una tarde que iba en bicicleta con mis padres. Yo
era hija única y más bien tímida. Se me cayó el sombrero cuando pedaleaba -y
mirándonos a Jonathan y a mi nos dijo- Sí, en aquellos tiempos las niñas los
usábamos, aunque parezca mentira- Para luego continuar- Y Amanda me avisó y lo
cogí. Así de sencillo. Y luego hablamos un poco en la verja para acabar
invitándome a que fuera a la mañana siguiente.
-Decían que el bello jardín, que parecía un
bosque en la parte norte, también tenía un pequeño estante y también un bonito
surtidor, dentro del cual habían peces de colores- dijo ahora la Sra Julie.
-Sí, es cierto. La verdad es que todo era muy
bonito, de ensueño, pero en el fondo también tenía su explicación y utilidad.
-¿Ah, sí?- exclamó entonces la abuela.
La Sra Archer la miró
pensativa para luego proseguir con su relato, esta vez más lentamente y un poco
más flojo.
-El matrimonio Wilkinson tenía tres hijos: la
mayor, Amanda, era muy guapa y simpática. Tenía el cabello largo, de color
rubio ceniza, era más bien alta para su edad y delgada, un bonito tipo que
realzaba todos los vestidos que se ponía. Pero lo que le caracterizaba era una
bondad extrema y un gran encanto personal que no he encontrado en nadie nunca
más. Se convirtió de repente en mi mejor amiga, contando las dos siete años.
-¿Y la otra hermana?- pregunto el Sr Hall que no
conocía mucho el pueblo y que resultó ser el ahijado de la Sra Archer, motivo
por el cual también había venido.
Ahí es donde calló otra
vez la anciana mujer que miraba apurada a las dos hermanas Mc Dermott.
-La otra hermana se llamaba Alice- empezó a
explicar- y se parecía físicamente mucho a su hermana, pero a diferencia de
ella era más bien callada e introvertida. Pero estaba enferma, la pobre…
-Cuéntalo querida, todo aquello ya pasó- dijo
como si la ayudara la Sra Celia.
La Sra Archer dijo
aquellas palabras que me asustaron muchísimo. Al igual que a Jonathan. Lo dijo
lentamente y con cierta solemnidad, como si se tratara de una sentencia.
-Alice estaba loca.
Se hizo un silencio que
duró varios segundos. Mi corazón palpitaba muy deprisa. Sin lugar a dudas la
historia parecía muy dura. Pero todavía continuaba.
-¿Loca?- exclamé tragando saliva.
-Sí- afirmó con pesar- La pobre niña ya nació
así. Qué gran disgusto se llevaron todos. Debéis saber que el gran jardín era
como una confortable prisión para la niña que siempre jugaba sola en la parte
norte, la más bonita, y con sus hermanos en la parte anterior. Dicen que jugaba
con las estatuas de piedra, de motivos mitológicos, que habían alrededor del
gran surtidor. Que reía con ellas jugando al escondite. Sus padres no
quisieron ingresarla en ningún manicomio, al menos por el momento. Para sus
padres, Alice, en su tormento interior si es que se daba cuenta de lo que le
ocurría, debía ser lo más feliz posible. No era violenta, sin embargo daba
miedo cuando su locura hacía aparición cuando menos te lo esperabas.
-¿Y el pequeño Peter, querida, qué se hizo de él?
-dijo entonces la Sra Julie.
-Qué niño tan gracioso. Sí, el pequeño Peter se
parecía a su padre físicamente, nada a sus hermanas que eran muy parecidas a su
madre, fue la salvación del matrimonio. El niño tenía dos años cuando los
conocí y todavía vive en la actualidad. Alguna vez viene a San Martin, aunque
nunca en verano, y hablamos de los viejos tiempos. El pequeño Peter ya es
abuelo- dijo para finalizar con un suspiro.
-Así que cuando los conocisteis tenían siete,
seis y dos años, respectivamente- dijo la abuela con seriedad y pena.
-Sí- afirmó la Sra Archer.
Otro silencio para
recordar y coger fuerzas. La Sra Archer continuó.
-Todos los veranos nos veíamos, durante el mes de
agosto, y estuvimos así siete años seguidos, hasta 1919. Aquel verano
Amanda, que gozaba de una salud de hierro, enfermó de un resfriado que se
complicó al mes siguiente, falleciendo dos meses después de una neumonía.
Aquello fue una tragedia enorme para los padres, que creo que nunca lo
superaron, la familia, amistades y para nosotros, los más pequeños del grupo:
yo y los hermanos Carter: Bryan y Gerald que éramos inseparables. Luego perdí
el contacto con ellos, hasta hace muy poco.
-Qué gran tragedia- dijo la Sra Celia que ya
sabía la historia y la había vivido indirectamente pues ella también fue al
funeral de Amanda con sus padres y hermana.
-Todo aquello fue tan rápido y doloroso… Son
hechos que nunca los asimilas...debes convivir con ellos, si es que puedes. El
matrimonio –continuó entonces con más determinación- dejó la mansión al año
siguiente. Aquella desgracia los unió más en lugar de separarlos. Luego, como
ya sabéis, la ocupó la familia Stevenson con sus siete hijos hasta hace cinco
años en que también se marcharon. El ayuntamiento lo compró y lo convirtió en
museo. El pueblo había crecido enormemente y se necesitaba uno. Aunque la
mansión se llamó “Los cipreses”, después de la tragedia, todo el mundo la
conocía como “Villa Wilkinson”. Es ahora que solo lo llaman museo. El tiempo
pasa para todo el mundo, afortunadamente, y las nuevas generaciones ayudan en
ello.
-Sí- dijo entonces mi madre- yo nunca la había
conocido con otro nombre. Que casa tan bonita. Era de estilo victoriana y todas
las habitaciones tenían chimenea y un bonito suelo que parecía un mosaico.
-Amanda fue muy feliz en esa casa- continuó la
Sra Archer con tristeza- Cuánto la echo de menos…Aquello fue una tragedia...
Pero no terminan aquí los hechos.
-¿Ah, no?- exclamó Jonathan.
-No. A finales de noviembre se hizo un funeral
por Amanda en la que asistió toda la familia y mucha gente del pueblo. Yo misma
fui. La gran iglesia estaba abarrotada. Aunque parezca mentira cuando la gente
veía a Alice, debido a su gran parecido, mucha gente daba un suspiro de alivio,
pues aunque no eran mellizas, como vosotras –dijo mirando a las hermanas Mc
Dermott- se parecían mucho. Pero Alice estaba más loca de lo que la gente
creía. Para la familia Wilkinson, el enorme jardín de su mansión era como una
confortable cárcel para su hija, ya que nunca salía de ella y allí podía
divertirse sin causar daño a nadie. Todavía recuerdo lo que pasó durante la
ceremonia. En un momento dado, Alice se levanto de su asiento…se dirigió
al altar, se puso delante de todos…y de pronto empezó a reír fuertemente y
luego a blasfemar delante de todo el mundo. Aquello fue también otra tragedia.
Todos supieron entonces y con certeza que estaba loca, que por eso no salía de
la Villa Wilkinson. Incluso la gente murmuraba que era una pena que la hermana
mayor hubiera muerto y no la otra. Yo misma lo pensé algunas veces, lo
encontraba tan injusto y triste. Y parecía una contradicción. Entonces empezó a
hablarse de la maldición de los Wilkinson durante muchísimos años. Alice vivió
finalmente en una institución mental creada por los Wilkinson y éstos decidieron
cambiar de domicilio para empezar una nueva vida. Y aunque parezca mentira
pudieron rehacerla poco a poco. Suerte tuvieron de ver crecer al pequeño Peter. Y cuando
se hizo mayor estudió derecho y se casó, tuvo hijos y ahora ya es abuelo de
diez nietos. Sí, suerte tuvieron de Peter.
-¿Y Alice, qué se ha hecho de ella?- preguntó el
tío de Jonathan.
-La pobre falleció hace seis años sin
recobrar la cordura. En sus últimos años decía que en realidad no era Alice,
sino Amanda. Peter se hizo responsable de todo. Ha sido un buen hijo, un buen
hermano, un gran marido y un buen padre. Un buen hombre, en resumidas cuentas.
Me recuerda un poco a Amanda en algunos aspectos.
-Pero, todavía hay más ¿verdad? Falta lo de la
aparición de Amanda, motivo de tu visita, si es que se apareció- dijo
dubitativa la abuela.
-El misterio- empezó a decir la Sra Archer ahora
muy lentamente- radica en que se dice…se rumorea, que Amanda se ha aparecido en
el museo durante años, pero solamente a niños; niños de su edad que se
encontraban en aquel momento solos y en el jardín.
-Quizá tenga nostalgia de su casa- dijo la Sra
Julie- Muchas apariciones tienen lugar en las casas, como si los espíritus no
quisieran abandonarlas. Cómo si no quisieran partir al más allá.
-Y la niña que vi, ¿era realmente Amanda? – dije
yo un poco dudoso- A veces pienso que lo soñé. No me encontraba muy bien aquel
día y quizá me dormí.
-Quizá sí… quizá no. No eres el único que afirma
haberla visto, Thomas ¡Ojalá hubiera sido yo! Debéis saber que ha habido otros
niños desde 1919, uno por década, que dicen haberla visto en el jardín. Yo creo
que era ella, aunque mucha gente no cree nada de esto, diciendo que sólo son
imaginaciones de mal gusto, mentidas y otras cosas peores. Todo esto está muy
mal visto por la gente. Pero ha habido niños que afirman haberla visto en 1920,
en 1927, en 1935 creo recordar, luego en 1944, en 1952, en 1965 y ahora en
1973. Yo hablé con cuatro de ellos. Me obsesioné del tema como os podéis
imaginar. Y hablaban de la aparición de una niña con las mismas características
que ha dicho Thomas.
-Para mí, es muy difícil creer en todo esto- dijo
mi madre- yo no creo en este tipo de apariciones, pero mi hijo ha hablado de
forma muy segura y nunca ha mentido.
-Yo creo que sí la ha visto, Gwenda. Pero mejor
no hablar de esto con nadie. Todo queda aquí, entre nosotros. Debemos
prometerlo.
Y así lo hicimos.
-El misterio de la mansión Wilkinson- pensé en
silencio- Pero ahora que la Sra Archer había explicado esta historia no tuve
tanto miedo de lo sucedido. No hablé de esto nunca más con mi abuela (pero sí
alguna vez con mi madre y Jonathan). La verdad es que me siento privilegiado
por haberlo vivido aunque fuera muy extraño todo lo que pasó. Pobre
Amanda. Más tarde me enteré que en el cementerio donde la enterraron, en su
tumba, en una esquina de la gran lápida con un bello epitafio, había una bella
escultura de un ángel con una niña, una réplica que estuvo expuesta en el museo
cuando sucedió todo. ¿Había sido una casualidad? ¿Lo soñé realmente? Juzguen
ustedes mismos.FIN
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