7 CASOS PARA EL INSPECTOR CARMICHAEL

A la memoria de mis padres y abuelos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          7 casos para el Inspector Carmichael

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INDICE

 

1.-SIETE SOSPECHOSAS Y UN RELATO                                   página 4

2.-LA MUERTE DE LA SEÑORA PARMINTER                                      página 51

3.-TERNERA CON CASTAÑAS Y SETAS                                                página 60

4.-EL ROBO DE LA SORTIJA DE ORO                                        página 75

5.-EL EXTRAÑO TESTAMENTO DE LA SEÑORITA GRAVES   página 88

6.-TROFEO DE CAZA                                                                    página 115

7.-¿QUIÉN MATÓ AL DOCTOR SHERIDAN?                            Página 138

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un pequeño homenaje a la gran escritora de novelas policiacas, Agatha Christie.

Este libro está inspirado en uno de los suyos titulado: “La señorita Marple y trece problemas”.

Mark Debrest

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

    SIETE SOSPECHOSAS Y UN RELATO

     La señorita Cowley salió aquel domingo por la tarde de casa de la señora Bansfield, en la que trabajaba, y se dirigió a los jardines St. James. Se sentó en un banco y no tardó en decirse a sí misma: ' Yo, Elisabeth Cowley, de sesenta años de edad, soltera ... ¿soy feliz?"
     Físicamente era una mujer alta, de complexión atlética. Tenía el pelo de color caoba y una cara redonda en la que destacaban unas grandes mejillas ligeramente coloreadas.
     En cuanto a su carácter destacaban la seriedad, serenidad y discreción. Su poca expresividad le daba un aire distante, aunque no lo fuese .
     La señorita Cowley empezaba a recordar...

     Durante casi treinta años servía en casa de los Jefferson. Recordó con calma el primer día en que entró como ama de llaves. El señor Jason Jefferson fue muy amable con ella pero con su mujer, la señora Jefferson, (de soltera Bansfield, como le gustaba que la llamaran actualmente pues su marido había muerto hacía muchos años) al principio las cosas fueron diferentes pues guardaba más las distancias. Sin embargo, a medida que pasaron los años, se convirtió en una buena amiga... más que amiga, pensó y matizó, la señora Bansfield: representaba la figura de un familiar mayor a la que mostraba respeto y en ciertos momentos, paciencia.

     La señora Leticia Bansfield tenía cuatro hijas. La mayor, Emma, era muy hermosa y se parecía a su madre. Lo que más deseaba la señora Bansfield era que sus hijas se casasen y la primogénita así lo hizo con un hombre extrovertido y muy trabajador. Emma se había mostrado bastante antipática con ella cuando entró a trabajar, y nunca supo el motivo, aunque ahora todo se había olvidado, afortunadamente. Luego venía la señorita Sybil, que nunca se casó. Era muy inteligente, por no decir un cerebro privilegiado. Hizo carrera en la universidad y trabajaba en ella. La señora Bansfield se había molestado mucho con Sybil. ¡Soltera y con carrera! le había reprochado su madre en más de uno ocasión. La verdad es que la relación entre las dos mujeres fue muy tensa, pero con el paso de los años mejoró y ahora la señora Bansfield se sentía muy orgullosa de su hija.  La señora Virginia Russell era la tercera hija. Integra, serena, se había quedado viuda desde hacía tres años y desde entonces vivía con su madre. Sin duda era la más distinguida de las cuatro hermanas y con la que mejor se llevaba. Y por último, Rosalía. La verdad, aunque parece triste decirlo, lo único bonito de ella era su nombre. Alta, gruesa y extremadamente nerviosa, Rosalía era muy desgraciada. Trabajaba como bibliotecaria por las tardes y su gran pasión eran los libros. Rosalía era diez años menor que su hermana Virginia y había nacido cuando su madre contaba ya los cuarenta y cuatro. El parto fue complicadísimo y casi perecieron las dos. No tardaron en darse cuenta sus padres de que la chiquilla era un poco diferente a las otras niñas: demasiado nerviosa e histérica; un poco desequilibrada. Ella se daba cuenta de todo esto, pues no era tonta, y este hecho la entristecía y atormentaba. Su madre la evitaba en muchas ocasiones cuando la veía, pues casi siempre acababan peleándose, aunque se quisieran. Cuando el señor Jefferson murió, Rosalía entró en uno profunda depresión refugiándose en su trabajo. Aunque sus hermanas, especialmente Virginia, la ayudaban, Rosalía sentía un enorme vacío interior que nunca logró llenar. Pobre mujer, pensó.

     La señorita Cowley no se dio cuenta de la hora que era hasta que la voz chillona de un niño que jugaba en el parque la despertó de sus pensamientos. Se levantó del asiento y salió de los jardines. Tenía todo el día libre para ella sola, para hacer lo que quisiera. Luego anduvo y anduvo hasta que se perdió entre la multitud.

     Lo que sucedió al llegar a casa, no se lo esperaba en absoluto.

̶ Oh, señorita Cowley  ̶ dijo con sobresalto la anciana cocinera de apellido Brenton  ̶ la señora Bansfield ha muerto.

– ¿Qué? No puede ser, no puede ser – dijo muy consternada dirigiéndose a continuación al gran salón donde se encontró con Emma y su marido, visiblemente emocionados.
̶ ¡Elisabeth, oh, Elisabeth, no puedo creerlo! ̶  exclamó Emma dirigiéndose a ella.
     La pobre mujer no podía contener las lágrimas.
̶ Ha sido horrible, sucedió esta tarde hacia las tres. Rosalía fue a verla un momento y ya estaba... oh.­­
̶ Cálmate, querida  ̶ la consoló su esposo.
̶ ¿Y tus hermanas, dónde están?
̶ Sybil con el médico. Virginia con Rosalía. La pobre ha sufrido un ataque de nervios.
̶ Voy a subir  ̶ dijo la señorita Cowley.
     Entonces se dirigió a la habitación donde yacía la señora Bansfield y se encontró con el doctor y Sybil.
̶ Oh, pobre Leticia…
̶ Elisabeth  ̶ dijo con tristeza Sybil.
̶ Y yo en el cine...  ̶ dijo como ausente.
̶ Tranquilízate, Elisabeth, tarde o temprano tenía que ocurrir... su corazón había empeorado hace unos días  ̶ comentó el doctor.
̶ Pero si hoy se encontraba muy bien  ̶ contestó la señorita Cowley, que todavía no se había hecho a la idea.
̶ Voy un momento al despacho ̶ dijo el doctor un poco preocupado.

 Sybil hizo el gesto de acompañarlo.

̶ No, no. Ya bajo solo.
     El doctor se marchó del dormitorio de la fallecida, pero antes avisó a Virginia de que la señorita Cowley había regresado. No tardó en aparecer la mujer. Las dos mujeres se abrazaron fuertemente. Y Elisabeth Cowley permaneció en la habitación de la señora Bansfield durante unos minutos.

 

̶ ¿Verdad que resulta un relato inquietante?  ̶ preguntó una mujer (a la que llamaremos señora A), de rostro alargado, facciones pequeñas (excepto su muy alargada y aguileña nariz) y pelo corto, rubio y rizado.

     La pregunta iba dirigida a las dos personas que tenía en frente, sentados dentro de un confortable vagón de primera clase. El primer ocupante se trataba de un hombre de unos treinta y cinco años de edad, alto y atlético, de anchos hombros, bien parecido, de pelo castaño perfectamente peinado hacia atrás y un poco rizados, que llevaba un traje marrón oscuro a juego con una corbata del mismo color; el segundo era una hermosa mujer de unos cuarenta años, de pelo rubio recogido en un moño bajo, tez blanca y mirada inexpresiva. También iba muy bien vestida con un traje sastre de color beige. La mujer había acabado de leer un libro que se encontraba en su regazo y en aquellos momentos escuchaba el relato de la señora A con cierto desdén.

̶ Sí, ¿cuándo sucedió? –respondió el hombre con bastante interés.

̶ Hace muy poco. Una amiga mía me lo contó todo detalladamente. A mí me parece muy emocionante.

̶ ¿Le parece emocionante un fallecimiento?  ̶ dijo entonces la otra mujer (a la que llamaremos señora B), haciendo una mueca de disgusto.

̶ Oh, no, no quería decir eso. Sin embargo, el lugar donde se desarrolló, una casa muy distinguida; su misteriosa muerte, su posible asesinato...

̶ ¿Asesinato?  ̶ exclamó extrañada.

̶ No fue una muerte natural, se lo aseguro  ̶ contestó rápidamente la mujer  ̶ ¿Qué decía?... ¡Ah, sí! Pues que todo esto lo hace muy interesante, ¿verdad? Además, sucedió hace poco…

̶ No me gustan mucho los relatos misteriosos  ̶ dijo con la inexpresividad que la caracterizaba  ̶ prefiero otra clase de lectura.

̶ Oh, querida, no querrá usted decirme que resultaba mucho más interesante el libro que estaba leyendo  ̶ e hizo el esfuerzo por mirar el título ̶   ... el álgebra de Boole... que mi relato... ¿verdad?  ̶ dijo incrédula.

     La altiva señora B le contestó con orgullo:

̶ Desde luego que sí, señora. Debo reconocer, no obstante, que un buen relato de misterio, sí que me gusta.

̶ ¿Qué quiere decir, que no le gusta el que le estoy contando? ̶ exclamó ligeramente contrariada y alzando la voz.

̶ Exactamente.

̶ Sólo he contado el principio de lo sucedido  ̶ continuó la mujer que no se daba por vencida. En realidad falta mucho por contar.

̶ Continúe, por favor. Yo lo encuentro muy interesante  ̶ dijo en cambio el hombre.

̶ ¿De veras?

 El hombre asintió.

     La señora B no contestó de inmediato. Recordaba a la locuaz mujer cuando hizo su aparición en el vagón de primera clase de aquel tren con destino a Londres. Llovía bastante en aquellos momentos y recordó cómo la mujer no podía cerrar bien su paraguas y montó un espectáculo, ¡patético! Y por si fuera poco llevaba consigo una gran maleta negra de la que no quería desprenderse, que dejó en el asiento de al lado. Luego recordó cómo se quitó torpemente su vetusto y feo abrigo marrón dejándolo, que puso encima de la maleta. Pero en cambio, vestía con mucha elegancia. Además era un modelo Chanel lo que llevaba, estaba segura, de color gris, del mimo color que sus guantes y bolso. Y también lucía unos pendientes plateados que hacían juego con un bonito camafeo que tenía forma de mariposa ¿Y cuántos años tendría?  ¿Cuarenta, cincuenta? Una edad indeterminada, la verdad. Pero desde luego no pertenecía a los suyos. Qué mujer tan vulgar. Sus movimientos inquietos le eran del todo inaceptables. No tenía dominio de sí misma. Todo lo que hizo a continuación fue de una conducta lamentable: ladeaba su cabeza hacia la izquierda y luego hacia atrás, de una forma nerviosa y constante, seguro que para comprobar si había más gente en el vagón, quizás de su misma condición social, así se encontraría mejor. Pero tuvo mala suerte. No había casi nadie. ¡Qué lástima!, así se habrían beneficiado todos. "Creo que voy a divertirme un poco con ella. A ver las tonterías que dice  ̶ pensó."

̶ Perdone, pero me gustaría oír su relato  ̶ dijo con fingido interés- He sido un poco brusca con usted pero hoy no he tenido un buen día.

̶ ¡Cuánto lo siento!  ̶ respondió la parlanchina mujer para luego continuar  ̶ Así que no le importa que continúe, ¿verdad? Bien, bien, me parece magnífico... ¿por dónde iba?

̶  La señorita Cowley abrazó a la señora Virginia tras conocer el deceso de la señora Bansfield  ̶ le recordó el hombre con claridad.

̶ Ah, gracias, gracias; ya me acuerdo. Pues allá voy.

 

 

El inspector Mcfarlane, al cual se asignó el caso, era un hombre de unos cincuenta años de edad, alto y bastante grueso, de mirada penetrante y voz grave. Llegó al domicilio de la fallecida al día siguiente acompañado de O' Neele, su joven ayudante, delgado y con gafas, de aspecto distraído. Fue la señorita Cowley quién les abrió la puerta.

–Buenos días.

Buenos días, inspector, pasen.

       Las hijas de la señora Bansfield y personal no entendían demasiado lo que estaba sucediendo a falta de palabras y explicaciones claras. El doctor las estaba ayudando en todo. Sabían que el cadáver se encontraba en una clínica cercana, órdenes del doctor. Y la familia obedeció sin preguntar a la espera de más noticias.
     Una vez se hicieron las presentaciones y se hubieron sentado, el inspector les dijo la dura realidad:
̶ Siento mucho comunicarles... que la señora Bansfield murió envenenada.
     Hubo un silencio general y todos quedaron paralizados. Todos a excepción de Rosalía Jefferson que empezó a chillar histéricamente.
̶  ¿Envenenada? ¡Mamá, mamá!
̶ Cálmate, Rosalía. Será mejor que la llevemos arriba, Arturo  ̶ dijo Virginia nerviosamente.

    Entre los dos llevaron a la pobre mujer a su habitación. No paraba de chillar y de llorar.

̶ Siento lo ocurrido  ̶ dijo el inspector un poco impresionado.
̶ ¿Y cómo sabe que fue envenenada?  ̶ preguntó Sybil.
̶ El doctor notó un fuerte olor en la taza de su madre, la que contenía el consomé. Se sobresaltó mucho, como pueden suponer, y telefoneó de inmediato a Scotland Yard. Se analizó el contenido y encontraron una sustancia química llamada cloral que, en exceso, puede ocasionar la muerte.

̶ Quisiera saber lo que ocurrió el domingo. ¿Estuvieron todos ustedes aquí?

̶ Sí  ̶ afirmó Emma muy abatida por la noticia ̶  Todos, a excepción de Elisabeth, nuestra ama de llaves y de Millicent, la ayudante de la señorita Brenton.

̶ ¿Se encontraba mal la señora Bansfield?

̶ La señora Bansfield estaba enferma del corazón desde hacía bastantes años y hace unas semanas recayó y ya no salió de su habitación ̶  afirmó la señorita Cowley.

̶ Quisiera hablar con ustedes, uno por uno. El interrogatorio será breve; y quiero que sea lo más conciso posible. Mi ayudante O'Neele tomará nota.

                                                    *    *   *

    Emma Drake fue la primera de ser interrogada. La mujer tenía el pelo rubio y llevaba un vestido beige que la rejuvenecía. Estaba disgustada con el inspector Mcfarlane pues no podía creer que alguien de la familia o personal hubiera asesinado a su madre.

̶ La verdad, inspector, me resulta muy difícil hablar.

̶ La comprendo.

     Y antes de empezar hizo un profundo suspiro:

̶ Llegué aquí hacia las doce, aproximadamente, y lo primero que hice, naturalmente, fue ir a ver a mi madre. Se encontraba bien, aunque de mal humor. Mis hermanas también se encontraban en casa.

̶ ¿Y su marido?

̶ No, mi marido llegó más tarde. Tenía unos asuntos por resolver en casa.

̶ ¿Qué hizo luego?

 ̶ Bajé al salón. Hablé con la fiel señorita Brenton, la cocinera, a la que aprecio mucho y que es como de la familia, y con Millicent, su ayudante, una jovencita muy eficaz y trabajadora que se iba en aquel momento, pues era su día libre. Luego vino mi marido. Hacia la una, antes de que mi madre comiera, volví a subir a su habitación. Mi madre era muy metódica. A la una en punto vi como llegaba la pobre señorita Brenton con la bandeja. Ya es muy mayor para esas faenas, pero siempre insiste en hacerlas ella cuando la señorita Cowley tiene su día libre.

̶ Así que la señorita Brenton sirvió la comida.

̶ Sí  ̶ contestó extrañada por la observación que había hecho el inspector  ̶ Luego bajé a comer con todos, hablamos...Y serían las tres cuando oímos los gritos de Rosalía. Mamá había muerto y...

     La señora Drake empezó a sollozar. Por fortuna ya había acabado la exposición de los hechos.

̶ Tranquilícese, señora Drake  ̶ dijo el inspector  ̶  ya puede usted retirarse. Avise por favor a la señorita Brenton. Quisiera hablar con ella.

̶ Sí, ahora voy... Pobre, pobre mamá  ̶ respondió para sí cuando se levantó de su asiento.

     La señorita Brenton tenía setenta y muchos años y en un principio, como es natural, le pareció ofensivo que se la interrogara como a una presunta asesina. Era una mujer muy gruesa, de mediana estatura y cabellos completamente blancos, que se movía lentamente. No tardó en comprender el inspector por qué contrataron a una ayudante.

  La señorita Brenton tenía una gran personalidad.

̶ ¿Qué desea saber? ̶ dijo ásperamente.

̶ Tengo entendido que usted sirvió la comida a la señora Bansfield.

̶ Sí, señor. Cuando la señorita Cowley tenía su día libre yo servía la comida a mi señora. Y antes de que la señorita Cowley viniera a esta casa yo ya servía la comida a los señores. Hace cincuenta años que trabajo en esta casa, antes de que la señora Bansfield se casara con el señor, que es quién vivía aquí primero. Y sólo pensar que se me acusa de envenenar a mi señora...  ̶ dijo con una mirada penetrante y muy seria.

̶ Yo no la acuso de nada, señorita Brenton.

̶ Mire, señor  ̶ replicó la mujer poniendo una expresión altiva  ̶  los policías, según tengo entendido, empiezan a hacerte preguntas y más preguntas, tantas preguntas que la lían a una y le hacen decir tonterías. Pues bien, señor inspector, yo no soy una asesina. ¿Por qué tendría  que matarla?

̶ Por ningún motivo, estoy seguro. Por cierto, su ayudante no estaba con usted, ¿verdad?

̶ Millicent y la señorita Cowley tenían el día libre. Coincidió. Normalmente la señorita Cowley libra los sábados, pero aquel domingo fue diferente.

̶ ¿Por algún motivo en especial?

̶ No tengo ni idea, mejor será que se lo pregunte a ella.

     El inspector se fijaba bien en aquella anciana. Parecía poco afectada; era dura, pero también se la veía sincera.

̶ La señora Bansfield me dijo que me haría falta una ayudante de cocina  ̶ continuó explicando la mujer  ̶ Millicent viene todos las mañanas. Compra y arregla la casa. Es el segundo año que está aquí, desde que tuve aquel ataque de lumbago. Es una jovencita lista y muy competente. Hemos tenido mucha suerte con ella.

    El inspector volvió a fijarse en aquella mujer. Ella misma preparó la comida y la sirvió. De hecho parecía una sospechosa de primera, pero por otra parte no encontraba el motivo por el cual quisiera asesinarla.

̶ ¿Le era simpática la señora Bansfield?

     Aquella pregunta disgustó a la señorita Brenton pues era una mujer a la que no le gustaba mostrar sus sentimientos y menos aún, hablar de ellos.

̶ Era una buena mujer, con mucho carácter. No tengo nada más que decir de mi señora.

̶ Gracias, señorita Brenton. No tengo más preguntas por hacerle, puede usted retirarse.

     La mujer se levantó lentamente de la butaca del gran salón y antes de salir preguntó muy extrañada al inspector:

̶ ¿Está seguro de qué había cloral en el consomé? No sé quién pudo habérselo puesto, ni cómo  ̶ sentenció.

     La señorita Brenton no podía creer que alguien de la casa hubiera asesinado a la pobre señora Bansfield.

                                                      * * *

   Cuando el inspector Mcfarlane interrogó al señor Drake, le pareció que era un hombre que no tenía el aspecto de un asesino. Era un hombre extrovertido y simpático, bastante afectado por la muerte de su suegra. Físicamente era muy alto y bastante grueso. Su cabello, teñido de negro para aparentar menos edad, no lo favorecía, sino al contrario. Rondaría los sesenta años de edad, como su mujer.

̶ Tengo entendido que usted llegó a la una menos cuarto.

̶ Cierto  ̶ le respondió muy serio ̶  Tenía trabajo en casa y luego vine aquí con más trabajo ¿Sabe lo que es ser representante de una gran firma comercial? Uno tiene tantas preocupaciones que le afectan seriamente la salud.

     El inspector lo miró con incredulidad. A mucha gente  le ocurría lo mismo que a él.

̶ Continúe, por favor.

̶ Cuando llegué, a la una menos cuarto, fui a ver a mi suegra y me dijo que se encontraba bien, pero la vi de mal humor, como casi siempre. Estaba leyendo el periódico con interés, para distraerse de su mala salud. Creo que era consciente de su gravedad aunque no nos lo dijera. Después de verla me dirigí aquí, al salón, y hablé con mis cuñadas y luego fui a trabajar al despacho. Recuerdo que Emma, mi mujer, también subió a la habitación de mi suegra. Hacia la una. Qué raro, pero ahora que lo pienso se encontraba un poco nerviosa  ̶ dijo lentamente ̶  Luego, a la una y cuarto, comimos todos.

     El señor Drake hizo una pausa y continuó con seguridad:

̶ Después volví al despacho y estuve allí hasta las tres de la tarde, trabajando. Y luego oímos los gritos de Rosalía. Mi suegra había muerto. No nos lo podíamos creer.

̶ ¿Qué hicieron luego?

̶ Telefoneamos al médico de la familia que vino enseguida. Fue un gran apoyo en aquellos momentos. Y es un hombre muy competente. Luego mi cuñada Virginia llevó a Rosalía a su habitación para calmarla y posteriormente todos fuimos a la habitación de mi suegra.

     El hombre calló unos momentos y prosiguió:

̶ Creo que no hay más que contar, inspector. Hacia las siete se llevaron a mi suegra a una clínica cercana, órdenes del doctor. No entendíamos nada, estábamos muy aturdidos por lo sucedido; pero respetamos su decisión y no hicimos preguntas. Ya debía sospechar algo.

     El señor Drake volvió a callar para luego acabar con esta frase:

̶ Qué tragedia tan grande que hemos sufrido.

     La siguiente interrogada fue la segunda hija de la señora Bansfield, la señorita Sybil Jefferson. Era una mujer alta y delgada, de bonita dentadura y rostro atractivo, aunque no fuera precisamente bella.

̶ Antes de que empiece quiero informarle que este interrogatorio supone para nosotras una gran ofensa.

̶ Señorita Jefferson, siento tener que interrogarlas. No creo que a nadie le guste hacerlo y además en tales circunstancias.

̶ Yo no maté a mi madre.

̶ ¿Y quién la acusa de matarla?

̶ Es lo que debe pensar de todos nosotros, ¿verdad?

̶ ¿Discutía con su madre? Alguien me dijo que no se llevaban bien.

̶ Eso era antes, de joven. Cuando acabé la carrera me marché de casa y no me arrepiento de nada. Mi pobre madre a veces era muy dominante.

̶ ¿Quería a su madre?

̶ Qué tontería de pregunta, claro que la quería; pero la verdad es que no me sentía muy unida a ella.

̶ ¿Qué hizo aquello mañana?

̶ Llegué a casa hacia las doce y veinte. Lo sé, porque antes de llamar a la puerta, siempre miro mi reloj. Me dirigí al salón y hablé con mis hermanas, y después fui a ver a mi madre y hablamos... ¡de política! La conversación estuvo muy bien. Mi  madre leía mucho el periódico y escuchaba la radio, le gustaba estar bien informada. Pero pronto se cansó, no hacía buena cara. Así que bajé al salón. Volví a verla otra vez hacia las dos, pero dormía. No sé si ya estaba muerta. Pobre mamá.

̶ ¿A usted le extrañó que estuvieran todos aquel día?

̶ Pues la verdad es que un poco. Y verá. Casi todos los miércoles iba a comer a casa de mi madre. Hace cosa de dos semanas, su salud empeoró... Creo que ella lo sabía y antes de irnos de vacaciones quiso vernos a todos por última vez.

̶ ¿Ah, sí?

̶ Esta es mi opinión.

̶ Pero no estaban sus sobrinos.

̶ Los hijos de Emma y la hija de Virginia ya son mayores y no pudieron venir. Era domingo y tenían sus planes. Pero la llamaban con asiduidad.

     El inspector se fijaba en aquella mujer. No era muy expresiva y tampoco parecía muy afectada.

̶ Cuando oímos el grito de Rosalía, diciendo que mamá había muerto, quedamos paralizados. La verdad es que tardamos un poco en reaccionar. Nadie se lo esperaba. Y la pobre Rosalía continuaba chillando. Parecía una pesadilla.

̶ Gracias, señorita Jefferson, eso es todo. Ve como ha sido rápido  ̶ dijo el inspector mirándola con cierta benevolencia.

̶ Mejor para todos, inspector. Por cierto, tenga paciencia cuando hable con Rosalía. A veces no hay quién la entienda ni quién la aguante  ̶ dijo como resignada.

̶ La tendré, no se preocupe  ̶ le contestó al tiempo que apuntaba unas anotaciones en su libreta.

*   *   *


     A la mañana siguiente el inspector Mcfarlane y su ayudante O'Neele fueron otra vez al domicilio de la fallecida señora Bansfield. Ahora era el turno de interrogar brevemente a la tercera hija; la señora Virginia Russell. Cuando esta entró por la puerta pudo ver a una mujer que era lo opuesto a sus hermanas; bella y de mirada serena, daba una sensación de paz. Físicamente era la que menos se parecía a sus hermanas, pues tenía los ojos verdes y no azules, el cutis blanquísimo y sus cabellos, negros, empezaban a mezclarse con los blancos, propios de su edad.

̶ Siéntese, señora Russell.

     La mujer se sentó en una butaca gris frente al inspector.

̶ ¿Podría explicarme que hizo aquel día?

     La mujer empezó su relato. Su rostro denotaba tristeza y abatimiento.

̶ El domingo pasado hubo bastante trabajo en casa pues venían a comer mis dos hermanas y mi cuñado. Además la señorita Cowley aquel día no estaba en casa y por ese motivo yo me encargué de todo. La señorita Brenton y Millicent me ayudaron. Yo, desde que me quedé viuda, vivo aquí y me encuentro muy a gusto. Mi madre era una mujer autoritaria, de difícil carácter, pero buena mujer. Ya tenía más de ochenta años. Fue una suerte para ella tener a la señorita Brenton y a Elisabeth.

̶ Y a su hija Rosalía, ¿no?

     La señora Russell puso una mirada triste.

̶ Siempre se estaban peleando. Por este motivo mamá a veces la evitaba, la ignoraba. En el fondo las dos sufrían de lo mismo; de los nervios, pero de forma distinta. Con mamá podías mantener una conversación larga e interesante; con Rosalía es imposible.

̶ ¿Estaba despierta su madre cuando usted la vio por última vez?

̶ Sí. A eso de las tres menos cuarto estaba despierta, pero somnolienta.

̶ Así que usted fue la última en verla con vida.

     Aquella reflexión impresionó a la mujer.

̶ Creo que sí  ̶ respondió un poco sorprendida.

 ̶ Usted tiene una hija, ¿verdad?

̶ Sí, una hija que ya es mayorcita a quien le encanta viajar. En estos momentos se encuentra en Alemania. Mañana regresa a Londres dadas las circunstancias.

     El inspector se acercó entonces hacia ella diciendo estas palabras casi al oído:

̶ ¿Qué cree usted que pasó?

̶ No lo sé, inspector, no tenemos ni idea y esto nos atormenta. ¿Matar a mi madre? pero ¿por qué? Mi madre era una buena mujer, lista, intuitiva y con carácter. Me niego a creer que alguien de esta casa haya podido hacerlo. A veces pienso que fue un accidente, pero nos han dicho que no. Esto es lo que nos angustia tanto. Es imposible que haya sucedido.

     La señora Russell hizo una pausa para luego continuar.

̶ ¿Cree usted que encontrará a la persona que...

̶ Esta es mi misión, señora. Avise a su hermana Rosalía, por favor, quisiera hablar con ella.

̶ Tenga paciencia, inspector. Como ya le he dicho antes, la pobre sufre de los nervios y no se sabe cómo puede reaccionar.

̶ ¿Qué quiere decir con eso?

̶ A veces habla demasiado y por ese motivo ha tenido algún problema. Malentendidos, exageraciones; es típico de ella. Casi siempre está alterada y altera a la gente  ̶ dijo la mujer de forma natural y como resignada.

                                                  

     Llegó el momento de interrogar a Rosalía Jefferson. El inspector Mcfarlane estaba intrigado por saber cómo sería aquella mujer. Cuando la vio quedó sorprendido. Era alta y gruesa, y el vestido que lucía estaba ya pasado de moda. Toda ella parecía anticuada. La mujer movía continuamente las manos y su cuerpo se balanceaba un poco. No tenía ningún encanto en especial, la pobre.

̶ Buenas tardes, señorita Jefferson. ¿Querría usted sentarse si tiene la bondad?

     La mujer se acercó lentamente hacia él y se sentó en el borde de una silla.

̶ Mire, señorita Jefferson, ya sé que ha sido muy dolorosa para usted la muerte de su madre, pero debe entender que tenemos que descubrir al criminal cuanto antes, ¿me comprende?

     La mujer no contestó de inmediato. Luego dijo fuertemente y de forma exagerada:

̶ ¿Usted cree... que alguien de mi familia pudo haber matado a mi madre? ¡Esto es imposible! Pero yo sé quién fue.

̶ ¿Quién?  ̶  preguntó el inspector sorprendido.

̶ La señorita Cowley.

̶ ¿La señorita Cowley ? ̶ respondió todavía más extrañado.

̶ Sí  ̶  dijo abriendo sus grandes y bellos ojos azules aunque sin expresión  ̶  Era su día libre. Seguro que entró en casa, subió a la habitación de mamá, la mató, volvió a bajar las escaleras y se fue.

̶ ¿Usted lo cree?

̶ Claro que lo creo. ¿Quién cree que pudo haber sido?, ¿la señorita Brenton?, ¿mis hermanas? Todos la queríamos. Entonces quién, ¿quién pudo haberla matado?, ¿me lo quiere usted decir? La señorita Cowley es tan silenciosa que pudo haber entrado mientras todos comíamos. Ella tiene llave.

̶ La verdad...  ̶ respondió el inspector que fue interrumpido brusca y rápidamente por la mujer.

̶ Elisabeth Cowley se lleva muy bien conmigo, pero yo la detesto. Mi madre depositó su afecto en ella y no en mí. ¿Y por qué? Por intereses. ¿Sabe lo que ocurrió aquel día? Oí discusiones en la habitación de mi madre. Apuesto que era sobre el collar de diamantes.
̶ ¿Un collar de diamantes? ̶ exclamó sorprendido el inspector. Por fin una luz en el camino. Una pista muy importante sin lugar a dudas.

̶ Sí, ¿nadie se lo ha comentado?
̶ Pues no.
̶ La gente sólo habla de lo que le interesa  ̶ dijo Rosalía coma si recitara un verso ̶  Y bruscamente continuó gritando: ¿puedo marcharme ya?
̶ Todavía no me ha dicho lo que hizo usted, señorita.
̶ ¿Quiere que lo recuerde otra vez? ̶ dijo ofendida.
̶ Sí.
̶ Pues bien  ̶ le respondió ahora dulcemente ̶ . Hablé con mi madre a las doce y media, pero poco rato. Luego me dirigí a mi habitación y me puse a leer. Después comimos todos: Emma, Sybil, Virginia, Arturo y yo. Y cuando volví a subir para ver a mi madre, a las tres...
     El inspector pensó que se pondría a chillar o a llorar. Pero continuó como si pensara.

̶ Mi madre estaba... muerta  ̶ dijo lentamente ̶  . ¿Y sabe que le digo? ̶  prosiguió rápidamente cambiando de tema de conversación ̶  que el negocio de mi cuñado no va muy bien.
̶ ¿Y usted cómo lo sabe?
̶ Algún comentario que he oído por ahí. La gente piensa que no me entero de nada ̶  y con orgullo y énfasis añadió    ... pero me entero de todo.
     Entonces la mujer calló durante unos segundos y lo miró con expresión de odio.
̶ ¿Sabe que me está poniendo nerviosa? No me gustan los interrogatorios, no me gusta nada este asunto. Hay algo raro en él  ̶ dijo ya muy alterada ̶ . Y mi pobre madre, muerta, ¡muerta!, ¡¡muerta!! No quiero pensar, a veces puede resultar peligroso... y decepcionante. Esta casa es demasiado grande. Puede pasar cualquier desgracia sin que nadie se dé cuenta. Pero soy feliz en ella  ̶ asintió luego dulcemente ̶ .Está llena de gratos recuerdos. Recuerdos... ¡qué palabra! Sí  ̶ dijo finalmente con voz apagada y despacio ̶  y a veces pueden resultar peligrosos.

¡Qué mujer tan rara! ̶ pensó el inspector una vez abandonó el domicilio. Para él, las opiniones de sus hermanas distaban mucho de la realidad, pues a él le pareció una mujer desequilibrada y medio loca. Pero, a la vez, había en ella algo inquietante, desesperado y trágico.

     La señora A hizo una pausa en su relato y les preguntó con cierta solemnidad y misterio.

̶ Según ustedes... ¿quién la mató?

̶ No lo sé  ̶ contestó sinceramente el hombre ̶  todavía no lo sé. Debería avanzar más en su relato.

̶ Oh  ̶ exclamó desilusionada ̶  pues utilice su cerebro, no se rinda. Piense, piense. Imagínese por un momento que usted es el inspector de mi historia y que usted señora... y que usted...

̶ ¿Soy su mujer?  ̶ dijo con un tono de burla.

̶ Oh, no. Qué misterio habría, entonces. Piense por un momento que es su ayudante.

̶ ¿Su ayudante?  ̶ se sorprendió ̶  "Qué loca"  ̶ pensó ̶  Bien, pues pensaré que soy su ayudante, aunque debo decirle que ya tengo una sospechosa.

̶ ¿Ah, sí?

̶ Sí, señora.

̶ ¿De quién sospecha usted, si puede saberse?

̶ De la señorita Cowley.

̶ ¿De la señorita Cowley? ¿Po, po, po, por qué?  ̶ tartamudeó la mujer bastante nerviosa.

̶ Porque era una asalariada ambiciosa. Eso se nota pronto, ¿no le parece? Seguro que quería más dinero y al negarse la anciana, la mató. Estoy convencida de que aquel día volvió al domicilio de la difunta. Abrió una de las puertas de la casa, subió a la habitación de la señora Bansfield, echó el veneno en el consomé, volvió a bajar, salió de la casa silenciosamente y luego debería ir al restaurante para celebrarlo. Algo parecido a lo que sospechaba Rosalía.

     La explicación de la señora B disgustó a la señora A.

̶ ¿Y usted qué piensa, señor?

̶ Pues a mí, en cambio, me parece una mujer muy sensata y equilibrada ̶ aunque estas cosas nunca se saben.

̶ Cuándo le contaron lo sucedido, ¿usted averiguó quién había sido? ̶ preguntó la señora B con un poco de malicia.

̶ Oh, sí, por supuesto.

̶ "No la creo. Debe mentir. No me imagino por nada del mundo a esa vulgar mujer adivinando quién mató a la señora Bansfield."

̶ ¿Y no podría darnos una pista?  ̶ continuó la señora B.

̶ Sí, ¿y por qué no?  ̶ respondió la mujer a quien le gustó aquella idea ̶  Les diré...les diré... déjeme pensarlo un momento, por favor, les diré...eso: que no la mató ningún hombre. Es decir, que hay siete sospechosas: la señorita Cowley y Millicent, que no estaban en el domicilio el día de la muerte; las cuatro hijas: Emma Drake, Sybil Jefferson, Virginia Russell y Rosalía Jefferson y por último la cocinera, la señorita Brenton.

̶ Entonces voy por buen camino  ̶ comentó satisfecha  ̶  Continuo pensando que se trata de la señorita Cowley.

̶ ¿Y no pudo ser alguien más?... ¿Y qué me dice de la señorita Brenton? También trabajaba como miembro del servicio  ̶ dijo la señora A.

̶ ¿A su edad?, ¿por qué querría matarla? ̶ respondió la mujer en aquel divertido diálogo.

̶ Quién sabe. Quizá fuera una mujer retorcida y nadie lo sabía, en realidad. Quizá estaba harta de su señora.

 ̶ No puedo imaginármelo de ninguna manera. Toda la vida allí para luego matarla. Es absurdo.

̶ Será mejor que continúe con la historia  ̶ dijo el hombre sonriéndole.

̶ Sí  ̶ afirmó la señora B  ̶ será lo mejor.

̶ En este caso ̶  y dio un suspiro ̶  continuaré.

     El inspector Mcfarlane fue al domicilio del notario George Norton que era un hombre bajito y pulcro que daba sensación de tranquilidad. Cuando el inspector entró en su bufete, decorado con mucho gusto, lo hizo sentar y antes de que pudiera hablar, el notario se adelantó.

̶ ¡Qué caso tan triste! Conozco a la familia Jefferson desde hace mucho tiempo. Jason, el marido de la señora Bansfield, y yo fuimos muy buenos amigos. Y sólo pensar que una de sus hijas o miembro del personal haya matado a la pobre Leticia, parece una pesadilla. ¿Sospecha de alguien en particular?

̶ Sólo sé que la última en verla viva fue su hija Virginia, aunque fue Rosalía quien descubrió el cadáver.

̶ ¡Rosalía! ̶ exclamó el Señor Norton con una cara de desesperación que el inspector comprendió enseguida.

̶ ¿Y cómo se encuentra Elisabeth?

     Al inspector le sorprendió que la llamara por su nombre y no por su apellido.

̶ Afectada, como todas  ̶ le respondió.

̶ Así que todas...

̶ Todas son sospechosas, aunque la señorita Cowley y Millicent, la ayudante de la señorita Brenton, no estaban aquel día en la casa.

̶ Buena mujer la señorita Cowley, y Millicent una joven muy bonita y trabajadora.

̶ Quisiera saber, señor Norton, quién se beneficiaría de la muerte de la señora Bansfield.

̶ Lo sé perfectamente, porque hace tres meses hablamos del testamento. Leticia tuvo una recaída muy grave hace dos semanas y no se equivocaba sobre su estado de salud. Verá  ̶ dijo el notario cogiendo unas carpetas ̶  , hubo un cambio en el testamento.

̶ ¿Un cambio?

̶ Sí. Sobre el collar de diamantes.

     Por segunda vez oyó lo del collar.

̶ ¿Y para quién sería el collar?

̶ El collar era para su hija Emma, pero se lo dejó finalmente a la señorita Cowley.

̶ ¿A la señorita Cowley?

̶ Sí. Y la fortuna que tenía la señora Bansfield la dividió en seis partes casi iguales; para sus hijas, la señorita Cowley y la señorita Brenton. Todas recibirían una enorme cantidad de dinero, sobre todo Rosalía, que era soltera y vivía con ella.

̶ ¿Qué extraño, no?

̶ Pues sí. Leticia no era muy demostrativa con su hija. Aunque a mí lo que me extrañó fue lo del collar.

̶ ¿Estaba lúcida cuando cambió el testamento?

̶ Sí, sí, por supuesto ̶  dijo el señor Norton  ̶  ¿y sabe qué le digo? qué le dolió hacerlo. ¡Y qué collar, señor Mcfarlane, debe valer una fortuna!

̶ Muchas gracias, señor Norton, por su amabilidad  ̶ dijo despidiéndose el inspector  ̶ . Lo más seguro es que vuelva a interrogarlas.

     Ya en el coche, el inspector le comentó a O'Neele que lo estaba esperando.

̶ Eso del collar no me gusta nada.

̶ ¿Usted cree que fue el motivo del asesinato?

̶ Probablemente, pero de momento el caso va muy lento. Espero que suceda algo nuevo para avanzar.


     Cuando llegó a su despacho, el inspector apuntó algunas notas significativas: primero los horarios en que hablaron o vieron a la señora Bansfield.

Emma: 12h y 13h, señorita Brenton: 13h, Arturo: 12'45h, Sybil: 12'30h y 14h, Virginia 14'45h, Rosalía:12’30h y 15h.

     Y luego las puso en orden:

12h: Emma, 12'20h: Sybil, 12’30: Rosalía, 12'45h  Arturo, 13h: Emma y señorita Brenton, 14’45h: Virginia, 15h Rosalía.


    El inspector Mcfarlane meditó y apuntó otras observaciones.

̶ ¿Ha cambiado su opinión acerca de la señorita Cowley? – preguntó la señora A un poco preocupada.

̶ Para nada, es obvio que se trata de ella. Creo que consiguió engañar a la señora Bansfield y de esa forma el collar se lo quedaría ella. Mi teoría me satisface, aunque es difícil demostrarlo. De todas maneras, de las cincuentonas asalariadas se puede esperar de todo.

̶ Lo que no entiendo ̶  dijo entonces el hombre –es su obsesiva idea de que fue la señorita Cowley. ¿Por qué?

̶ Vivo con mis padres, señor. Hace poco tuvimos una criada a la que despedimos por robo. La muy tonta se delató. Pero lo triste del caso es que hacía casi veinte años que trabajaba con nosotros; fue todo muy doloroso.

̶ Ya, ahora lo entiendo; pero no se deje llevar por ideas subjetivas y concéntrese bien en todo  ̶ dijo el hombre con firmeza.

̶ ¿Qué hija puede matar a su madre?, ¿me lo puede usted decir? – dijo disgustada.

̶ Alguien que la odie mucho –le respondió.

̶ No me lo puedo creer. Es imposible.

̶ No, no lo es, por desgracia. Hay mucha maldad en el mundo.

̶ Así que quiere darme a entender... que no se trata de la señorita Cowley.

̶ Yo no le he dicho eso. Simplemente que debe analizar todo y a todos con objetividad. Sino no encontrará nunca al culpable.

̶ Me habla como si fuera su ayudante, señor.

̶ Pues claro ̶  dijo entonces la señora A ̶  ¿No habíamos quedado en que sería su ayudante, querida?

̶ Está bien. Haré caso de lo que me ha dicho este caballero.

̶ Así me gusta ̶  concluyó contenta con una sonrisa.

     Después del funeral, que se celebró al cabo de una semana de la defunción, toda la familia permanecía, según deseos del inspector, en casa de la señora Bansfield.
–¡Es indigno que me traten como a una asesina! ̶ dijo Emma Drake al tiempo que encendía un cigarrillo ̶  ¡No poder salir de Londres es humillante, como si estuviéramos en la cárcel!
̶ Tranquilízate cariño, ya verás como todo se arreglará  ̶ le respondió su marido.                                                                                                                         

̶ Sí. ¿Y cómo va a arreglarse? ̶ contestó Sybil ̶ . Uno de nosotros mató a nuestra madre.

La señorita Cowley parecía intranquila y preguntó a Virginia.
̶ ¿Dónde está Rosalía? No la veo por ningún sitio.

̶ Está en su habitación. Hoy no se encuentra muy bien. De hecho, no ha bajado en toda la tarde. Está afectadísima por todo lo que está ocurriendo ̶ le contestó también preocupada.

     Efectivamente, Rosalía se encontraba en su cuarto. Estaba triste y abatida, y sus ojos no daban crédito a lo que habían visto.
̶  ¡Oh, Millicent!
̶ ¿Qué le ocurre, señorita Rosalía? ̶ exclamó con cara de sobresalto la bella joven delgada y de pelo rubio recogido en un moño bajo.
̶ He descubierto algo terrible. Ya no puedo ocultarlo por más tiempo ̶ dijo con desespero.
̶ El qué  ̶ le contestó intrigada.
     Rosalía abrió lentamente un cajón de su mesita de noche y cogió, con mano temblorosa, un pañuelo de color blanco.
̶ Esto ̶  dijo con mucha pena.
̶ ¿Y de quién es?
̶ De mi hermana Virginia. Mira sus iniciales.

̶ Sí, es verdad. Y qué mal huele  ̶ dijo poniendo cara de preocupación ̶ ¿Dónde lo encontró?

̶ ¡En la habitación de mi madre, en la habitación de mi madre! ̶  exclamó muy preocupada y sollozando.

̶ ¿Cuándo?

̶ El día de su muerte  ̶ le respondió muy nerviosa ̶ . Hasta ahora no he podido decirlo a nadie. No he tenido valor. ¡No puede ser que haya sido mi hermana Virginia, no puede ser!  ̶ exclamó frotando sus manos ̶ . ¿Y qué voy a hacer ahora? Estoy tan sola, Millicent, tan sola. Tienes que ayudarme, protegerme.

̶ ¿Protegerla?

̶ Sí, Millicent. Creo que seré la siguiente...en morir  ̶ le contestó como si tuviera un extraño presentimiento.

̶ Señorita Rosalía, no diga esas cosas ̶ le respondió animándola ̶ ¿Quiere alguna cosa?, ¿quiere que le sirva la cena? A veces me preocupa que hable así. Pero si todas la queremos mucho.

̶ Una de nosotras, una de nosotras... ̶ dijo obsesivamente ̶ . Ahora sólo necesito descansar... y reflexionar. ¿Cuál fue el motivo de la muerte de mi madre?, ¿quién la mató? No tiene sentido, no, no lo tiene. Pero ahí están las pruebas. ¡Las pruebas! Ojalá fueran falsas. ¡Claro qué pueden ser falsas!  ̶ dijo esperanzada ̶  . O no  ̶ añadió después con tristeza ̶  ¡Mi cabeza va a estallar. No puedo soportar más esta angustia! Nadie sabe nada, nadie. Tendré que actuar por mi cuenta  ̶ dijo como ausente. Y como si recitara una tragedia griega, concluyó con estas palabras-: Pronto llegará la hora de vengar la muerte de mi madre.

                                                      *     *     *

 La pequeña y delgada Millicent abandonó con rapidez la habitación y se dirigió directamente a la cocina. Su cara denotaba mucha preocupación.

̶ ¿Qué te ocurre, Millicent?

̶ Nada, sólo estaba pensando –dijo mientras se tocaba su moño que parecía  postizo.

̶ Pues no pienses tanto y ayúdame. No sabes lo nerviosa que estoy. Hoy vuelve el inspector. ¡Como vuelva a interrogarme, creo que no lo resistiré!

̶ Señorita Brenton, ¿y no podría ser que se envenenara ella sin querer? ¡Con tantos medicamentos!

̶ Ningún medicamento contenía aquella sustancia. Ten, sube esta bandeja al comedor, el inspector debe estar a punto de llegar.

̶ Sí, ahora voy.

     Millicent, obediente, la cogió y subió al comedor. Estaban todos sentados, con cara impaciente y nerviosa.

̶ Gracias, Millicent  ̶ contestó Sybil al tiempo que alisaba su pelo color fuego.

̶ ¿Te ocurre algo? ̶ preguntó Emma que la estaba observando.

̶ Oh, no, señora, perdone.

̶ Puedes retirarte ̶  le ordenó.

     La joven se dirigió nuevamente a la cocina y fue en ese preciso momento cuando llamaron a la puerta.

̶ Voy a abrir  ̶ dijo la señorita Cowley ̶  Seguro que es él.

     Era efectivamente el inspector Mcfarlane que iba acompañado nuevamente del joven ayudante O'Neele.

̶ Buenas tardes ̶  dijo la señorita Cowley.

̶ Buenas tardes.

̶ Pasen, por favor.

     Cuando tomaron asiento, el inspector Mcfarlane les comentó ligeramente molesto:

̶ Creo que hay algo que se olvidaron contarme.

̶ El qué  ̶ dijo Virginia extrañada como todos los demás.

̶ El collar de diamantes  ̶ respondió el inspector con seriedad.

     La respuesta dejó perplejos a los presentes. Observó una reacción distinta en cada una de sus caras.

̶ ¡Qué le pasa al collar! ¡Todos sabían que iba a ser mío!  ̶ dijo Emma Drake muy sobresaltada.

̶ Eso es lo que dice usted, pero no lo que pone en el testamento. Hace tres meses que su madre lo cambió. Bueno, más que cambiarlo, hizo uno modificación.

̶ No lo sabíamos ̶ dijo el señor Drake preocupado.

̶ Bueno  ̶ prosiguió el inspector ̶ , pues el collar no sería finalmente para la señora Drake, sino para la señorita Cowley.

̶ ¿Para mí? ̶  respondió extrañada ̶ .  Pero al cabo de unos momentos se le iluminó el rostro diciendo: ¡la sorpresa...!

̶ ¿Qué sorpresa?  ̶ dijo Emma malhumorada.

̶ Tu madre, poco antes de morir, me dijo que me daría una sorpresa maravillosa  ̶ le contestó todavía como ausente.

̶ ¡Y tan maravillosa! ̶ añadió Sybil.

̶ Esto no tiene sentido. Todos sabían que el collar iba a ser mío. No entiendo nada ̶ dijo alterada la señora Drake que cogió otro cigarrillo.

̶ Tranquilízate, cariño  ̶ contestó su marido con fingida paciencia ̶  ¿Podríamos leer el testamento de una vez? Ya va siendo hora con tantas prohibiciones. Lástima que no esté nuestro abogado.

̶ Por supuesto, sabía que me harían esta pregunta. Es lógico. Tenga.

     Y les dio los papeles del testamento que traía en su maletín. La faz del señor Drake cambió y se volvió más blanca que la nieve.

̶ Es verdad  ̶ dijo sentándose de golpe en el sofá  ̶ . El collar es para Elisabeth.

̶ No puede ser ̶  exclamó todavía muy enfadada Emma.

     Y tras una breve pausa, Sybil comentó con una extraña sonrisa:

̶ Bueno, Elisabeth, ¿y qué harás con tanto dinero? Porque supongo que lo venderás, ¿verdad?

     Pero la señorita Cowley todavía no había reaccionado. Como si estuviera flotando en una nube, sólo se limitaba a decir lo mismo: la sorpresa...

̶ Quisiera volver a interrogarles –dijo el inspector – Nadie de ustedes me habló del collar, salvo la señorita Rosalía. Puede que este dato sea la clave de la muerte de la señora Bansfield.

                                                      *    *    *

     Serían aproximadamente las once y media de la noche, cuando todos dormían, que la señorita Cowley se despertó. Demasiado maravilloso, demasiado inimaginable. ¿Qué haría con tanto dinero? ¿Poner un negocio? ¿Invertir? Parecía que una nueva etapa de su vida había empezado, solo que a los sesenta años. ¿Era un sueño o una realidad? ¡Qué feliz estaba; oh, sí, estaba eufórica!
     La señorita Cowley quiso bajar un momento al despacho y se dirigió a la escalinata. Pero cuando iba a descender, alguien la empujó fuertemente.

̶ Debo reconocer que me he equivocado ̶  dijo la señora B decepcionada ̶ . Pues entonces no tengo ni la más remota idea de quién pudo haber sido.

̶ Yo ya tengo mi sospechosa. Creo que ya sé quién la mató ̶  dijo bastante satisfecho el hombre – Y creo también saber quién empujó a la señorita Cowley.

̶ ¿Ah, sí? ̶  exclamó la señora A.

̶ Sí, pero no se lo voy a decir. Lo que sí haré es apuntar el nombre de la asesina en este papel.

     Entonces el hombre sacó una pluma estilográfica y una libreta pequeña del bolsillo de su americana, y anotó el nombre de su sospechosa.

̶ Cuando acabe su relato, se lo entregaré.

̶ Ha tenido una magnífica idea. ¿No piensa usted lo mismo? ̶  preguntó la señora A a la señora B.

–Sí, aunque como le he dicho antes, no sospecho de nadie en particular.

̶ Pues debe darse un poco de prisa ya que estamos llegando casi al final del desenlace ̶  dijo con cierta impaciencia.

̶ Bueno, yo también escribiré un nombre, no quiero ser menos.

     Y así lo hizo.                                                                                            

     A la mañana siguiente llamaron al inspector desde el hospital y se personó rápidamente allí.
̶ ¿Quién la encontró? -preguntó al médico de la familia.
̶ La señorita Brenton.

̶ ¿Y cómo se encuentra?
̶ Aunque parezca mentira, no se ha roto ningún hueso, pero tiene moratones y un fuerte shock. Cogerse de la barandilla le salvó la vida, sin lugar a dudas. Hubo podido matarse.
̶ ¿Está despierta?
̶ No. Ahora duerme.
̶ ¿No ha dicho nada?, ¿no vio a nadie?
̶ No, inspector.
̶ ¿Quién la trajo aquí?
̶ La señorita Sybil, en su coche. Fue quién me avisó. Hace poco que se ha marchado.

̶ Bien  ̶ le dijo seriamente ̶  , pondremos vigilancia. Nadie de la familia Jeffersson y personal de la casa podrá visitarla por el momento.
     Cuando se despidió del doctor y hubo llamado a la policía para que vigilasen la habitación de la señorita Cowley, el inspector avanzó por el largo pasillo que conducía a la salida del hospital. Al encontrarse ya en plena calle se detuvo un momento frotándose el mentón con su mano derecha. Y de su boca salieron dos palabras que creía que eran el centro de todo el caso: el collar.
                                                              

                                                                    *  *  *

     Rosalía Jefferson se despertó en mitad de la noche. El día había sido agotador. “ ̶  La pobre señorita Cowley en el hospital  ̶ se dijo para sí ̶ . Claro que de pobre, nada. Al fin consiguió lo que deseaba. ¡Maldita embustera! Sí, se alegraba del empujón. A la señorita Cowley le estaba bien empleado".
 “ – Otra vez la voz, la voz de mamá  ̶ continuó extrañada la mujer. Claro que esta vez no estaba soñando. Era su voz, sí, la suya. Imposible, no podía ser verdad. Pero la oía, la oía claramente: " Rosalía, acércate"   ̶ dijo uno voz lenta parecida a la de su madre. La mujer se levantó de la cama como extasiada. ̶  "Ven conmigo, ven conmigo". Entonces Rosalía se dirigió al balcón de su habitación. Estaba perpleja pero feliz. Su cara era un cambiar constante de muecas. Iba andando despacio sin darse cuenta de nada. La voz se iba apagando, pero volvió a escucharse con claridad. Rosalía se encontraba en el balcón como hipnotizada, serena, relajada. Se subió a unas escaleritas que habían puesto allí y que llegaban hasta la barandilla. No lo sabía, pero había llegado el momento; su momento final.
     Entonces, serenamente y sin mirar al suelo, dio un paso al frente y se lanzó al vacío.

̶ Pobre Rosalía Jefferson ̶  dijo con un tono un poco fingido la señora A ̶  También la asesinaron.

̶ Todo va encajando, aunque no ha sido precisamente fácil ̶  dijo el hombre.

̶ ¡Qué emocionante, qué emocionante! Así me gusta, que sea rápido en sus deducciones.

̶ La verdad, todo hay que decirlo, cada vez encuentro más interesante este relato. Aunque no me esperaba para nada la muerte de Rosalía ̶  dijo desilusionada la señora B.

̶ ¿Ah, no?

̶ No. Aunque si se trataba de una mujer medio loca o loca del todo... nunca se sabe. Tal vez en un arrebato incontrolado mató a su madre y luego se suicidó.

̶ ¡Una loca, una loca!, ¡Y qué!  ̶ exclamó muy enfadada la señora A ̶  ¡Vaya!, estaríamos buenos si todas las locas fueran asesinas. Además  ̶ añadió ̶  Rosalía Jefferson quería mucho a su madre. No había motivos para que la matase. Creo, señora mía, que sería una investigadora pésima.

     Cada vez la señora B parecía más desconcertada por todo y no sabía qué responder. Se dijo a sí misma. ̶ "Esta mujer no parece tan tonta como había creído y cada vez me parece más inteligente. Y el relato que está narrando es muy interesante, ya lo creo que sí. Estoy impaciente por saber lo que ocurrió en realidad."

̶ Señores ̶  dijo entonces con cierta solemnidad la señora A ̶  están a punto de finalizar los hechos. Escuchen con atención, por favor.

     El inspector Mcfarlane y su ayudante llegaron nuevamente al domicilio de la señora Bansfield tras conocer el deceso de Rosalía Jefferson. Aquella desgraciada e infeliz mujer, de vida tan trágica, había muerto. Parecía un suicidio, pero por otra parte... Había algo raro en este caso, la misma Rosalía se lo había comentado. "¿Qué motivos tenía la pobre mujer para cometer un acto así?, ¿o sabía algo de la muerte de su madre o de la caída de la señorita Cowley... y alguien? Demasiado espantoso. Y dos caídas, dos. La primera pudo ser mortal, la segunda, por desgracia, lo fue."

      La señorita Brenton fue quien abrió la puerta. Estaba abatida por el dolor.
̶ Pasen, por favor. Estamos deshechas. ¡Qué Dios tenga en su Santa Gloria a la señorita Rosalía!
     El inspector pudo ver a Arturo Drake y a su mujer, a Sybil y a Virginia. Había mucha tristeza y consternación por lo que había sucedido.
̶ Por favor, señorita Brenton, Millicent, vengan ustedes también.
̶ ¡Pobre Rosalía!  ̶ dijo Emma Drake.
     Sybil permanecía callada al igual que su hermana Virginia que tenía lágrimas en los ojos.

̶ Lamento profundamente la muerte de la señorita Rosalía ¿Sospechan que pudo haber pasado?
     Nadie contestó. Pero, de repente, alguien afirmó:
̶ Sí.                                                                            

Todos reconocieron la voz de Millicent.

̶ La señorita Rosalía se sentía muy sola y desgraciada  –empezó a decir la joven con seguridad ̶  Creía que una de sus hermanas había asesinado a su madre.
̶ ¿Cómo dices?  ̶ dijo sorprendida Sybil.
̶  ¿Quién? ̶ preguntó Emma.
̶ La Señora Virginia  ̶ sentenció Millicent señalándola con el dedo.
̶ ¿Qué? ̶ dijo esta muy sobresaltada.
̶ Oh, sí  ̶ continuó Millicent tragando saliva ̶ . La señorita Rosalía encontró su pañuelo impregnado con aquel veneno. Quería decírselo al inspector pero estaba tan trastornada por su descubrimiento que no llegó a decírselo.

̶ ¡Pero qué dices! ̶ dijo enfadada Virginia levantándose del sillón ̶ ¿Dónde está este pañuelo? ¿Qué mentiras son estas? No tengo ningún pañuelo que...

̶ Oh, sí, señorita, lo cogí del cuarto de la señorita Rosalía antes de que usted lo encontrara. Ahora se encuentra en mi habitación. Iré a buscarlo inmediatamente.
                                                        

                                                                 *  *   *

 Cuando bajó al cabo de un rato, mostró el pañuelo al inspector. Parecía contenta de haber realizada una buena obra.

̶ Tome, inspector.
̶ ¿Es suyo? ̶  preguntó el inspector mirando a Virginia.
̶ Sí ̶  le respondió asustada ̶  pero no entiendo nada. Yo no he puesto nada en el pañuelo.
̶ ¡Miente! ̶ exclamó Millicent  ̶ ¡Ha sido ella, ha sido ella! La señorita Rosalía lo sospechaba.
     Y de repente, el inspector Mcfarlane vio la luz.
̶ Acompáñeme a la comisaría, señora Russell.

̶ ¿Falta mucho para el final? ̶  preguntó con interés el hombre pues ya faltaba poco para llegar a Londres.

̶ ¿Le ha parecido largo? ̶ contestó algo preocupada y mirándole con atención.

̶ No, no. El tiempo necesario para no aburrir.

     La señora A le sonrió satisfecha por aquellas palabras y continuó la parte final de su relato.

    Al día siguiente, hacia la una de la tarde, el inspector y O'Neele volvieron nuevamente al domicilio de la señora Bansfield. Los allí reunidos se encontraban en el gran salón porque el inspector quería explicarles la verdad de todo lo ocurrido. Estaban todos: Emma Drake, su marido, Sybil, la señorita Brenton, Millicent y también la señorita Cowley que había llegado hacía un momento, ya restablecida, con dos policías del departamento.

 –Me encuentro aquí para exponer el caso del asesinato de la señora Bansfield, el intento de asesinato de la señorita Cowley y la muerte de Rosalía Jefferson. Todos los hechos están muy unidos, como podrán escuchar ̶  empezó a decir el inspector que miró a todos los presentes y empezó su larga exposición de los hechos.                           

̶ Creo que la señorita Rosalía sospechaba que Elisabeth Cowley había asesinado a su madre. El motivo de esta sospecha lo ignoro. Le tenía realmente una gran antipatía, según me contó, y creía que había sido ella. Y para vengarse la empujó fuertemente por la escalera. Pero Rosalía no tenía pruebas de que la matara, sólo suposiciones. Y cuando encontró el pañuelo de Virginia, se desesperó, pues creo, sin ánimos de ofender a nadie, que era a quien quería más de su familia. No, no podía ser que Virginia hubiera sido la asesina, aunque así lo creyó. Presa de los remordimientos, se suicidó. Pero yo pensé que qué motivos tenía la señora Russell para matar a su madre. No encontré ninguno. No tenía sentido. Y esta teoría no me satisfacía.

     El inspector calló para continuar lentamente.

̶ Y luego pensé en otra  ̶ y ladeó la cabeza hasta mirar a O'Neel ̶ Debo decirles que la persona que nos ayudó fue la propia Rosalía.

̶ ¿Rosalía? ̶ dijo Sybil.

̶ ¡Pero si está muerta!  ̶ exclamó Arturo Drake.

̶ Sí, está muerta, desgraciadamente. Pero... ¿no sabían ustedes que escribía... un diario?

     Hubo un silencio general.

̶ No sabíamos que tuviera un diario ̶ comentó Emma.

̶ En realidad creo que algunos de ustedes sabían muy poco o nada de ella.

     El inspector continuó mirando a todos de una forma inquisitiva:

̶ Este diario  ̶ y lo sacó de su maletín ̶  contiene la verdad. No la verdad literal, claro. Ella puso todas las piezas del puzle y yo lo he compuesto, podríamos decir. Expliquemos los hechos: La señora Bansfield muere de repente. Todo el mundo cree, como es natural, que su muerte es debida a su recaída. Pero un extraño olor hace sospechar al doctor lo contrario. Murió envenenada con cloral. Eso fue lo primero que me sorprendió, pues el cloral desprende un olor muy fuerte. Entonces me pregunté quién pudo matarla.

Vayamos por partes: ¿Qué motivos tiene la señora Drake para cometer el asesinato? Aparentemente ninguno. Sin embargo, Rosalía me dijo que una noche escuchó gritos en la habitación de su madre. Este incidente, lo apuntó en su diario. Por otra parte, Emma, por su constitución física, también pudo intentar matar a la señorita Cowley. Pero es inteligente y era muy estúpido por su parte hacerlo pues se delataría inmediatamente. La señora Drake quería mucho a su madre y también quería a su hermana, pues en el fondo le daba lástima. Así que deduje que no podía haber cometido el asesinato de su madre, ni el de su hermana, ni provocar el accidente de la señorita Cowley. Creo que la señora Drake es inocente.

̶ Gracias a Dios ̶  dijo esta abatida ̶  Pero inspector, ¿qué pasa con nuestra hermana Virginia? ¿Ha sido ella? Díganos algo, por favor.

̶ Todo a su tiempo ̶  se limitó a decir para luego continuar.

̶ Hablemos ahora de la señorita Sybil Jefferson. Tampoco tenía ningún motivo para matar a nadie. Vivía independientemente, ganaba un buen sueldo y venía a menudo aquí. Aunque por su carácter, bastante seco y un poco cínico, podría pensarse que fuera una asesina, no lo era. Tenía sus diferencias con su madre, pero la quería. El collar de diamantes creo que no le importaba. Por lo que he podido ver, no lleva ninguna joya. Quería a la señorita Cowley y a su pobre hermana. Tampoco encontré pruebas para convertirla en una asesina y sicológicamente tampoco podía ser.

     El inspector se fijó entonces en la anciana señorita Brenton:

̶ En cuánto a usted, señorita Brenton, no creo que matara a su ama, pero cuando alguien empujó a la señorita Cowley, sospeché de usted. Lo del collar seguro que le dolió, pues hace muchísimos años que permanece en esta casa ¿verdad?

̶ Cincuenta y dos años, señor inspector  ̶ le contestó ̶ . Y es verdad, el detalle del collar no me gustó.

̶ Además fue la primera en encontrarla  –prosiguió el inspector– ¿Qué hacía a esas horas? Me contestó que se dirigía al servicio. Su habitación está al lado de la de la señorita Cowley. Fue una casualidad cuando la vio en el suelo, escaleras abajo. Y se asustó mucho como es natural. Aunque celosa, no es ninguna asesina. No, ella no atentó contra la señorita Cowley. Y quería mucho a la desgraciada Rosalía, por no decir a la señora Bansfield. Así que tampoco es la persona que estamos buscando.

     El inspector calló unos momentos para continuar con su voz grave y habla pausada.

̶ Todas estas deducciones han sido lógicas y sicológicas. En el fondo casi estamos como al principio, pues todas podían haberlo hecho debido a los horarios, a excepción del señor Drake que vio a su suegra a las doce y media, antes de que la señorita Brenton le sirviera el consomé, y ya no volvió a subir. Si seguimos los horarios, el señor Drake, al salir de la habitación de su suegra, se encontró con su mujer que iba a ver a su madre. La señora Drake habló con ella y al cabo de unos momentos entró la señorita Brenton con el consomé. Las dos pudieron echar cloral en un momento de distracción de la otra. Lo mismo que la señorita Sybil y la señora Russell. Imaginemos que en el consomé no había dicha sustancia. Al entrar, las dos bien pudieron ponerlo en la taza. Incluso la pobre Rosalía. Todas hubieran podido hacerlo. Por otra parte, la señorita Cowley tenía su día libre al igual que Millicent. Y luego me pregunté algo que me parecía imposible. ¿En realidad se fueron las dos señoritas? La señorita Cowley no comió en casa de su hermana. Eso me dijo cuándo la interrogué en comisaría. Comió finalmente en un restaurante (los camareros la recuerdan perfectamente) pero pasó su tarde libre paseando. Ella tenía las llaves de la casa y pudo entrar por la puerta principal en el momento en que todos comían, subir a la habitación de la anciana y...

̶ ¡No sospechará usted de mí!, ¿verdad? ̶  exclamó asustada la señorita Cowley.  

El inspector Mcfarlane no le contestó.

̶ Y por último Millicent, que me contó en comisaría que también tuvo el día libre y que por la tarde quiso ir a casa de un amigo, sin encontrarlo. Y que por ese motivo también paseó por Londres, como la señorita Cowley. ¿Pero saben? hay algo que no encaja en este asunto. ¿Cuánto tiempo hace que entró a trabajar en esta casa, señorita?

̶ Hace dos años  ̶ respondió la joven con tranquilidad  ̶ . Vengo sólo por las mañanas todos los días exceptuando el domingo que es mi día libre.

̶ Entiendo  ̶ dijo el inspector ̶  , pero hay algo que me parece raro.

̶ ¿Raro?

̶ Sí. Todo el mundo habla muy bien de usted. Es muy joven, señorita, ¿acaso veinte, veintiún años? La señorita Brenton estaba muy contenta. Me dijo lo estúpidas que habían sido las anteriores candidatas y que haberla encontrado fue una gran suerte... para todas.

     El inspector miraba seriamente a la joven.

 –La señora Brenton la aprecia mucho, la señora Bansfield también. Rosalía, en su diario, ponía lo contenta que estaba su madre por leer tan bien sus novelas preferidas y por la compañía que le hacía. Con Rosalía también, por supuesto. A la señora Russell le parecía una jovencita encantadora y a la señorita Sybil, una chica muy eficaz y una joven muy inteligente. ¿Y usted, señor Drake, qué piensa?

     Al señor Drake aquella pregunta le vino por sorpresa.

̶ ¿A mí? ̶ exclamó extrañado ̶ . ¿Qué quiere decir?

̶ Que usted la conocía  ̶ dijo el inspector con naturalidad.

̶ Sí, claro. Vino aquí un día que estaba con mi mujer y a los dos nos pareció muy buena.

̶ ¿Venía con referencias?

̶ Sí. Había servido muy brevemente en casa de los señores Lancaster, unos conocidos míos, pero estos cambiaron de ciudad. Ella misma nos lo contó.

̶ Sí, sí  ̶ dijo el inspector ̶  , pera yo me refiero a ... antes

̶ ¡Cómo que antes! – se extrañó y molestó.

̶ Sí, sí, señor Drake ̶  continuó el inspector con un tono bastante paternal ̶  Recuerde que una vez fue al teatro con su mujer. Millicent actuaba en un papel pequeñito y usted se enamoró de ella. Era hermosa... y tan joven. Después fue otra vez a ver las representaciones, cuando su trabajo se lo permitía, claro; pero a solas. Se le presentó un día al acabar la función, ¿verdad, señorita Ellie Burton?

̶ Eso es mentira ̶  dijo Millicent sorprendida y enojada.

̶ En realidad, Millicent es una actriz  ̶ prosiguió el inspector  ̶ . Trabaja por las mañanas con ustedes y por las tardes en el teatro. Empecé a sospechar de ella, pues no me imaginaba cómo una chica tan inteligente y ambiciosa trabajase como criada. No podía creérmelo. Pero centrémonos otra vez en el encuentro entre bastidores. La señorita Burton acepta las invitaciones galantes del señor Drake y luego se hacen amantes. Pero cuando el señor Drake le dice que el negocio no va muy bien, lo sé porque Rosalía me lo dijo y yo lo he confirmado, ella intenta dejarlo. Supongo entonces que usted, señor Drake, le diría que había una posible solución; el collar de diamantes, que podrían venderlo a medio o largo plazo.

El inspector continuó, centrando sus miradas en el señor Drake y en Millicent.

 –Usted entraría como criada con referencias, falsas, naturalmente, pues los señores Lancaster no han existido nunca. Y al morir su suegra, señor Drake, el collar lo heredaría su mujer, y al morir esta... sería suyo ... y de Millicent. Querían que las sospechas apuntasen a su mujer y lo del testamento les ayudó. De todas formas, era un poco irrisorio pensar en Emma como asesina. Fue usted quien empujó a la señorita Cowley, señor Drake. Escuchó los pasos de la señorita Cowley por el pasillo y no se lo pensó dos veces. Sabía que se despertaba con facilidad. También había el peligro de que su mujer se despertara, aunque lo más seguro es que la sedase.

 –Señor Mcfarlane, ¿podría decirnos quién mató a nuestra madre? ̶  preguntó Sybil Jefferson.

̶ Millicent, naturalmente.

̶ ¡Pero si no estaba en casa!

̶ No, no lo estaba. Según ella paseó durante todo el día. Pero seguro que fue a su domicilio para cambiarse de ropa y se dirigió otra vez aquí. Fue muy fácil. Subió por la ventana del despacho donde se encontraba el señor Drake. La habitación de su madre se halla encima. Supongo que el señor Drake le diría que todas ustedes estaban en el comedor. La asesinó entre la una y cuarto y las dos menos cuarto. Yo sospecho que hacia la una y cuarto, después de que la señora Brenton se marchara con la bandeja y poco después de que la señora Drake abandonara la habitación. La acción del veneno tardó, aproximadamente, dos horas, según el forense.

     El inspector hizo una breve pausa y añadió con énfasis:

̶ El señor Drake y Millicent querían que todas las sospechas apuntasen a la señora Drake.

̶ ¡Absurdo, falso! ¿Está usted loco?  ̶ exclamó el señor Drake muy ofendido.

̶ No, es la verdad.

̶ ¿Y si alguna de nosotras hubiera subido en aquel intervalo de tiempo? La hubiéramos visto  ̶ dijo Sybil.

̶ El señor Drake lo hubiera impedido de una manera u otra. Como ven, el despacho se halla en frente del salón comedor. También había el problema de que alguien del exterior la viese, pero la pared exterior queda muy oculta y nadie la hubiera podido ver. Millicent, aunque delgada, es ágil y fuerte. Subió por la gran y resistente enredadera que unía los dos pisos y luego abrió la ventana de la habitación de la señora Bansfield. Echó cloral en el consomé. Sabía que podría estar durmiendo, pues el señor Drake así se lo dijo, y luego volvió a bajar para marcharse rápidamente a su casa. Le bastaron menos de cinco minutos.

̶ ¡Todo lo que está diciendo no es verdad! ̶ gritó Millicent.

̶ Cállese y escuche  ̶ ordenó el inspector ̶ . Sí, todo eso es verdad. Su mente, inteligente y enfermiza, ha hecho demasiado daño. Creo que hubiera podido planear todo esto usted sola, sin necesidad de nadie  ̶ continuó el inspector con expresión desagradable ̶ . Y ahora pasemos a la muerte de la pobre Rosalía Jefferson. Millicent y Rosalía se hicieron amigas. A Millicent le interesaba que alguien de la casa pudiera informarle de lo que pasaba o pudiera pasar en ella. Lo del pañuelo de la señora Russell también fue una macabra idea suya, pues a la señora Russell se le cayó el pañuelo cuando fue a ver a su madre, y Millicent aprovechó para echar unas gotas de cloral. La pobre Rosalía creyó que su hermana había matado a su madre. ¿Por qué hizo eso? Muy sencillo, quería desembarazarse también de Rosalía cuando esta le habló de su diario y de lo bien que hablaba de ella. El nombre de la joven aparecía mucho y lo que es peor, en situaciones comprometidas. Y firmó su sentencia de muerte.

     El inspector hizo una pequeña pausa y continuó:

̶ ¿Quieren que les lea un fragmento?

     Entonces el inspector abrió su cartera de la que cogió el esperado diario de Rosalía, y se dispuso a leer unos fragmentos:  ̶ Empezaré: "Millicent es un ángel para mí. Nos contamos muchas cosas; yo de mi familia y ella de la suya. Me hace mucha compañía. Quiso saber para quién sería el collar de diamantes del que le hablé y me dijo que yo era la persona más indicada, que Emma era muy ambiciosa y que nunca tenía suficiente". Ahora otra mucho más interesante, prosiguió el inspector leyendo la página siguiente:  'Millicent me preguntó si heredaría mucho dinero al fallecer mi madre, yo le dije que seguramentey me contestó que tenía todo el derecho del mundo a recibirlo. Que era una hija muy afectuosa con su madre, mucho más que sus hermanas. ¿No es encantadora?"

̶ ¡Basta!  ̶ gritó Millicent como loca.

̶ Aquello la asustó, la asustó muchísimo. Luego quiso buscar el diario, pero no lo encontró. No se encontraba en su habitación. De hecho, no se encontraba en esta casa, sino en el despacho de la biblioteca donde trabajaba.

̶ ¡Pero es un monstruo!  ̶ exclamó la señorita Cowley que no había dicho nada hasta entonces.

̶ Sí. Millicent es una peligrosa asesina y sin embargo por su aspecto nadie lo diría. Tengo que decirles que en el despacho se hallan varias personas. Mi amigo el inspector Brian, unos policías, la señora Russell, que ya sabe la verdad y un joven actor que trabaja con Millicent en la obra de teatro que están representando titulada "Una asesina inesperada", título también muy sugerente y profético. 

    Y de pronto, la joven estalló. Su voz era potente y clara:
̶ Bueno, ya saben la verdad. Felicidades, inspector, es usted muy inteligente   ̶ dijo en un tono burlesco –  Sí, yo maté a la señora Bansfield y a Rosalía. La muy estúpida se tiró por el balcón cuando imité la voz … de su queridísima madre.
̶ Qué lástima, señor Drake ̶  dijo a continuación el inspector ̶  pero usted no sabía que salía con otro hombre mucho más joven y atractivo, el actor con el que trabajaba en la obra de teatro. Salía con los dos a la vez.

     Entonces calló durante unos segundos para continuar mirándolo con pena y rabia a la vez: 

̶ ¿No sabe que lo más seguro es que, de tener el collar de diamantes, también lo matara a usted?
̶ ¡Imposible! Ellie, dime que no es verdad.
̶ ¡Cállate, imbécil! ¿Querías acaso permanecer siempre conmigo? ¡Viejo asqueroso!
̶ Eres...  ̶ dijo enrojecido y fuera de sí el señor Drake, abalanzándose sobre ella.
     Pero el inspector fue más rápido que él y lo frenó.
̶ Inspector Brian, ya pueden ustedes venir.

  *   *   *


     Cuando la policía se llevó a Millicent y a Arturo Drake, las hermanas Jefferson se dirigieron hacia Emma, al igual que la señorita Cowley y la señorita Brenton. Emma estaba inmóvil en el sofá y dijo como ausente:
̶ Sabía que ocurría algo porque Arturo no era el mismo… La empresa donde trabajaba no iba bien… y tardaba mucho en regresar a casa, aunque nunca sospeché de ninguna mujer. Mi madre… se dio cuenta en seguida. Poco antes de la tragedia tuvimos una discusión… Acusó a Arturo de hacerme desgraciada, me dijo lo antipático y falso que le había resultado siempre… Yo me indigné y le contesté que no se metiera en mi vida privada… y luego me dijo algo que recordaré siempre:" Te quiero mucho Emma, no lo olvides"... Aquello me extrañó. Supongo que se referiría a lo del collar.
     Elisabetlh Cowley la miraba con tristeza y le dijo con cierta impulsividad.
̶ Te lo doy, Emma.
̶ Oh, qué buena eres conmigo Elisabeth, pero no, te pertenece. Mamá así lo quiso. Mi vida ha terminado y la tuya ha comenzado.
̶ No digas esto. Heredarás una gran fortuna de tu madre.

̶ Sí. Pero he perdido a mi marido.
     En eso la señorita Cowley no pudo consolarla.                                                      

      Al cabo de unos minutos, el inspector y su ayudante se dirigieron al hall y se despidieron de la señorita Brenton.

̶ Pienso quedarme aquí, con las niñas. Pasaremos una buena temporada aquí juntas. Las conozco bien. En cuanto a tener a alguna ayudante, no se preocupe. Tengo una sobrina nieta que quiere trabajar en Londres. Hablé de ello con la señora Virginia hace algún tiempo.
     Cuando iba a abrir la puerta, se acercó precisamente la señora Virginia Russell.
̶ Adiós, inspector, y gracias por todo. La vida será muy diferente de ahora en adelante. Pobre mamá y pobre Rosalía. Siempre las recordaremos.

     La última en aparecer fue la señorita Cowley.

̶ ¿Y usted que hará, señorita Cowley?

̶ Me quedaré aquí, al menos por un tiempo. Todavía no sé lo que voy hacer. Tengo que pensármelo bien. De momento, aquí, juntas y unidas.
̶ Les deseo todo lo mejor ̶  concluyó lentamente después de estrecharles la mano.

     El inspector salió satisfecho del domicilio de la señora Bansfield. Había resuelto un caso difícil e importante en su lucha contra el mal.

̶ Y aquí terminan los hechos  ̶ dijo finalmente la señora A dando un fuerte suspiro. Había acabado su extensa narración con la misma frescura que al principio. ̶ ¿Qué les ha parecido?

̶ Interesante ̶  respondió el hombre.

̶ Yo pienso lo mismo ̶ contestó la mujer.

̶ Oh, es magnífico, magnífico ̶ exclamó con alegría. Y de forma inesperada sacó una libreta de su maleta, en la que apuntó unas observaciones. Mientras escribía alargó su mano izquierda al tiempo que les decía: – ¿Me darán los papelitos, por favor?

     Y así lo hicieron.

     Cuando leyó y apuntó lo que había escrito el hombre, puso cara de sobresalto y de satisfacción al mismo tiempo. En el papelito de la señora B, en cambio, puso cara de burla, casi se echó a reír. Luego volvió a poner la libreta en la maleta. Pero no acabaron ahí las cosas.

     La señora A se quitó una peluca que había llevado durante el largo trayecto pudiéndosele ver ahora una negra cabellera que le caía casi hasta los hombros. También se quitó parte de la nariz que la alargaba y afeaba, así como el rojo de sus labios con un papel humedecido. Luego se los volvió a pintar hasta el borde con una barra de labios de color rosa, viéndose a través de un espejito que había sacado de uno de sus bolsillos. Ahora se le podía ver una boca grande y unos dientes tan blancos como el marfil. También arregló su cabello con un pequeño cepillo que había sacado de la maleta. Ahora parecía otra mujer, una hermosa mujer. Seguidamente cogió el abrigo, la peluca, la nariz postiza, la barra de labios, el cepillo y el espejito que fueron directos a la maleta. Posteriormente la cerró.

     Después de todos los cambios sufridos, se fijó en ellos y les preguntó con una voz bastante grave, a diferencia de la aguda que habían escuchado antes.

̶ ¿Y bien? ̶  dijo con orgullo.

̶ ¿Qué quiere decir? ̶  preguntó la señora B muy sorprendida y confundida por todo.

̶ ¿No me reconoce usted?

̶ No.

     Aquel monosílabo disgustó profundamente a la señora A.

̶ Yo sé quién es ̶  dijo en cambio el hombre gratamente sorprendido.

̶ ¿Ah, sí?

̶ Sí. Es Gladys Avington-French, la actriz. La actriz... de los cien rostros.

̶ ¿Qué? – exclamó incrédula la señora B.

     La señora Avingtom-French, famosa actriz poseedora de una gran memoria, personalidad, carisma y habilidad para transformarse en muchos y recordados personajes teatrales, miró al hombre con gratitud y le contestó como extasiada.

̶ Me gusta que mi público me reconozca. Es una sensación maravillosa, maravillosa. La gente gritando mi nombre como enloquecida. Ser famosa es algo realmente fascinante. La forma en que te miran y te hablan es una sensación única y privilegiada. También tienes la suerte de conocer a mucha gente importante. Y eso no me ocurre sólo en Inglaterra, no; sino en Europa, en los Estados Unidos, en el Canadá; en fin, en el mundo entero.

     En aquel momento el tren iba frenando. Se encontraba a pocos metros de la estación Victoria.

̶ La narración que nos ha explicado me ha parecido muy interesante ̶ dijo ahora la señora B bastante fascinada por haber conocido a una celebridad  ̶ ¿Cuándo ocurrió?

̶ No ha ocurrido, querida, no ha ocurrido ̶ dijo enfadada.

̶ ¿Qué quiere decir?

̶ Oh, qué tonta es usted  ̶ dijo entonces de forma brusca ̶. Todavía no se ha dado cuenta de nada. Tanto leer Foole, Boole o lo que sea y no está enterada de la sensación del momento, del próximo estreno cinematográfico en Londres, del gran acontecimiento de 1960. Todo lo que he narrado es el guion de esta película... de mi película  ̶ recalcó con énfasis ̶  que se llamará así: "Siete sospechosas y un relato". He podido analizar sus caras durante la explicación de los hechos, he apuntado el nombre de sus sospechosas en mi libreta. De vez en cuando hago esto en el tren. Soy actriz y me gusta hacerlo. Realmente hay que tener agallas. Y me disfrazo de tantas maneras distintas que es difícil adivinar quién soy. Y voy comprobando si el guion de mi película puede gustar o no y si se puede descubrir al culpable con facilidad.

̶ ¿Cuál es el personaje que creen más sospechoso?  ̶ dijo seriamente el hombre pero en el fondo divirtiéndose.

̶ He hecho unas diez actuaciones en el tren ̶  contestó la mujer ensimismada en sus pensamientos y no contestando a la pregunta-. Pensarán que soy una excéntrica y es que lo soy. Debo asegurarme de que todo funcione bien, de que el público no se aburra y de que esté atento en sus butacas y no empiece a mirar el techo.

̶ ¿Y lo ha conseguido?

̶ Debo decirle que sí.

̶ ¿Quién lo escribió? ̶  volvió a preguntar la señora B.

̶ ¿Pero quién va a ser? ̶ exclamó disgustada ̶  ¿Después de todo todavía me lo pregunta? Lo escribí yo, querida; yo, de mi puño y letra. Tres meses y cuatro días para ser más exacta, casi como una condena. Qué difícil es escribir. Por suerte la dirigirá y producirá mi marido. Esto...  ̶  la actriz pareció titubear por unos momentos ̶  Perdone, caballero, ¿verdad que antes me ha dicho quiénes parecían las más sospechosas? Durante mis explicaciones en el tren casi todo el mundo decía lo mismo.

̶ Me lo imagino ̶  dijo el hombre.

̶ Lo sé de memoria aunque solamente le diré las tres primeras. En primer lugar, aparece la enigmática señorita Cowley, después la celosa señorita Brenton y, por último, la señora Virginia Russell. Nadie ha sospechado de Millicent, salvo usted. Debe ser muy inteligente, observador e intuitivo, señor. La verdad es que me siento satisfecha pues la gente no sospechará nunca de ella. Será un final inesperado.

     El tren estaba a punto de detenerse y podían oírse unas voces, principalmente femeninas, que resonaban al unísono, fuertemente, histéricas.

̶ ¡Gladys! ¡Gladys! ¡Gladys!

̶ Es mi público ̶  dijo cómo en éxtasis ̶  mi amado público... Por cierto  ̶ dijo de pronto cuando se levantó del asiento ̶  antes de marcharme querría saber sus nombres, por favor. Han tenido la molestia en escucharme.

̶ Mi nombre es Eduardo.

̶ El mío, Elisabeth.

̶ No lea tanto el álgebra de Boole  ̶ le reprendió como si fuera una severa maestra ̶  seguro que ya debe sabérselo de memoria. ¡Y viva más el presente, mujer! El señor Boole falleció hace muchísimo tiempo y yo estoy viva. Y soy otra celebridad.

̶ ¿Qué papel interpretará, señora Avington-Frech?- preguntó el hombre con curiosidad.

̶ Todavía no lo sé. Quizá el de la señorita Cowley o tal vez el de Emma Drake. Claro que todos mis amigos dicen que debería interpretar a Rosalía, el personaje más complejo, sin lugar a dudas. Usted podría interpretar muy bien el papel del inspector Mcfarlane, ahora que lo pienso, aunque sea más atractivo. En cambio, usted, señora... ¿o señorita?

̶ Señorita.

     La señora Avington-French la miró de arriba a abajo y denegó con la cabeza, pensando: "Pobre desgraciada".

̶ Usted no debería salir en mi película ¡Es tan inexpresiva! Claro que si se empeña podría representar un solo papel.

̶ ¿Ah, sí? ¿Cuál?

̶ El de muerta, querida. El de Leticia Bansfield.

     La señora B no supo qué responderle.

     El tren ya se había detenido en la estación londinense y en el andén había una multitud de gente que esperaba a la diva.

̶ Bien, ya me voy, no debo hacer esperar a mi público. Ha sido un placer conocerlos. Adiós y buenas noches ̶  les dijo con una amplia sonrisa.

     Entonces, un hombre de unos cincuenta años y de aspecto recio y bien vestido entró en el vagón y la besó. Luego cogió su maleta. Salieron de allí al tiempo que la muchedumbre repetía su nombre sin cesar y gritaba como enloquecida. Ella firmó varios autógrafos. Posteriormente entraron en un lujoso Royce-Rolls blanco que los estaba esperando. Al cabo de unos segundos, arrancó despacio para perderse entre la gran multitud.

     El distinguido hombre y la seria mujer también se encontraban ya en el andén.

̶ Nunca me hubiera imaginado que podría conocer a la señora Avington-French ̶  dijo la mujer que todavía no se había hecho a la idea.

̶ ¿Qué le ha parecido?

̶ Una gran actriz, sin lugar a dudas y muy temperamental. Ha interpretado muy bien el guion que ha escrito.

̶ Yo opino lo mismo... Por cierto, ¿podría saber qué nombre puso en su papel, si no es ninguna molestia?

̶ No se lo va a creer pero en realidad puse dos – dijo la mujer suspirando – Mis sospechosas fueron Rosalía Jefferson y su hermana Sybil. Todavía no sé por qué puse este último, quizá porque parecía la menos afectada. De todas formas, era muy difícil encontrar a la culpable. ¿Y qué me dice del señor Drake? Lo que hay que oír. Sin lugar a dudas es un final muy inesperado. En fin …

     La mujer estrechó la mano al hombre y se despidió de él.

̶ Mucho gusto, señor... perdóneme, la verdad es que no recuerdo su nombre.

̶ Me llamo Eduardo, Eduardo Carmichael y soy inspector de Scotland Yard.

̶ ¿Qué?  ̶ exclamó muy sorprendida pues sabía de quién se trataba.

     El inspector le enseñó su placa de identificación.

-No puedo creérmelo. He conocido a dos celebridades en una tarde.

̶ La vida está llena de sorpresas, señorita.

     Y el inspector finalizó con estas palabras.

̶ Quién sabe lo que puede ocurrir mañana.

 

                                                                

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                               LA MUERTE DE LA SEÑORA PARMINTER

    La carta que iba dirigida al inspector Carmichael fue recibida una fría mañana del mes de marzo. Anita, su joven criada, la recibió de Ben, el cartero. En seguida la entregó al inspector que se encontraba en su despacho revisando unos papeles que debía clasificar. Anita le comentó con una voz casi apagada:

̶ Carta para usted, señor.

̶ Gracias, Anita  ̶ respondió cogiéndola.

     La verdad es que no sabía quién se la enviaba pues no tenía remitente. La abrió en seguida. No podía imaginar lo que había escrito.

"Marzo de 1961:

     Apreciado Inspector Carmichael... comienzan así las cartas ¿verdad? Usted no me conoce, pero yo sí. Sé que es un buen inspector, uno de los mejores. Un conocido mío es policía y así me lo comentó.

     Mi nombre es Scott Gale y supongo que no le dirá nada mi nombre, pero antes de que rompa esta carta debo decirle que no lo haga, pues en ella hay la solución de la muerte de mi primera esposa hará más de veinte años. Se pensó en un suicidio, pero la maté yo... Sólo ahora que estoy enfermo de muerte, necesito escribir esta confesión. Supongo que el buen Dios me perdonará, ¿pues no perdona a quién se arrepiente con profunda sinceridad? Y yo me arrepiento de lo que hice cada día de mi vida.

     No intente averiguar dónde estoy porque será inútil. En realidad, cuando le llegue mi carta yo ya estaré muerto. Extraño, ¿no? Puede ver mi esquela en el Times, si no me cree, una esquela bien redactada, por cierto; la escribí yo personalmente.

     Ordené a mi actual esposa que le enviara mi carta cuando yo muriera. Debe perdonarme, inspector, pero hice averiguaciones y pronto supe su dirección. El motivo de mi carta es demostrar que fui el causante de la muerte de mi mujer, aunque a veces no esté seguro. ¿Asesinato? Quizás. Todavía no lo sé, nunca lo supe con certeza. Es extraño, ¿verdad? O se está seguro de un asesinato o no. Pero en mi caso, no puedo estarlo.

     Mi historia comienza a principios de los años treinta. Yo era el mayor de cinco hermanos de una familia muy humilde. Mis padres tuvieron que trabajar duramente para sacar a la familia adelante. Por si las desgracias fueran pocas, uno de mis hermanos enfermó de polio y quedó paralítico. Como mi madre no podía dejar su empleo, vino a vivir con nosotros mi abuela para cuidarlo. Ya se lo puede imaginar usted, ocho personas viviendo en una modesta casa con dos sueldos insuficientes.

     Las cosas fueron de mal en peor. Mi padre se puso enfermo y murió al cabo de muy poco. Aquello fue terrible, inspector, terrible; quedamos destrozados. Mi vida cambió, entonces, ya que como hermano mayor tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar inmediatamente.

     El único consuelo que tenía era mi novia. Se trataba de la chica más guapa y dulce que se pueda imaginar. Vivíamos en el mismo barrio y nos enamoramos la primera vez que nos vimos. Conocía a sus padres y a su familia y todos eran muy agradables. El único problema de nuestra relación era nuestra pobreza y un futuro incierto que veíamos muy negro cada vez que pensábamos en casarnos. Dada nuestra situación, era impensable y desgraciadamente improbable. Los dos sólo contábamos veinte años.

     Gracias a la recomendación de unos amigos de mi madre, fui a trabajar de botones y chico de los encargos en las oficinas de una importante empresa de tejidos. Para mí fue muy importante conseguir aquel empleo, pues me encontraba muy a gusto, la gente era muy simpática y ganaba un dinero que al pasar los años fue en aumento.

      Sucedió al cabo de un año, todavía lo recuerdo perfectamente. Entré en el ascensor de las oficinas y me dirigía al cuarto piso, cuando entró una joven muy hermosa, un poco rolliza, de piel morena y pelo negro. Me sonrió con amabilidad. Por la forma de vestir y arreglarse, deduje que era rica. En realidad, allí iba mucha gente de condición social elevada. Cuando nos encontramos los dos solos en el ascensor, este se atascó inesperadamente y quedamos atrapados entre el segundo y tercer piso. Yo mantuve la calma pero ella se puso nerviosa, un poco histérica. La tranquilicé diciendo que aquello pasaría en seguida. Sin saber cómo, la rodeé con mis brazos y entonces se sintió más tranquila. Empezamos a hablar. Era hija de un importante hombre de negocios, una joven un poco mayor que yo, tres años, pero en aquellos momentos no lo parecía, sino todo lo contrario; una jovencita asustada y medio llorosa que sólo pensaba en salir del ascensor en cuanto pudiera. Lógicamente al final pudimos salir de allí. Ella se mostró tan amable conmigo que me dijo, suplicando, que fuera a su domicilio al día siguiente. Yo no quería pero su insistencia fue tan grande que acepté. Me dijo que se llamaba Eve Parminter y me dio la tarjeta de su casa.

    No me imaginaba cómo podía haber gente tan pobre y gente tan rica. La casa en que vivía la joven, en el elegante barrio de Mayfair, parecía de ensueño. Aunque me había puesto mi mejor traje (en realidad el único que tenía para una ocasión así) me sentía incómodo ante aquella casa tan lujosa. Al cabo de unos segundos, me acerqué a la puerta principal y apreté el timbre. Casi al instante, apareció un mayordomo alto y corpulento. Pregunté por ella y el hombre me llevó hasta una extensa terraza donde se encontraba la joven junto a su madre. No era tan guapa como su hija y me pareció algo distante. Iba elegantemente vestida y llevaba muchas joyas. Me extrañó que mi presencia la hubiera obligado a arreglarse de aquella manera, pero estaba equivocado ya que esperaba a su hermana. Los tres hablamos unos momentos. Eve le explicó que fui muy valiente y cariñoso con ella. La mujer ni se inmutó, era evidente que ya lo sabía o que le daba igual. Pero lo que me dijo la señora, que en realidad fue casi lo único pues era parca en palabras, era que su marido necesitaba un chico de confianza en su despacho.          

     Yo no supe qué contestarle. Sólo las palabras de Eve me animaron. Recibiría el doble de sueldo que en la oficina. Lo estuve pensando y al final acepté.

     El padre de Eve era muy rico y propietario de una industria dedicada a la madera. Yo estaba en el despacho haciendo las funciones de chico de los encargos, pero también debía clasificar documentos, revisar cuentas y otras funciones. Yo estaba contento, el padre de Eve también. Ganaba un buen sueldo, parte de la cual se lo entregaba mi familia. Casi no me lo podía creer. ¡Qué bien que me iban las cosas! Aquel año terminó de forma satisfactoria.

     Aunque en realidad no del todo, señor Carmichael. La relación con mi novia cambió. La amaba, pero yo también amaba la riqueza. Podría pensar que hubiera podido casarme con ella, pero está equivocado. Lo que desconoce es que Eve se había enamorado de mí y a mí no me desagradaba, aunque no estuviera enamorado. Encontraba magnífico aquel ambiente tan lujoso, con aquella casa tan grande con piscina, pista de tenis, mayordomo, criadas, un coche lujoso, viajes, etc… Mi mente estaba demasiada absorta por aquel mundo de riqueza. Odiaba la pobreza cada vez que veía a mi novia e iba a su casa. Los fantasmas del hambre aparecían en mi mente y aquello me era insoportable. Además mi sueldo todavía no era lo suficientemente elevado para formar una familia. No sabía si podría ascender de categoría y ganar más dinero. Sea por lo que sea, la relación con mi novia cambió y, aunque la deseara, no quería verla. Cada vez iba más a casa de Eve. Ella me invitaba a fiestas y a nadar en la piscina. Se mostraba muy amable conmigo, cariñosa. Me dijo que me encontraba muy simpático, divertido y guapo. Al cabo de seis meses nos prometimos y después del invierno nos casamos. Ahora, con el paso de los años me doy cuenta mi gran equivocación. Me casé demasiado joven y apenas la conocía.

      Debo confesarle -parece que lo haga, ¿verdad?- que fui muy feliz en mi matrimonio durante el primer año, pero todo cambió al ver que no podíamos tener hijos. Para mi mujer fue traumático y todavía lo fue más al enterarnos por los médicos que era ella quién no podía tenerlos. Se sentía tan desgraciada que empezó a molestarse conmigo por cualquier cosa. Se inquietaba si llegaba tarde y lo peor de todo es que pensó que ya no la deseaba y que la dejaría. Por este motivo, cayó en manos de unos celos enfermizos. Empezó a beber y a comer demasiado hasta engordar. Su figura ya no era la de aquella atractiva jovencita.

     Me preocupé seriamente. Mis suegros me ayudaron poco y sus escasos consejos, a la larga, resultaron ser desastrosos. Me decían que a Eve siempre le habían gustado las fiestas. ¿Por qué no hacer una a la semana? Quién sabe, pensé. A lo mejor cambiaría y todo volvía a ser como antes; pero no. Abusaba de la bebida y en muchas ocasiones se emborrachaba. Empezaba a insultarme y a decir, delante de sus amigos, que yo mantenía relaciones con otras mujeres, que era un adultero. Alguien sugirió la idea de que hiciéramos un viaje. Pero yo no estaba dispuesto a ello dadas las circunstancias y Eve les decía que en realidad yo no quería porque ya no la amaba.

    ¡Me sentía tan desgraciado y solo, inspector! Mi familia era la que me apoyaba siempre y en todo momento. Me decían que aguantara. ¿Por qué no adoptáis un hijo? sugirió una vez una de mis hermanas. Yo le dije que mi mujer no quería porque quería un hijo suyo; de los dos. Yo también me desilusioné pues pensé que nunca sería padre, cosa que anhelaba muchísimo.

     Nuestra conversación era casi nula. Si le hablaba, o no me contestaba o me contestaba mal diciéndome una palabrota o expresión soez. Empecé a enfermar de los nervios. Ya dormíamos en habitaciones separadas. Sólo un "buenos días" por mi parte o un "hasta luego", era lo único que nos decíamos. Aquello era insoportable, no podía aguantarlo por más tiempo.

     Como podrá deducir yo iba cada vez más con los míos y Eve con los suyos. Una tarde le dije que, si ya no me amaba, lo mejor sería que nos separásemos. Ella me dijo que ni hablar, que me quería. "Pues demuéstramelo y compórtate como es debido" le decía. Era inútil. Me soltaba una larga perorata diciéndome que me había sacado de la nada (cosa que no era cierta) y que era yo quien debía comportarme bien. Que no se iba a separar ni a divorciar de mí nunca. Que no me daría esa satisfacción de abandonarla por otra mujer. Estaba paranoica. Más tarde me enteré que en realidad era ella la que sufría de los nervios, desde que era una niña. Una niña nerviosa, colérica y posesiva. Debió hacer un esfuerzo al llegar a la juventud. Rompió con dos chicos con los que casi se había comprometido. Aquello no lo supe hasta mucho después. Sus padres debían estar desesperados pues creían que no se casaría nunca. Hasta que me conoció a mí. Entonces su carácter cambió a mejor, aunque solo durante poco tiempo.

     ¿Se está aburriendo, inspector? No es ese mi deseo. Ahora le expondré dónde y cómo murió mi esposa.

     Yo ya estaba decido a dejarla, no podía soportarla más y me importaban muy poco las consecuencias. Hablé con el encargado de la empresa de tejidos donde trabajé por primera vez y me ofrecí como administrativo. Gracias a Dios, ellos aceptaron porque había un sitio vacante, aunque debieron extrañarse. Era evidente lo que hice, ¿no le parece? Después de dejar a Eve no hubiera podido trabajar en la misma empresa.

     Pero sucedió lo inesperado. Mi mujer y yo fuimos un fin de semana a una casita que teníamos cerca de la costa de Cornualles. Todavía pienso cómo pudimos ir, pero aquel día estaba especialmente alegre y simpática. Además insistió mucho en ir y yo intenté complacerla tontamente. Fuimos solamente los dos, y al llegar, como de costumbre, nos esperaban los encargados de la casa, un matrimonio de mediana edad.

     Durante el trayecto empecé a sentirme mal y cuando llegamos me sentí peor. Tenía escalofríos por todo el cuerpo y comprobé que era debido a la fiebre, poca en aquellos momentos. Me metí en la cama inmediatamente. Mi mujer no me hizo compañía y se fue al pueblo. Yo creo que puso una excusa, pues Eve no soportaba ver a gente enferma, sobre todo a mí.

 La tarde del sábado me dijo que se dirigía al acantilado, hacia las siete, después de ir a casa de unos conocidos. Cogió el coche. Había una vista espléndida que abarcaba toda la costa. A mi mujer siempre le había gustado mucho aquel sitio. Desde donde vivíamos se tardaba en ir unos diez minutos a pie. Yo me aburría mucho en cama, y creyendo que me encontraba mejor, decidí ir a buscarla. No se alegró al verme, sino al contrario. Me dijo que se sentía tan desesperada que lo mejor que podría hacer sería tirarse por el precipicio y que yo lo presenciara. No hice ningún caso a aquella respuesta tan disparatada, pero ante mi asombro saltó una valla que había allí y que limitaba el precipicio. Le dije que saliera rápidamente pero no me hizo caso. Se echó a reír. Yo estaba harto de todo aquello y me acerqué a ella saltando también la valla de protección. Discutimos. La cogí por el brazo pero ella se resistió. Empezó a golpearme los brazos y las piernas. Sin querer nos acercamos más al precipicio, más y más. Entonces, cuando iba a golpearme otra vez, cayó al suelo, resbaló y para horror mío vi como su cuerpo se balanceaba como un pesado péndulo sobre el abismo. Sus manos asían con fuerza y desesperadamente el suelo. Abajo se divisaba una cala rocosa donde las aguas se estrellaban con fuerza. Reaccioné rápidamente. Cogí a mi mujer por los brazos, primero uno y después el otro, pero ella se movía tan violentamente que mis manos se fueron deslizando, con horror, hasta llegar a las suyas. Yo aguantaba y aguantaba. Pero mi mujer había engordado y creí que no podría sujetarla por más tiempo.

     Nunca olvidaré su cara horrorizada porque se dio cuenta de su final. Llegó aquel momento tan trágico. Mis manos ya no aguantaron más y se separaron de las suyas. Ella cayó dando un grito escalofriante. Yo quedé paralizado. Su cuerpo se había estrellado contra las rocas y yacía allí, inmóvil, a cien metros bajo mis pies. Estaba muerta. Mi único consuelo fue pensar que su muerte fue instantánea. Aquello era imposible, imposible, no podía ser. Pero había sucedido.

     Salí de allí como pude en un terrible estado de shock. ¿Y qué hacer, ahora? ¿Avisar a la policía, ir al pueblo? ¿Y qué les diría? ¿Qué habíamos ido los dos a ver la panorámica vista y que ella se había caído? Nadie nos hubiera creído. Yo sería el culpable de su muerte, yo la habría empujado; en definitiva: yo la habría asesinado. Y aquello me espantó más que su deceso.

     Decidí que lo más sensato sería ir otra vez a mi casa y meterme inmediatamente en la cama, como si no hubiera salido de allí. En el acantilado no había nadie y estaba convencido de que nadie nos había visto.

     Soplaba mucho viento en aquellos momentos. Los diez minutos que distaba de mi casa me parecían eternos, debía ir más deprisa, pero ¿cómo? Entonces me acordé de que mi mujer guardaba nuestras bicicletas en el maletero, porque a veces íbamos a pasear por el bosque. Lo abrí con unos guantes. Sólo había una, la mía; mejor que mejor. Así que la cogí, cerré el maletero y me dirigí rápidamente a mi domicilio por una carretera asfaltada. ¿Sabe que durante el trayecto me puse a reír? Pensará que fue a resultas del shock y de los nervios; es verdad. Pero también debido a que el viento me empujaba fuertemente y como el camino era descendente tardé en llegar solamente cinco minutos. Seguidamente dejé la bicicleta en el garaje. El matrimonio que estaba en nuestro domicilio (cocinera ella y mayordomo y chófer él) estaban escuchando un programa de radio en la cocina, como tenían por costumbre casi cada tarde, hacia esa hora.

    Al llegar a mi cuarto me desvestí en seguida y me puse en la cama. Me encontré peor. Empecé a tiritar fuertemente. La cabeza me dolía, me dolía todo el cuerpo. Me puse el termómetro que ahora marcaba treinta y ocho grados y medio.

     Hacia las ocho de la tarde vino a verme la cocinera que, al comprobar que me encontraba tan mal, avisó al médico que me dijo que debía guardar cama durante unos días, ya que había cogido la gripe. Cuando fueron las diez de la noche, vino esta vez el mayordomo que me comunicó extrañado que mi mujer todavía no había regresado. Yo no podía dormir. Mi estado físico, con la angustia de todo lo sucedido, me hacía parecer una ruina humana. Sudaba y en algún momento creo que hasta perdí la conciencia.

     A la mañana siguiente apareció la policía en mi domicilio. Me comunicaron que había aparecido el cadáver de una mujer llamada Eve Parminter en una cala (mi mujer siempre llevaba la documentación encima). Iban interrogando a los vecinos más próximos al lugar de los hechos. Dije que se trataba de mi mujer. Me puse a llorar, inspector, a llorar como un niño. Me preguntaron qué había hecho el día anterior por la tarde. Yo les dije que me encontraba mal, que me había metido en la cama cuando llegamos y que no había salido de ella, que había enfermado de gripe. El mayordomo y la cocinera también lo aseguraron, así como el médico. Dado mi estado era impensable que hubiera salido. Les creyeron.

     Luego pensé en mi bicicleta. Tal vez tuviera restos de tierra o de barro, pero estaba equivocado pues, como ya le había dicho anteriormente, la carretera estaba asfaltada. Nadie sospechó de mí. Al preguntar cómo se encontraba mi esposa cuando llegamos, les dije que se encontraba muy nerviosa, extraña. El mayordomo y la cocinera también afirmaron que ella discutía muchas veces conmigo, que sufría de los nervios y que tenía accesos de ira. Cuando interrogaron a sus padres, que vinieron inmediatamente, dijeron casi lo mismo.

     Al final, el veredicto sobre la muerte de mi mujer fue el de muerte accidental. Pero en realidad ¿qué fue? Mi cabeza no dejaba de pensar y de pensar. ¿Y si hubiera aguantado con más fuerza sus manos? ¿Y si no hubiera pensado tanto en mi futuro en aquellos terribles momentos? ¿La hubiera salvado? No lo sé. Tal vez sí. Ahora pienso que como marido me hubiera arruinado la vida, Tal vez mis manos se relajaron más de lo debido con aquel futuro tan incierto. Sí, hay momentos que pienso que fue así. Pero por otra parte estaba enfermo, quizás no tenía suficiente fuerza.

     Después de la 2ª Guerra Mundial me casé con mi primera novia ¿se lo puede usted creer? Ella no se había casado. Parecía imposible, aunque creo que en el fondo nunca me perdonó que la dejara por otra mujer. Tuvimos una niña preciosa. Yo había prosperado económicamente, después de muchos años trabajando. Compré una bonita y sencilla casa bastante cerca de la de mi madre. Y fui feliz, inspector, muy feliz. Hasta hace un año.

     Me diagnosticaron un mal incurable y lo vi todo desde otro punto de vista. No soy creyente, ¿sabe? y de pronto tuve la necesidad de contárselo a alguien. ¿Y por qué no a la policía? ¿No están siempre presumiendo de aclarar oscuros asesinatos y de descubrir a los culpables? Pues esta vez iba a ser al revés; pero sin ningún orgullo por mi parte, sino con tristeza. Por eso le escribí. ¿Acaso realicé un crimen perfecto? A veces pienso que sí. Y no fue ni planeado, ni calculado, ni nada por el estilo; sino todo lo contrario.

     Queme la carta cuando la haya leído, ¿lo hará? No me gustaría que alguien, por equivocación, la encontrara y empezara a leerla. Tal vez molestaría a mi familia, que no sabe nada de lo que pasó. Eso la destrozaría. No debe ocurrir, ¿me entiende? Se lo suplico. Ha sido un secreto que he mantenido yo solo, sin compartirlo con nadie.

     Dicen que después de la muerte hay un cielo para la gente que ha sido buena. Y yo he sido una buena persona, señor Carmichael, siempre lo he sido. He hecho el bien con todo el mundo. Lo que sucedió fue tan breve y complejo que a veces pienso cómo pudo pasar. ¡Hay tantas preguntas sin respuesta! ¿Qué hubiera sucedido si no hubiera ido a buscar a mi mujer al acantilado?, ¿qué hubiera sucedido si no hubiese traspasado la valla?.... No lo sé. Nunca lo sabré. A veces pienso que es mejor no analizar tanto las cosas y dejarlas como están.

     Acabo mi carta, Señor Carmichael. Perdone las molestias que le he causado, no era mi intención, pero para mí era necesario hacer esta confesión.

     Se despide de usted: Scott Gale

     El inspector Carmichael quedó muy impresionado al leer aquella carta y estuvo una media hora meditando. Puso una cara seria, muy seria. A continuación, se levantó de su butaca y se dirigió a la chimenea encendida para quemar la carta, según la última voluntad del difunto. "¿Fue un crimen perfecto?  ̶ se dijo ̶  quizás sí. Pero el hombre no tenía intención de matarla, sino de salvarla, pues traspasó la valla. Quizás solo por unos segundos momentos pensara en su muerte...” Los azules ojos del inspector se agrandaron de una forma trágica.

     Pero luego su semblante se fue relajando hasta llegar a la normalidad.

                                    

TERNERA CON CASTAÑAS Y SETAS

̶ ¡Ha vuelto otra vez! ̶  dijo atónito Bruno, el grueso camarero que había entrado en la cocina con una bandeja – Con el espectáculo que hizo el otro día ¡y ha vuelto otra vez! No puedo creérmelo.

̶ Sí, es un sin... vergüenza ̶  le respondió con más calma e ironía Robert, uno de los cocineros del restaurante Hamils al tiempo que estaba preparando un plato de pescado ̶  ¿Y qué te creías?, ¿qué no vendría? Todavía nos quiere humillar más para sentirse mejor. Y cuando ya esté totalmente satisfecho, entonces dejará de venir. Este tipo de gente no tiene miramientos con nadie. Son tan arrogantes. Siempre creen tener razón en todo.

     Los dos se estaban refiriendo al acaudalado hombre de negocios Charles Odenhaimer. Tenía setenta y seis años y su rostro era digno de atención. En primer lugar porque era feo, ya que su cara era triangular. Podía dar la sensación de tener la cabeza un poco grande, pero es que en realidad era el mentón el que resultaba demasiado pequeño, así como su boca. Sus labios eran tan finos, que el superior parecía inexistente. La nariz era lo único salvable de su rostro; era bella y recta, la punta un poco echada hacia arriba. Sus ojos, de color gris, eran redondos y un poco saltones y todavía conservaban aquella mirada tan orgullosa y altiva. Sus cejas eran completamente blancas, al igual que su bigote y abundante pelo, echado hacia atrás.

     El señor Odenhaimer era más bien bajo y bastante grueso, y aquel día hacía mala cara, pues tenía la tez un poco amarillenta. Usaba habitualmente unas gafas negras de montura gruesa que le hacían agrandar más sus inquisitivos ojos y asustaban, en ocasiones, a su interlocutor. Por su pulcra y lujosa vestimenta y su hablar brusco y directo, daba una sensación de intimidación, que era lo que pretendía con casi todo el mundo, aunque en las altas esferas se comportara de modo muy diferente. En realidad, era un hombre muy nervioso, con poca paciencia, perfeccionista y a veces muy desagradable. Un hombre muy complejo que había llegado hasta lo más alto de su profesión por su inteligencia, tenacidad y suerte.

  

   En aquel momento el señor Odenhaimer estaba comiendo con un hombre mucho más joven que él; aproximadamente de unos cincuenta años, delgado y bastante agraciado, aunque tenía un aspecto anticuado y reprimido. Su abundante pelo negro, también echado hacia atrás, parecía como engominado. Llevaba unas gafas de montura redonda y dorada. Y no se sabe si era debido a la presencia del señor Odenhaimer que aquel hombre se fijaba poco en él pues su vista descansaba preferentemente en la mesa.

̶  … entonces, era evidente, ¿verdad? ̶ continuó el señor Odenheimer  con su voz grave. –  Yo siempre le decía: no debes fiarte de Parker, no debes fiarte de él. Y me hizo caso. Menos mal que no se arruinaron. Hizo bien en escucharme. Se debe hacer caso a la voz de la experiencia.

̶ Sí  ̶̶ afirmó escuetamente el hombre, que tenía un aspecto cansado.

̶ Tengo un hambre de mil demonios... ¿pedimos ya ? ¡Camarero!  ̶ gritó a Bruno que para no verle se dirigió a otra mesa ̶ .  ¡Maldita sea! ¡Se ha ido!, ¡Camarero, camarero!! ̶  vociferó más fuerte al ver a otro ̶ . Cada vez hay menos personal en este restaurante. Dicen que está de moda y que se come muy bien. Qué quieres que te diga... para mí el único realmente bueno es el Ritz... ¡Pero cómo tardan! ̶  se impacientó ̶  ¡Camarero, camarero!

     Al final, un joven camarero se acercó. Y antes de que pudiera hablar, el señor Odenhaimer se adelantó muy bruscamente.

̶ De primer plato, tráigame una sopa de espárragos muy caliente. Y cuando le digo muy caliente es muy caliente. Ni caliente, ni templada, ni fría; sino muy caliente. ¿Lo ha comprendido o debo volver a repetírselo? ̶ dijo mirándole fijamente a la cara.

̶ No, señor, no hace falta ̶  respondió el camarero.

̶ Yo tomaré lo mismo  ̶  comentó el hombre que lo acompañaba.

̶ Muy bien – dijo el señor Odenhaimer para luego continuar ̶  De segundo, tráigame ternera con castañas y setas. ¿Me ha entendido bien? Se lo repetiré más fuerte y despacio: Ternera con castañas y setas. Y espero que esta vez la ternera no esté tan dura como aquel día y que las castañas no parezcan piedras. En cuanto a las setas, seguro que deberían estar pasadas. Espero que hoy sean de mi agrado... ¿Y qué tomarás, tú?

̶ Lo mismo que usted.

̶ Y de postres, tráigame un sorbete de limón... ̶ Y dirigiéndose a su acompañante le dijo con brusquedad  –: Y haz el favor de pedir otra cosa, por Dios, no soporto que siempre comas lo mismo que yo. Pareces un perro faldero.

     Su acompañante no le contestó.

̶ ¿Algo más? ̶  preguntó entonces el camarero.

̶ Un buen vino tinto. Y deprisa que tengo hambre. ¡Venga, rápido! ¡Márchese, ya!

̶ Ahora voy ̶  respondió con tranquilidad el sufrido camarero.

     El joven se dirigió a la cocina sin prisas y cuando entró, gritó:

̶ ¡Dos sopas de espárragos, dos terneras con castañas y setas y un sorbete de limón, para la mesa 5!

̶ ¿Para la mesa 5? ¿Y has dicho ternera con castañas y setas? ̶ se sorprendió un cocinero que estaba acabando un pudding ̶  ¿A qué se trata de un hombre mayor y de aspecto antipático que va con otro hombre más joven?

̶ Sí, en efecto. ¿Cómo lo sabe?  ̶  preguntó con extrañeza.

̶ Cuando vienen siempre se sientan en la misma mesa; en la 5. Espero que tengas más suerte, Jonathan pues hace unos diez días armó un alboroto de los suyos. Un poco más y aparece la policía.

̶ ¿Qué pasó?

̶ Al parecer no le había gustado la ternera con castañas y setas. Y se puso como una fiera. Pero lo peor de todo fue que cogió su plato y lo estrelló violentamente contra el suelo. Posteriormente se dedicó a insultar gritando: "Este plato es para vomitar. No hay quien se lo coma. Qué quieren, ¿envenenarme? Voy a avisar a la policía inmediatamente".

̶ No me lo puedo creer   dijo atónito el joven camarero.

̶ Pues sucedió así. Gracias a la acción del “mâitre” todo pudo solucionarse. ¡Había tanta gente! Menos mal que nadie se fue pues en realidad ya saben cómo es y la gente, sobre todo la más joven, lo ve como a un mal educado. Los gritos del señor Odenhaimer deberían oírse incluso fuera del restaurante. Creo que, en el fondo, disfrutaba como un colegial. Y aquel día sacó nota  ̶ puntualizó con sentido del humor.

̶ ¿Alguien más comió lo mismo?

̶ Ya lo creo. Y nadie se quejó. La verdad es que nunca hemos recibido quejas de nadie, salvo las habituales del señor Odenhaimer.

̶ Me lo imagino.

̶ ¿Sabes?, a veces da auténtico miedo.

̶ Yo no tengo miedo de nadie. En cambio, Bruno le tiene pavor.

̶ Claro. Es que fue él quien le sirvió el famoso plato. Y se sintió tan humillado. En realidad, nadie quiere servir al señor Odenhaimer.

̶ Yo, sí. Tal vez porque soy joven y no me asustan este tipo de personas. También debe ser porque sólo hace cuatro días que trabajo aquí. Este hombre debe ser muy importante en la City.

̶ Sí, es muy rico. Dejó a su mujer tras casi cuarenta años de matrimonio y al final se divorciaron. Poco después el señor se casó con una joven muy atractiva. Por el dinero y el prestigio, claro.

̶ El hombre que lo acompaña debe estar harto de él.

̶ Cómo se nota que eres nuevo aquí. El hombre que lo acompaña  ̶ le dijo despacio y flojito mirándole a la cara ̶  es su hijo mayor.

̶ ¿Qué? ̶  se sorprendió ̶ . No puede ser.

̶ Pues créetelo  ̶ afirmó ̶ .Da mucha pena, ¿verdad? Siempre a la sombra de su padre. Me han comentado que nunca toma decisiones delante de él, por miedo. Y si las toma, es a escondidas. Fíjate, con cincuenta años hechos. Pobre, hombre.

     Después de aquella pequeña charla, el camarero cogió la sopa de espárragos para la mesa 5 y la sirvió.

     Al servir el segundo plato, el señor Odenhaimer recibió una llamada telefónica y tuvo que ausentarse. Entonces su hijo empezó a comer solo y, al darse cuenta de que a su plato le faltaba un poco de sal para su gusto, saló bastante el plato de su padre, pues al señor Odenhaimer no le gustaban los platos sosos.

̶ Era mi mujer ̶  dijo el anciano cuando regresó a la mesa- Era para decirme que regresará mañana.

̶ Ya.

̶ Todavía no entiendo por qué le tienes tanta manía. Es amable con todo el mundo- ̶ dijo con aspereza.

̶ Eso es precisamente lo que me extraña.

̶ ¿Y por qué tiene que extrañarte?

̶ Para mí, finge. Debe estar planeando algo.

̶ Qué imaginación tienes  ̶ le respondió con desprecio para luego añadir ̶  Por cierto, te voy a decir una cosa y que te quede bien clara, hijo ̶ . Y alzando un poco la voz le dijo de forma desagradable  ̶ . Métete en tus asuntos y cásate de una puñetera vez.

̶ Si no me he casado es porque no he encontrado a la mujer adecuada, padre  ̶ le contestó sin inmutarse.

̶ Tus hermanas están felizmente casadas y tu hermano también. Gracias a ellos ya soy abuelo –  dijo con mucho orgullo.

̶ Ya.

 Entonces el anciano recordó algo y quiso cambiar de tema de conversación.

̶ ¿Sabes que el jueves pasado me encontré con Meredith, mi antigua secretaria? Vino a verme hacia las seis, un poco antes de marcharme de la oficina. Está muy guapa. Y preguntó por ti.

̶ ¿De veras? ̶  exclamó contento pero con la voz apagada.

̶ ¿De veras? ̶  se burló su padre ̶  ¿Es lo único que se te ocurre decir? ¡Pero qué tonto eres, hijo! Meredith te quiere y creo que a ti también te gusta, pero eres tan inseguro y aburrido que no vas a decidirte nunca, ¡madre mía! En fin, déjame comer. A veces prefiero saborear un buen plato que seguir hablando contigo.

̶ Padre, no haga un espectáculo si el plato no es de su agrado.

̶ ¡ Y quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer! ¡Tú, un pobre desgraciado que si no llega a ser por mí no serías nada. Un...

̶ Se le va a enfriar la ternera, padre.

̶ Cállate, ya lo sé.

     El señor Odenhaimer miró despectivamente a su hijo y empezó a comer. Su semblante se suavizó pues la ternera estaba muy buena, así como las setas. Y las castañas se encontraban en su punto.

̶ Hoy he comido muy bien ̶  comentó satisfecho a la espera del sorbete de limón.

     Su hijo dio un suspiro de alivio. Empezaron a hablar de nuevo, esta vez de política internacional.

     Pero de pronto, el señor Odenhaimer empezó a marearse, a sentirse mal. Vomitó y cayó al suelo casi semiconsciente. Se quejaba de fuertes dolores estomacales y de calambres. Parecía agónico.

     Un hombre que estaba en una de las mesas y que era médico se acercó a él y lo auxilió. Pero no pudo hacer nada por salvarle. Todo acabó en unos segundos.

     El señor Odenhaimer había muerto.

 

                                                  *        *        *

     La Señora Marta Carmichael, bella joven de veinticinco años, se alegró mucho de recibir una carta de su madre. Era una joven muy hermosa, de estatura media y pelo castaño que le llegaba hasta los hombros. Tenía un parecido asombroso con Gene Tierney, la actriz.

     Se caracterizaba por su educación e integridad y le gustaba mucho la vida al aire libre, único hecho que lamentaba de vivir en Londres.

     Desde su reciente matrimonio con el inspector Eduardo Carmichael, que era viudo y con dos niños, se sentía un poco añorada de su madre que residía en un pueblecito encantador en el condado de Hampshire. Por eso, cuando recibió una carta de ella, se sentó en un cómodo sillón de su salón y se dispuso a leerla inmediatamente:

     "Querida Marta, ¿cómo ha ido la luna de miel? Te escribo porque el teléfono se ha estropeado y estarán unos días arreglándolo. ¡No sabes lo molesto que es! Bueno, a lo que iba, querida. Bretaña debía estar preciosa en esta época del año. ¡Qué bonita fue la boda!, ¿verdad? Y qué atractivo y atento estuvo Eduardo con todos. Y el pequeño Eddie también fue muy simpático conmigo y me hizo mucha ilusión que me llamara abuelita.

     ¿Cómo van las cosas con la pequeña Marcia? Apenas habló durante la fiesta, siempre iba con su tía y sus primitos. Ten paciencia con ella, cariño, porque perder a una madre tan pequeña es muy doloroso. Sé que Sophie, la hermana de Eduardo, es maravillosa y te ayudará.

     Pocas novedades hay aquí en el pueblo. Agnes Satterwate, la hija de nuestro frutero, se casará en octubre con Tobyas Herson, el hijo del pastelero. Estoy muy contenta por Agnes y por supuesto que iré a la boda, con Valeria, mi inseparable dama de compañía. Por cierto, muchos recuerdos de su parte. Te echa a faltar mucho, como yo... pero también estoy muy contenta de que seas feliz.

     Bueno, cariño, espero verte pronto. Tu madre que te quiere de corazón.

̶ "Mamá" ̶ se dijo una vez leída la carta que dejó encima de una mesita. Sí, había sido duro para las dos la separación. Pero por otra parte también era lógico: una nueva vida, un nuevo hogar. La verdad es que nunca pensó que se casaría con un conocido e importante inspector de Scotland Yard, viudo y con dos hijos pequeños, que vivía en Londres. Y Marta se alegró de que fuera en la capital, pues allí vivían sus hermanos y tenía las principales amistades.

̶ Hola, cariño ̶ dijo su marido que había entrado en aquel momento en el salón. El inspector Carmichael era un hombre muy alto, atractivo, de anchas espaldas y mirada azul que contaba unos treinta y cinco años de edad. Tenía mucho prestigio en Scotland Yard y era célebre en todo Londres. ̶ ¿Te apetecería ir a cenar? Me han hablado de un buen restaurante cerca de aquí.

̶ Oh, sí, Eduardo. Has tenido una buena idea. Voy a arreglarme.

̶ No tardes mucho ̶  dijo, pues sabía que la rapidez en arreglarse no destacaba entre las cualidades de su esposa.

̶ Descuida, no tardaré.   

    Cuando salieron de su domicilio e iban a coger su coche para dirigirse al restaurante, vieron a un joven de pelo rubio, vecino suyo, que hacía muchos días que no habían visto. Parecía tan abatido que ni se fijó en ellos cuando pasó casi rozándolos.

̶ ¡Eh, Nicky! ̶  exclamó Marta Carmichael con simpatía ̶  ¿es que ya no saludas a tus vecinos?

     El joven, al escuchar aquellas palabras, se giró y se excusó.

̶ Oh, perdón... no me había dado cuenta. Perdón...

̶ ¿Sucede algo, Nicky? ̶  preguntó algo inquieto el inspector al ver el semblante del joven.

̶ Sí ̶  asintió como ausente.

̶ ¿Qué te ocurre?

̶ Vengo del funeral de mi abuelo.

̶ Oh, lo sentirnos, Nicky. No sabíamos que había muerto. ¿Cuándo sucedió?  ̶ dijo el inspector.

̶ A principios de octubre. Yo... yo... todavía no me lo puedo creer.

̶ ¿Podemos hacer algo por ti?  ̶ preguntó Marta.

̶ En realidad, no... ¡Oh, Dios Mío! Es demasiado doloroso, horroroso.

̶ Cálmate, Nicky.

      Al ver el rostro tan angustiado del joven, el inspector cambió de planes y le preguntó si quería ir un momento a su domicilio. El joven aceptó gustosamente.

     Cuando llegaron y se hubieron instalado en el salón, Nicky, un joven apuesto, delgado, de pelo castaño y mirada triste, empezó a hablar lenta y entrecortadamente.

̶ Todo sucedió en un restaurante... Se encontraba con mi tío Frank. Comieron... lo mismo. Una sopa de espárragos... y ternera con castañas... y setas. Se sintió mal después de comer aquel plato... muy mal. Cayó al suelo... se quejaba de terribles calambres estomacales...Vino un médico, pero todo fue inútil. Mi abuelo murió allí... en el suelo.

̶ Es terrible, Nicky ̶  dijo Marta consternada.

̶ Lo siento mucho, Nicky. También debió ser horrible para tu tío.

̶ Sí. Desde aquel día no es el mismo.

̶ Me lo imagino.

     El inspector quiso hacerle una pregunta algo dolorosa al joven, pero que creía que era necesaria.

̶ Nicky, ¿de qué murió tu abuelo?

     La respuesta del joven fue tan clara cómo trágica.

̶ Lo envenenaron.

̶ ¡Qué! ̶  exclamó Marta horrorizada.

-¿Quién fue?- dijo el inspector muy seriamente.

̶ Todavía no puedo creérmelo... ̶  dijo el joven como ausente.

̶ Quizás si nos lo contaras quedarías más aliviado ̶  le aconsejó el inspector.

̶ Tal vez... Sí, tal vez, sí. Pero no les querría molestar.

̶ No es ninguna molestia, Nicky, sino al contrario.

̶ ¿Quieres tomar algo? ¿Un té, limonada...?  ̶ preguntó Marta.

̶ Un té, por favor. Un té bien caliente. Creo que me sentará bien.

̶ Claro que sí  ̶ dijo Marta animándolo ̶  Ahora te lo traigo.

     Cuando regresó, el joven empezó lentamente su relato.

̶ Mi abuelo Charles Odenhaimer era un importante hombre de negocios que trabajó muy duramente. Era una persona muy inteligente, yo diría que brillante. En su profesión llegó muy lejos. Eso, claro está, le trajo a la larga infinidad de problemas: envidias, celos... incluso chantajes. Pero por extraño que parezca, mi abuelo conseguía superarlo todo. Era una persona muy fuerte en todos los sentidos y casi siempre se salía con la suya. Sin embargo, había una faceta oscura en su vida y esa faceta era la familiar.

      El joven calló y bebió un poco de té. Después continuó.

̶ Su primera mujer, mi abuela, que es muy guapa y que gracias a Dios se encuentra muy bien de salud, pero afectadísima como todos, estaba muy enamorada de él, y lo triste del caso es que continúa estándolo. Para ella fue traumático divorciarse, pero mejor eso a que su marido tuviera una relación con otra mujer, ¡y a su edad! Al cabo de un tiempo se casó con su actual esposa que es muy simpática con todo el mundo y además extremadamente guapa...y cuarenta años menor que mi abuelo.

̶ Me gustaría saber que hizo el día anterior a su muerte, Nicky  ̶ dijo entonces el inspector.

̶ Era domingo y mi hermano menor había regresado de los Estados Unidos, donde había estado durante todo el mes de agosto. Hubo una pequeña fiesta familiar de bienvenida en casa de mis padres. Mi abuela también se encontraba allí, al igual que mi abuelo, pero solo. Su mujer, Joan, tuvo la buena idea de no presentarse y no estropear la fiesta. Comimos unos emparedados que preparó la cocinera de mis padres. Todo estuvo delicioso. Incluso mi abuelo le dijo que era una cocinera excelente e hizo broma diciendo que era mucho mejor que todos esos cocineros que trabajaban en restaurantes famosos. Recuerdo que explicó un incidente en el hotel Hamils. Se ve que le sirvieron de segundo plato ternera con castañas y setas, y como no le gustó, lanzó su plato contra el suelo, rompiéndolo, para luego quejarse a gritos de que lo querían envenenar. A nadie le gustó aquello, pero mi abuelo era así. Nos aseguró que al día siguiente volvería a ir; a ver la cara que pondrían. Mi abuelo... ¿sabe?, aunque conmigo se comportaba muy bien y me quería mucho... no era muy buena persona.

̶ Quizá sí que lo quisieron envenenar ̶  dijo Marta.

̶ No, Marta. Es un prestigioso restaurante y el personal está altamente cualificado. Si lo hubiesen asesinado y se hubiera descubierto, sería el fin del negocio.

̶ Es verdad... ¿Sabes que me puedo imaginar a tu abuelo? ̶  dijo de pronto ̶  Mi madre tenía un tío parecido a él. Según ella daban tentaciones de matarlo.

̶ Sí. Ahora lo has dicho. Daban tentaciones de matarlo, como a mi abuelo. Y de hecho... al final alguien lo mató.

̶ Es horroroso.

̶ En la reunión que antes citabas, tu abuelo se quedó.... esto... a solas con algún familiar ̶  dijo con cuidado el inspector.

̶  Pues debo decirte que sí. Mis abuelos se ausentaron unos momentos y fueron a hablar a la biblioteca donde estuvieron unos veinte minutos. Pero ni comieron ni bebieron nada; solo hablaron. La relación que tenían era correcta, no había tiranteces, sabían guardar las apariencias.

̶ ¿A qué hora se marchó de casa de tus padres?

̶ Hacia las nueve. Fue el primero en marchar. Lo que hizo luego no lo sé, pero me lo imagino. Llegaría a casa dirigiéndose a su despacho a trabajar o a revisar la agenda del día siguiente. Su mujer no estaba en casa.

̶ Qué raro ̶  dijo el inspector  ̶ . A esas horas ya debería estar allí.

̶ ¿Cómo es tu...? ¿Será posible? Ahora no encuentro la definición, ¡si es que la hay! ̶  se extrañó Marta mientras intentaba encontrar la palabra adecuada.

̶ ¿Te refieres a Joan? ̶  le aclaró Nicky ̶ . En realidad, la llamamos por el nombre.

̶ Es lo más normal ̶  dijo la joven -Yo habría hecho lo mismo.

̶ Joan tiene treinta y ocho años, aunque parece más joven y es muy guapa  ̶ continuó su relato el joven Nicky Odenhaimer  ̶ Y la verdad es que no tiene nada de tonta. Todavía no sé por qué se casó con mi abuelo... bueno, sí que lo sé, por el dinero y el prestigio, claro, porque no sería ni por su edad ni por su físico. Mi abuelo era feísimo, el pobre.

̶ ¿Tu sabes quién lo mató?  ̶ preguntó el inspector.

̶ Sí. En realidad, fue un asesinato a distancia, planeado fría y minuciosamente.

̶ ¿De quién se sospechó en un principio? Supongo que de tu tío Michael que se encontraba a su lado ¿verdad?

̶ Verdad. Todas las sospechas recayeron sobre mi tío. Comieron lo mismo y a él no le sucedió nada. Alguien lo vio echando sal en el plato de mi abuelo y se pensó que era el veneno que provocó su muerte. Pero se analizó la sal del salero y era solo sal común.

̶ ¿Qué comió antes de desvanecerse?

̶ Ternera con castañas y setas. El mismo plato que había comido unos días antes y que ocasionó el escándalo.

̶ Qué curioso. Murió al comer el mismo plato... Desde luego existen hechos inexplicables ̶  comentó reflexionando Marta.

̶ Sí ̶  asintió el joven.

̶ Setas... ̶  continuó pensativamente el inspector ̶ . No me gustan demasiado. A veces resultan muy indigestas y en ocasiones cuando no se es un experto...  ¿Fueron realmente las setas? ¿Qué dijeron los forenses?

̶ Qué preguntas tan interesantes. Referente a la primera, puede haber dos respuestas a la vez; no y sí. No, porque no fueron las setas en sí las culpables ̶ unos inofensivos champiñones ̶  pero sí, porque el veneno se encuentra precisamente en un tipo de seta muy mortífera; la amanita citrina. El veneno que lo mató era muy tóxico, de hecho, mortal; se trata de la amanitotoxina.

̶ No creo que fuera tu tío quien lo envenenara, sino alguien que se encontraba lejos y que había estado con él recientemente. Quizás tiene relación con la llamada telefónica.

̶ Tienes razón, Eduardo. En realidad, lo envenenaron doce horas antes de su muerte. Pasado este tiempo, empiezan los síntomas. Como se encontraba en el restaurante, las sospechas recayeron sobre mi tío, naturalmente.

̶ ¿Quién fue, Nicky?  ̶ preguntó la señora Carmichael con mucha curiosidad.

̶ Un mayordomo que habían contratado hacía muy poco tiempo; poco después de que se casara en segundas nupcias. Era un joven muy apuesto, de buena familia venida a menos. Las referencias eran falsas, pues Joan fingió saber que había servido en casa de unos conocidos suyos. ¿Y por qué sospechar de Joan, una mujer encantadora, simpatiquísima y llena de virtudes? En realidad, era un químico o farmacéutico corrupto. Él mismo preparó el veneno y lo puso dentro de una cápsula que tomaba mi abuelo para dormir. El pobre no se dio cuenta de nada. Así que cuando se tomó su somnífero, se envenenó. Joan y el mayordomo eran ya amantes y encontraron una mina de oro con el abuelo... una vez muerto.

̶ ¡Cuánto lo sentimos, Nicky!  ̶ exclamó con pesar Marta.

̶ Sí. Lástima que el forense tardase tanto en practicarle la autopsia. Se ve que Joan dijo que mi abuelo no quería que se le realizara nunca, bajo ningún concepto, incluso enseñó un falso documento recalcándolo. En eso Joan falló, pues ya podía ser importante mi abuelo; las leyes y normas son para todos. Pero insistió tanto y tanto que entonces ya se empezó a sospechar. Alguien podría pensar que su estado era a todo lo sucedido, pero en el fondo estaba muerta de miedo; miedo a que la descubrieran. De hecho, la policía la vigilaba y la seguía. Después del entierro, Joan salía cada tarde del domicilio y se iba a un apartamento donde se reunía con el mayordomo. Y eso los convirtió automáticamente en sospechosos de primera. Mi abuelo, tan inteligente, nunca descubrió su relación. Y lo de la llamada telefónica el día de su muerte, en el restaurante, fue macabro. Era Joan que llamaba para comprobar si ya había fallecido. Cuando se puso mi abuelo debió sorprenderse. Se despedía con cariño de su marido que al cabo de unos minutos estaría muerto. Qué cruel fue.

̶ Sí, muy cruel ̶  dijo la señora Carmichael ̶ . Por otra parte, tu tío Frank se encuentra libre de culpa. Qué alivio para él.

̶ Sí, ahora sale con una antigua secretaria de mi abuelo llamada Meredith. La mujer se hartó de mi abuelo al ver que trataba tan mal a mi tío. Se ve que estaba muy enamorada de él. Nunca demostraron todo lo que se querían. Por miedo.

̶ Miedo, qué palabra tan trágica. Puede arruinar la vida de la gente. Ahora tu tío quizás debe parecer otra persona.

̶ Ni que lo digas. Se parece mucho a mi padre en cuanto a carácter: alegre y dinámico. Todavía no nos lo podemos creer, aunque la abuela siempre lo había dicho.

̶ Yo creo que tu tío debe ser una persona muy sensible y noble; quizás el que más ̶ dijo entonces el inspector ̶  Tu abuelo nunca lo aceptó por eso. Y, por ello, lo despreciaba y lo ponía en ridículo. Creo que va a empezar una nueva vida para él. Me gustaría conocerlo algún día.

̶ Se lo prometo, seguro que aceptará. Ahora se ha ido de viaje con Meredith a Polonia. A los dos les gusta mucho la música para piano, Chopin en concreto. A ver si a partir de este año 1962, mi tío Frank es feliz. Se lo merece.

    Al cabo de unos minutos, cuando dieron las nueve en el reloj del gran salón, el joven se levantó y se despidió de ellos, agradecido por el interés del matrimonio por su caso y por el trato dispensado en aquellos duros momentos.

                                

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   EL ROBO DE LA SORTIJA DE ORO

     El matrimonio Carmichael había decidido visitar, durante unos días de octubre de 1963, a la señora Carolina Johnson-Scott, madre de Marta Carmichael, la mujer del inspector, que vivía en un precioso pueblo del interior del condado de Hampshire.

    El otoño era la estación del año que más le gustaba a Marta, bella joven de veintiséis años: por la variedad del colorido de los bosques, por el olor a tierra mojada, por la todavía fresca y agradable brisa... Sin embargo, también era consciente de que algunas tardes el fuerte viento le impedía ir de excursión o simplemente pasear. Entonces, lo que más le gustaba era quedarse en el gran salón, junto a la chimenea encendida con un grupo reducido de gente, conversando.

     Aquella tarde, el joven matrimonio no se encontraba precisamente solo. Aparte de la madre de la señora Marta Carmichael, la señora Johnson-Scott, que era viuda, y de la señorita Valeria Brewis, la eficiente ama de llaves y señora de compañía, también se encontraban las primas Mardson, Georgina y Leonia, amigas de toda la vida de la señora Johnson Scott y sexagenarias como ella. Las dos señoras tenían el pelo blanco, el cutis sonrosado y un aspecto inofensivo. También estaba Héctor, el chófer de dichas señoras, un joven atlético que rondaría los treinta años. Su presencia tenía una doble explicación pues debía acompañar posteriormente a las primas Mardson a su domicilio y, además, Héctor y Marta eran amigos de la infancia y hacía mucho tiempo que no se veían. En aquellos momentos, todos se dirigían al espacioso y bonito salón.

 ̶ Hemos pasado una velada magnífica, Carolina. Y ha sido un placer volver a verte, Marta, y a usted, inspector  ̶ dijo Leonia Mardson.

̶ Nosotros también, desde luego  ̶ respondió Marta Carmichael ̶  Hacía casi un año que no nos veíamos.

̶ Un año... ̶ suspiró Georgina ̶  ¡Cómo pasa el tiempo! Casi tanto como aquel desagradable asunto de los Haworth  ̶ dijo  ̶  ¿Te acuerdas, Leonia?

̶ ¡Oh, sí ̶  le respondió pensativamente su prima ̶ . Me acuerdo perfectamente de lo que sucedió.

̶ ¿Los Haworth? ̶  exclamó intrigada la hermosa señora Johnson- Scott, de pelo rubio y complexión gruesa ̶ . ¿Quiénes son los Haworth?

̶ Unos conocidos de mi hijo Spencer  ̶  dijo Leonia ̶  Cada vez que lo pienso me dan ganas de llorar.

̶ ¿Murió alguien?

̶ No; pero hubo... un robo –dijo pensativa.

̶ ¿Un robo?  ̶ exclamó ahora la señorita Brewis que era una cincuentona delgada, más alta que un ciprés y de corto pelo negro.

̶ Sí  ̶ afirmó con pesar Georgina ̶ . Se tardó bastante tiempo en descubrir al culpable. ¡Y pensar que sólo había tres personas en la casa!

̶ Pues con tres personas debería haber resultado obvio  ̶ observó la señora Johnson-Scott.

̶ La policía tardó casi cuatro meses en encontrar al culpable. Mi hijo Spencer me comenta a veces que algunos policías tienen el cerebro de mosquito.

     Tras aquellas palabras de hizo un largo silencio. Luego, Leonia Mardson se fijó en el inspector que le sonreía. Y entonces la anciana se dio cuenta de su equivocación. En aquellos momentos, el inspector encendía una pipa, afición nueva, que no era del agrado de su mujer.

̶ ¡Oh, lo siento... no quería decir... la verdad es que...

̶   ¿Por qué nos cuenta la historia y entre todos descubrimos al culpable?¿ Qué le parece? ̶   preguntó el inspector con una sonrisa en su rostro.

̶ ¡Oh, sí!  ̶ exclamó la señorita Brewis que parecía entusiasmada con la idea.

̶ Eduardo, ¿de verdad quieres esclarecer un caso ahora que estamos de vacaciones?

̶ Puede ser interesante.

– ¿Estás seguro?

–Sí, cariño – Y dio un beso a su mujer.

̶ De acuerdo, aunque la verdad es que no debo sorprenderme por eso. No ha sido el primer caso en que Eduardo ha escuchado o leído algún relato misterioso y luego lo ha analizado con interés, descubriendo al culpable al final.

̶ ¿Ah sí?  ̶ exclamaron a la vez las primas Mardson.

     La bella señora Carmichael asintió con la cabeza.

–Señora Leonia, empiece el relato, por favor  ̶ dijo entonces el inspector.

̶ Veréis, todo sucedió así  ̶ empezó a explicar con una cara bastante afligida  ̶ .El matrimonio Haworth habitaba en una hermosa casa victoriana llamada "Los Robles" cerca de Bibury. Contaban los dos casi setenta años y vivían solos, pues todos sus hijos residían en diferentes partes del mundo: el primero en Venezuela, el segundo en el Canadá, el tercero en Francia y la pequeña en Irlanda. Vivían con ellos solamente la cocinera, que tenía un apellido bastante extraño ... Mcbitirrinturry, creo recordar, y el secretario del señor Haworth, un hombre bastante altivo cuyo apellido era Fergusson. La mujer que venía a arreglar la casa no la contaremos como sospechosa pues era de una lealtad absoluta y sólo venía un par de días a la semana.

̶ De acuerdo ̶  dijo la señorita Brewis.

̶ ¿Cuántos años tenían la cocinera y el secretario? ̶  preguntó el inspector.

̶ La cocinera unos treinta y pocos y el secretario unos cuarenta, aproximadamente.

̶ Prosiga, por favor.

̶ Pues resulta que una tarde, hacia las cuatro, la señora Haworth descubrió que su sortija de oro había desaparecido cuando se despertó de su habitual siesta en el salón. Siempre la dejaba en la repisa de la chimenea. Inmediatamente, como era de esperar, le dijo muy preocupada a su marido si la había cogido él, y al responderle que no, se lo dijo entonces a la cocinera. Al contestarle que tampoco, tuvo que preguntárselo al secretario a quien no tenía ninguna simpatía. Y él también lo negó.

̶ ¿Por qué no le caía bien? ̶  preguntó Marta.

̶ A su parecer, mandaba más que su marido.

̶ ¿Dónde se encontraban los demás cuando ocurrió el robo?

̶ Aquí es donde se complica todo ̶  continuó su prima Georgina ̶  porque todo el mundo tenía... tenía... Maldita sea, ahora no encuentro la palabra exacta.

̶ ¿Una coartada?  ̶ dijo sonriéndole el inspector.

̶  Oh, sí, gracias; pues eso, una coartada o casi, pues en el caso de la cocinera, se encontraba sola en la cocina  ̶ dijo la mujer para luego informar más detenidamente ̶  Debéis saber que después de comer, los señores Haworth se dirigían al salón y se sentaban cada uno en su butaca. Al cabo de unos diez minutos, la señora Haworth se dormía, como de costumbre; pero antes se sacaba del dedo la dichosa sortija que empezaba a venirle estrecha. La cocinera ya había recogido la mesa y se encontraba en la cocina. El señor Haworth iba a la biblioteca a leer un poco para no oír los ronquidos de su mujer y poco después se ponía a trabajar con el señor Fergusson. Y aquella tarde no fue la excepción. Como veis, a parte de la señora Haworth, nadie se encontraba en el salón.

     También os digo que aquella mañana el secretario no había comido con ellos, pues dos días a la semana se dirigía a Londres por asuntos de trabajo. Todo era pura rutina. Cuando llegaban los fines de semana el secretario se quedaba siempre en Londres y la cocinera, en el pueblo más próximo donde había nacido y donde se encontraba el chico con el que salía. En lugar de la cocinera, los fines de semana venía su hermana. Pero la desaparición de la sortija tuvo lugar un martes del mes de mayo por lo que la hermana de la cocinera principal tampoco contará en nuestra historia.

̶ Y aquí terminan los hechos.  ̶ concluyó Leonia ̶  ¿Verdad que parece sencillo y complicado a la vez? Y ahora decidme ¿Quién fue?, ¿quién robó la sortija de oro de la señora Haworth?  ̶  preguntó misteriosamente.

̶ La verdad es que parece muy difícil ̶  dijo la señora Johnson-Scott que tocaba inconscientemente su collar de perlas  ̶  Yo, particularmente, sospecho del secretario aunque no estoy muy segura. ¿Lo conocían bien?

̶ Catorce años trabajando para el señor Haworth y sin ninguna queja. Era abogado y economista.

̶ ¿Y de qué era secretario?

̶ El señor Haworth estaba jubilado pero poseía muchas fincas que estaban a la venta y otros pequeños negocios. El señor Fergusson lo ayudaba.

̶ Claro, se las daba de listo, el muy pillo. Demasiado mandón con el señor Haworth. ¿Y si hiciera alguna inversión que resultara negativa? ¿Y si hubieran perdido bastante dinero? ¿Cómo recuperarlo? Pues muy sencillo, robando la sortija de la señora. Seguro que aquel día no se marchó a Londres. Sí... tal vez pasara eso. Viendo por la ventana cómo dormía la señora Haworth se las arregló para entrar por esta (seguro que ya la había abierto por dentro unas horas antes). Sí, parece bastante sencillo. Yo creo que el presunto culpable... se dice así, ¿verdad, Eduardo?

     El inspector asintió.

̶  ... pues que el presunto culpable es el secretario ̶ sentenció la mujer.

̶ ¡Oh, no!  ̶ exclamó convencida la señorita Brewis para asombro de la señora Johnson- Scott ̶  Yo creo que fue la cocinera. Seguro que no andaba demasiado bien de dinero.

̶ Te equivocas ̶  dijo Leonia ̶  los Haworth eran muy generosos. Tanto el secretario como la cocinera recibían un buen sueldo. Además, la joven quería casarse desesperadamente pues ya contaba los treinta. Ahorraba y ahorraba, eso lo sé bien.

̶ Una joven de su edad también tiene derecho a divertirse. ¡Qué me dice de los fines de semana! Sí, debería ahorrar, pero por otra parte también debería gastar. ¡Casi toda la semana encerrada allí! Yo, si hubiera sido ella, no hubiera ahorrado tanto.

̶ ¿Ah, sí? ̶ dijo mirándola sorprendida la señora Johnson-Scott.

̶ Entiéndalo, no me interprete mal, señora. Seguro que esa joven descubrió que no tenía tanto dinero como creía tener y que la adquisición de la valiosa sortija no le iría del todo mal. Mis sospechas van hacia la cocinera, estoy convencida.

̶ Valeria, no supondrá que robó la sortija para ponérsela el día de su boda, ¿verdad?  ̶ dijo Leonia.

̶ Oh, no. Sería tonto por su parte. ¿Cómo iba a ponérsela? Se hubiera delatado ante todos. Yo creo que quería guardársela para lucirla en otro lugar, bien lejos de donde vivían los Haworth. Sí, debió pasar esto, seguro. ¿Alguien más está de acuerdo conmigo?

     Nadie contestó de inmediato.

̶ Señorita Brewis ̶  dijo Héctor mirándola extrañado ̶  si lo piensa usted bien, hay tantas posibilidades en este caso que no me extraña que tardaran tanto tiempo en encontrar al culpable.

̶ ¿De quién sospechas, Héctor? ̶  preguntó la señora Johnson-Scott.

̶  Del señor Haworth.

̶  ¿Del señor Haworth? Explícate, por favor.

̶ A veces a una cierta edad a los hombres les da por enamorarse de mujeres más jóvenes. ¿Era agraciada la señora Haworth?

̶ No ̶  negó Leonia ̶ . Era más fea que un pecado, pero simpatiquísima.

̶ Yo creo que el señor Haworth se enamoró de la cocinera.  ̶ continuó Héctor ̶   Y le dio la sortija. Si la cocinera se hubiera negado a aceptarla, quizás el hombre la hubiera acusado y luego despedido. Algo por el estilo le sucedió a un amigo mío. El hombre perseguía a la pobre criada. Ella se negaba... al principio, pero después desaparecieron un brazalete, un anillo, unos pendientes, una diadema... y nadie, nadie decía nada.

̶ ¿Pero a qué se dedicaba ese hombre?  ̶ interrumpió con brusquedad la señora Johnson –Scottt ̶  ¿Era joyero o algo por el estilo?

̶ Oh, sí, señora ¿Cómo lo ha sabido?

̶ Lo he deducido inmediatamente, demasiada joya. Era evidente.

     Héctor continuó. El inspector miraba asombrado a su suegra.

̶ Como iba diciendo, yo creo que al principio ella se negaría, pero luego, no. Demasiados regalos. Era un hombre rico, riquísimo. Apuesto a que el novio de la muchacha no lo era tanto.

̶ No lo era nada ̶  dijo Leonia ̶ . Era un muchacho muy honrado y trabajador pero rico, no.

̶ Así que crees que fue el señor Haworth  ̶ concluyó Georgina.

̶ Concretamente el señor Haworth y la cocinera.

̶ ¿Pero de verdad creéis que se pondría la sortija?  ̶ preguntó Marta con incredulidad.

̶ Claro que se la pondría, cariño  ̶  le respondió su madre ̶  Se la pondría una vez fugados los dos.

̶ Dudo mucho que el señor Haworth actuara así. ¿Hacía mucho tiempo que estaban casados?

̶ Casi cuarenta años  ̶ dijo Georgina.

̶ Lo ves, mamá. ¿Y tú crees que con cuarenta años de matrimonio el señor Haworth perdió la cabeza por la cocinera?

̶ ¿Y por qué no, si vivía desde hacía mucho tiempo con ellos? Seguro que ella se dejaría querer.

̶ ¡Pero si estaba comprometida!

̶ Eso no me lo creo. Debía ser una excusa. Ella se marchaba los fines de semana, de acuerdo. ¿Y también se iba algún fin de semana el señor Haworth?

̶ Sí, claro ̶  dijo Georgina.

̶ ¿Solo o acompañado?

̶ A veces solo y a veces acompañado.

̶ Lo ves.

̶ ¿Y tú crees, mamá, que de ir solo se reuniría con la cocinera?

̶ ¿Y por qué no?

̶ Oh, es absurdo. Seguro que se marcharía por motivos de trabajo.

̶ Quién sabe  ̶ volvió a hablar su madre que no se daba por vencida.

̶ No me imagino al señor Haworth actuando así, de ninguna manera  ̶ se molestó un poco Marta casi como si fuera un miembro más de su familia.

̶ La verdad es que parece todo bastante complicado, aunque mantengo mi opinión.  ̶ dijo entonces el joven chófer.

̶ Pero Héctor  ̶ continuó Marta ̶  no crees que tu idea es un poco novelesca y pasada de moda. Eso de que el señor se enamore locamente de la cocinera, de la criada o de la secretaria, creo que está un poco anticuado. Yo creo que el matrimonio se quería mucho. Quizás la señora Haworth se sintiera un poco triste por el paso del tiempo, de que su marido no le prestase tantas atenciones. Debéis recordar que casi todas las tardes el señor Haworth trabajaba en su despacho con su secretario. La señora Haworth debía sentirse sola.

̶ Entonces, ¿qué hacía durante todo el día esta señora? ̶  preguntó la señora Johnson-Scott.

̶ No gran cosa  ̶ contestó Leonia ̶  Por las mañanas desayunaba, leía el periódico, resolvía los pasatiempos y hacía punto, ropa para sus nietos y sobrinos nietos. Pero por las tardes muchas veces iba a una ciudad cercana donde participaba en unas reuniones donde sólo había mujeres de su edad. Allí hacían varias actividades.

̶ ¿Todo mujeres? ̶  se extrañó Héctor.

̶ Creo que también algún hombre  ̶ respondió Georgina Mardson.

̶ ¿Algún hombre? ̶  se sorprendió la señorita Brewis.

̶ Quizás tuviera algún flirteo con un hombre misterioso ̶ agregó la señora Johnson-Scott.

̶ ¡Mamá!

̶ Él se dejaría querer, claro, porque sabía que la señora Haworth tenía mucho dinero.

̶ Tiene mucha imaginación, señora Johnson-Scott ̶  dijo su fiel ama de llaves.

̶ No creas. Pero podría ser, ¿verdad Eduardo?

̶ Tal vez ̶  se limitó a comentar su yerno.

̶ ¿Y no quiso despedir a la cocinera o al secretario cuando desapareció la sortija? ̶ preguntó la señora Johnson-Scott  ̶  Seguro que desde su punto de vista tenían que ser ellos.

̶ No. Aunque parezca mentira, quiso que se quedaran. No creía que fuesen ellos ̶  dijo Georgina.

̶ ¿Ni tampoco su marido?

̶ ¡Oh, no, el marido mucho menos!

̶ No entiendo nada. Entonces ¿quién?, ¿un misterioso ladrón que la estaba espiando?  ̶  exclamó la señora Johnson-Scott ̶  me parece que era un poco rara esa señora.

̶ Yo opino lo mismo ̶  añadió el inspector.

̶ Pero escuchad ̶  dijo de pronto Marta ̶  estaba pensando que... ¿y si de repente el matrimonio se hubiera distanciado? La desaparición de la sortija de oro, por parte de ella, habría cambiado la actitud del señor Haworth hacia su esposa. Quizás más comunicativo y más cariñoso.

̶ ¿Qué escondía sus joyas para luego "descubrirlas" ella misma? ̶  dijo incrédula su madre ̶ ¿Quieres damos a entender que era una mujer neurasténica?

̶ Pudiera ser. Muchas mujeres no lo son y se comportan de un modo parecido.

̶ ¿Robando ellas mismas?

̶ Las pobres parecen víctimas desconsoladas.  ̶ continuó su hija ̶  Y entonces el marido preocupado, las consuela.

̶ Hija mía, perdóname, pero tu idea también es un poco rocambolesca. En fin... esto...  inspector, Eduardo, quiero decir, todavía no nos has dicho nada. Dinos lo que piensas de todo esto. ¡Por qué algo pensarás!, ¿no?

̶ Claro que sí. Digamos que parte de la verdad la ha dicho Héctor.

̶ No puedo creérmelo ̶  dijo enfurecida y de inmediato la señora Johnson Scott ̶  de modo que el señor Haworth y esa joven mantenían un idilio a escondidas. ¡Pobre señora Haworth! ¡Qué vergüenza!

̶ No exactamente. Verá. Héctor ha dicho una cosa que es cierta. Hay tantas posibilidades que es preciso analizar todo con muchísimo cuidado. En realidad, es difícil encontrar la solución si no se está en el lugar de los hechos. Sin embargo, yo la sé.

     Se oyeron de repente signos de exclamación. Muchos qués, cómos, esto es sorprendente. Todos miraban como hipnotizados al inspector que no parecía terrenal en aquellos momentos, sino un dios.

̶ He oído que alguien decía que por las tardes iba a una ciudad cercana a distraerse un poco. En estas reuniones cada cierto tiempo seguro que debía marcharse a alguna ciudad mucho más grande a pasar la tarde, yo diría que a Londres. Y una vez allí, unas tardes debía ir al teatro, otras al cine, otras a algún museo y otras... al bingo.

̶ ¿Al bingo? ̶ se extrañó la señorita Brewis como todos los demás.

̶ Sí, al bingo. Nuestra señora Haworth creo que se aficionó a ese juego y a otros muchos del casino.

̶ Y yo que creía que en un momento de desesperación el señor Haworth o la cocinera hubieran dejado la biblioteca y la cocina respectivamente y se hubieran dirigido al salón para coger la sortija. ̶  dijo la señora Johnson-Scott.

̶ También hubiera podido pasar. Pero no, sucedió todo lo contrario.  ̶ dijo el inspector.

̶ ¿Qué sucedió?  ̶ preguntó la señorita Brewis.

̶ La pobre mujer se hizo adicta al juego y perdió muchísimo dinero. Debido a esto tuvo que vender su gran y valiosa sortija de oro. Lo de la desaparición de la sortija aquella tarde fue una farsa.                                    

̶ ¡Pobre señora! ̶ exclamó la señora Johnson-Scott.

̶ La sortija se recuperó, gracias a Dios, pues el director del casino no la vendió, sino que se la quedó. Gracias a él pudo recuperarse.

̶ Y cuando desapareció la sortija, ¿de quién sospechó el señor Haworth? Porque de alguien debía sospechar, ¿no?

̶ Yo creo que pensó que su mujer la había perdido. Y con la excusa de la desaparición ella no se delataría ̶  dijo el inspector.

̶ Muy bonito ̶  continuó su mujer un poco enfadada ̶  y de esta forma todos parecían culpables de un robo.

̶ Estaba enferma, Marta.

̶ Lo sé, por un momento lo había olvidado. Sin embargo, el disgusto que debían llevarse todos cuando desapareció.

̶ ¡Es verdad, sucedió así! ̶  exclamó Leonia como en éxtasis- ¡No puedo creérmelo!

̶ Ni yo ̶  dijo muy asombrado Héctor.

̶ Me enorgullece tener un yerno tan inteligente. ¿Cómo ha podido deducirlo todo tan rápidamente? Parece imposible.

̶ Bueno... secreto profesional  ̶ dijo el inspector al tiempo que guiñaba un ojo a su esposa.

̶ Más que un inspector parece un adivino ̶  observó también muy sorprendida Georgina Mardson ̶  Cuando se lo diga a Charlotte Darnell no se lo va a creer.

̶ No me extraña que haya llegado a ser inspector de Scotland Yard  ̶ dijo fascinada la señorita Brewis ̶ . Pero la historia en el fondo es muy triste ̶  añadió afligida ̶  ¿Y luego qué pasó?

̶ Pues ahora viene la parte que más me gusta ̶  concluyó Leonia ̶  La cocinera se casó al cabo de un tiempo, pero continuó trabajando allí. El que ya no trabajó allí fue el ambicioso secretario que, enferma la señora Haworth, exigía al señor mayor concentración en los asuntos laborables. Aquello fue el colmo. El señor Haworth lo despidió muy diplomáticamente.

–Así fue ̶  afirmó Georgina ̶  Ahora se encuentra mucho mejor, la señora Haworth. Poco después hicieron un viaje por casi todo el mundo y pudieron visitar a todos sus hijos. Cuando regresaron los dos parecían tener diez años menos. Fue un viaje maravilloso.

̶ No a todo el mundo le sienta bien viajar  ̶  dijo seria y lentamente la señorita Brewis ̶  Recuerdo que hace muchísimos años una amiga mía me contó que una conocida suya había realizado un viaje a África con un grupo de amigos. Esta mujer enfermó allí de unas fiebres producidas por la picadura de un insecto, por lo que tuvieron que trasladarla urgentemente en avión a Londres.                                 

̶ Pobre mujer ̶  dijo afligida la sentimental Georgina Mardson.

̶ ¿Qué sucedió?  ̶ preguntó la señora Johnson-Scott ̶  Nunca me lo has contado.

̶ Hace tanto tiempo de eso. De hecho, es una historia extraordinaria. Ya lo creo que sí.

̶ Explícanosla, Valeria  ̶ dijo Leonia Mardson que ya estaba muy impaciente por escuchar el relato.

̶ Oh, sí  ̶ reafirmó su prima  ̶ me gustan los relatos misteriosos.

̶ Como gusten. Pero primero serviremos el té, ¿les parece bien? Ya han dado las cinco en el reloj.                                                                                          

       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                        EL EXTRAÑO TESTAMENTO DE LA SEÑORITA GRAVES

̶ La señorita Graves era una mujer muy activa a quien le encantaba viajar  ̶ empezó a narrar la señorita Brewis  ̶  Era alta, de pelo castaño, delgada, pero fuerte. Una mujer de gran personalidad: temperamental, divertida y excéntrica, que gustaba de la aventura y detestaba la inactividad. Contaba unos cincuenta años cuando ocurrió todo. Poco después de la Gran Depresión, con un grupo de amigos, decidió realizar un viaje a Egipto por el curso del Nilo. El viaje duró un mes aproximadamente y fue todo un éxito. Era una mujer, como comprenderán, muy rica, riquísima, que sólo tenía como parientes cercanos a dos sobrinos de una hermana ya fallecida. El marido de esta también había muerto hacía algunos años.

     El sobrino mayor era muy independiente, de fuerte carácter, como ella, que vivía en Kenia. El otro sobrino era muy agradable, pero de carácter débil, que estaba casado con una mujer demasiado mandona que siempre se salía con la suya. Cuando su sobrino proponía una idea, su mujer proponía otra, y al final el buen Alberto, que así se llamaba el joven, tenía que desistir de sus propósitos. Y el joven siempre ponía el mismo ejemplo: a él le gustaba el campo y a ella la ciudad; pues para complacerla vivían en Londres. Y cuando llegaba el fin de semana, su mujer fingía tener fastidiosas jaquecas y entonces no podía acompañarlo, casi nunca, fuera de la ciudad.

̶ ¡Qué mujer más egoísta! ¡Eso no puede ser!  ̶ exclamó la señora Johnson-Scott.

̶ Por ese motivo, muchas veces, él tampoco se marchaba para no dejarla sola. Daba mucha lástima, el pobre.

̶ El hombre es quien debe tener más autoridad en una familia  ̶ volvió a decir la señora Johnson-Scott ̶  si no deja de serlo y puede llegar a ser un perro faldero; para mí,  inaceptable.

̶ Pero mamá ¡si tú tenías mucho más empuje y carácter que papá!  ̶  se sorprendió su hija ̶  ¿cómo puedes hablar así?

̶ Lo sé  ̶ le respondió muy seria ̶  pero nunca lo puse en ridículo delante de nadie. Y en muchas ocasiones, en muchas, querida hija, hacía lo que él deseaba aunque no fuera la solución más acertada.

̶ Es verdad, debo reconocerlo; pobre papá, cuánto lo echo de menos ̶  suspiró Marta ̶  Continúa con tu historia, Valeria, por favor.

̶ Sí ̶  afirmó la solterona ̶ Pues debido al gran éxito de aquel viaje, al cabo de cuatro o cinco años, antes de que estallara la 2ª Guerra Mundial, decidieron emprender otro viaje también por África, pero mucho más largo y ambicioso. Se trataba de un viaje al gran lago Victoria y a las cataratas que llevan el mismo nombre. La señorita Graves estaba entusiasmadísima con la idea y lo primero que hizo fue decírselo a su sobrino Alberto que también vivía, como ella, en Londres.


̶ Tía queridísima, me alegro mucho de este viaje que vas a realizar. ¡Un viaje al corazón de África ¡qué emocionante! Aunque a mí no me guste viajar, te envidio. Siempre has sido tan independiente, tan segura, tan satisfecha de ti misma.

̶ Es verdad, aunque mi vida no ha sido un camino de rosas, últimamente las cosas no me van mal; no señor, tienes razón.

̶ ¡Mi mujer te admira tanto también!

̶ Oh, no digas esto. Creo que me tiene una envidia malsana. Yo sé que no soy del agrado de tu mujer...  y viceversa. Perdóname, Alberto, por decirte esto, pero yo siempre digo lo que pienso, duela a no, si las circunstancias son graves y alguien sufre; si alguien sufre... como tú.

     Y luego añadió estas palabras con un tono algo severo:

̶ Creo que deberías imponerte más a tu mujer.

̶ Pero si ella es más inteligente que yo, tía. ¿Cómo quiere que me imponga? Entonces me echa un sermón tan largo que no sé qué contestarle y si le contesto, sube a su habitación y no sale durante toda la tarde.

̶ ¿La quieres todavía?

     La respuesta de Alberto fue un poco pueril:

̶ A veces sí y a veces no, yo creo más bien que... ̶ el joven desvió su respuesta ̶ . Pero es que Sally es mucho más emprendedora, más enérgica.

̶ Y menos considerada, querido Al ¿Te quiere ella a ti?

̶ Oh, sí, siempre me lo dice.

̶ ¿Cuándo? ¿Cuándo se sale con la suya o cuando no?

     La cara de Alberto se puso cada vez más seria.

̶ Cada vez que se sale con la suya, tía.

̶ Mucho mejor que no hayáis tenido hijos, mucho mejor  ̶ dijo flojito mientras se fijaba en su sobrino que se levantó en aquellos instantes para abrir la puerta del domicilio, pues habían llamado al timbre de una forma machacona y desagradable. Seguro que se trataba de su mujer, Sally, que otra vez se había dejado las llaves en casa. Alberto no andaba con seguridad, demasiado deprisa, quizás tenía miedo de que lo regañara su mujer por tardar demasiado. Esta apareció por fin en el salón y dijo con un tono tan exagerado como falso.

̶ Hola, tía Amelia ̶  dijo la bella joven, alta, de pelo castaño, mandíbula pronunciada y muy bien vestida que apareció con una gran caja en sus manos. Tenía la mala costumbre de hacer algún comentario desagradable o hiriente cuando creía oportuno ̶   No sabía que estarías aquí, pero deduzco que ha sido uno de tus impulsos. Tienes tanta energía, eres tan encantadora tía, que si Alberto tuviera la mitad de la tuya, ya me contentaría.

     La señorita Graves la miraba atónita y de forma inexpresiva; era su mejor arma para disimular su antipatía hacia ella. Qué desagradable era la joven.

̶ He ido a comprarme ropa en la tienda que inauguraron la semana pasada ̶  continuó Sally a quien le encantaba comprar ropa cara, un poco por encima de sus posibilidades–  Y no cabía ni un alfiler, ¿puedes creértelo?¿Y sabes qué? Me he encontrado con los señores Dillington, ya sabes, los propietarios de los almacenes. Y me he acercado a saludarles. ¡Son tan amigos de mis padres! ¡Son un encanto! ̶ exclamó en un tono afectado.

̶ Qué hombre más altivo y arrogante es el señor Dillington. Yo no lo hubiera saludado por nada.

̶ Ay, Alberto, debes ser mucho más sociable y…

     La señorita Graves la interrumpió adrede. Empezaba a ponerla nerviosa la "encantadora" Sally.

̶ ¿Estás contento con el trabajo que tienes?

-Mucho. Todavía trabajo como contable en la herrería del señor Quinn, tía. Aunque lo que más desearía, ya lo sabes, es ir al campo y regentar un pequeño, bonito y confortable hotel  ̶ suspiró.

̶ ¡Qué tonterías dices! ¿Al campo? A veces me preocupas, Alberto  ̶ dijo sonriendo burlonamente Sally.

̶ Si no vivimos en el campo es porque a ti no te gusta, recuérdalo. Y en cuanto a mi trabajo, repito que estoy muy contento.

̶ Sí, claro ̶  respondió molesta su mujer ̶  pero ganas poco dinero, Alberto. Nuestros amigos las Allerton y los Curtis sí que están prosperando mucho. Espero que algún día ganes tanto dinero como ellos ̶  dijo menospreciándole.

̶ Y a mí, qué me importan tus amigos Allerton y Curtis  ̶ respondió su marido que empezaba a alterarse.

̶ ¡Qué pesado estás hoy, Alberto! Te duelen las verdades, ¿no es cierto?

     Y dicho esto la joven se levantó y se dirigió hacia su habitación.

̶ Ahora vuelvo, tía.

̶ ̶ Por mí no te esfuerces ̶  susurró la señorita Graves para sí.

̶ Tía, no sea tan dura con ella.

̶ Querido Alberto, estas más ciego que un topo. ¿No has tenido tentaciones de matar a tu mujer? ̶  dijo la señorita Graves con naturalidad.

̶ Tía, no diga eso.

̶ Perdóname, pero cada vez la encuentro más insoportable. ¡Qué impertinente! ¡Qué maleducada se está volviendo! Claro que le viene de familia. Deberías hacer algo Alberto, yo de ti no lo consentiría... ¡Caramba! ̶ exclamó de pronto mirando su reloj ̶  pero qué tarde es, debo irme a casa inmediatamente.

̶ ¿Cuándo te vas de viaje, tía?

̶ Dentro de quince días, el nueve de julio  ̶ concretó la mujer para luego continuar con una cara seria ̶  En el fondo ya debes imaginar porque voy a África. Quiero ver a tu hermano Greg. Hace mucho tiempo que no sé nada de él. Según su última carta, todavía vive allí, en Kenia. ¿Tienes noticias suyas, Alberto?

̶ No, tía. Ya hace casi un año que no sé nada.

̶ Yo creo que le ha pasado algo. Intuición femenina.
̶ Espero que no sea nada malo... Tal vez se haya casado  ̶ dijo el joven en un impulso esperanzador y positivo.

̶ No lo creo. Nos hubiera informado una manera u otra, aunque la verdad es que siempre ha ido a la suya, como yo. La cara que va a poner cuando me vea. No sabrá qué decir.
̶  ¡Oh, sí !  ̶ exclamó sonriente su sobrino.
̶ ¿El qué?
̶ Una frase muy típica de él, ¿no te acuerdas? Diría: Pero tía ¿qué diablos estás haciendo aquí?
   

La señorita Graves se puso a reír ante el comentario de su querido sobrino. Y luego se despidió de él y se marchó a su domicilio. Evitó expresamente despedirse de Sally, la "encantadora" mujer de Alberto.

     Tras la explicación del principio de la historia, empezaron las preguntas y las observaciones.

̶ No creo que fuera tan encantadora, Valeria ̶  dijo la señora Johnson-Scott.

̶ Claro que no, pero era una expresión que utilizaba con todo el mundo. "Eres un encanto", solía decir.

̶ Qué mujer tan hipócrita. ¡Y pobre marido! ̶  se lamentó Georgina Mardson ̶  ¿Todavía están casados?                                                                                                                   

̶ ¿Y cómo fue el segundo viaje, el de las cataratas Victoria? ̶  preguntó la señora Johnson-Scott –¿Qué sucedió?

̶ Aquel viaje fue tan impresionante como el anterior ̶  continuó narrando la señorita Brewis ̶  No solo vieron las cataratas, que son espectaculares y de una gran belleza, sino que también fueron en barco a través del lago Victoria que es tan grande que parece que estuvieras en el mar. Fue poco después, cuando llegaron en Kenia, en el viaje de regreso, cuando la señorita Graves tuvo aquella desagradable picadura o mordedura.

̶ ¿De qué fue? ̶  preguntó intrigada la señora Johnson-Scott.

̶ ¿Fue grave?  ̶ dijo preocupada Leonia Mardson.

̶ ¿Estuvo muchos días enferma?  ̶ preguntó su prima.

̶ La verdad es que al principio no se supo de qué fue, pero fue grave. Rápidamente avisaron a un médico que la atendió, pero quedó tan débil que, junto a una conocida que iba en el mismo grupo y que se había hartado de tanto mosquito, regresaron a Londres. Cuando llegaron la ingresaron inmediatamente en una clínica especializada en enfermedades tropicales. Y tuvo la suerte de que allí la atendiera una joven enfermera, muy eficiente y simpática, que curiosamente había trabajado en África hacía casi año y medio. Aquella enfermera era muy guapa, de pelo rubio, facciones pequeñas, y tenía una mirada dulce y triste, como la de una “madonna” renacentista. Se llamaba Evelyn.


̶ Buenos días, señorita Graves, ¿cómo se encuentra hoy?
̶ Mucho mejor, gracias. Ya tengo ganas de marcharme a casa. Mi prima pasará unos días conmigo. La verdad es que ha sido maravillosa.
̶ Me alegra de que se encuentre tan animada. Espero que el doctor le dé el alta muy pronto.
̶ ¿Por qué no me hace un poco de compañía ?Me apetece hablar con alguien en estos momentos. Estoy más aburrida que una ostra  ̶ dijo con su hablar tan despreocupado y sincero.
̶  Oh ̶  exclamó gratamente sorprendida ̶  como quiera, pero sólo podré cinco minutos. Tengo mucho trabajo por hacer.
̶ La comprendo ̶  y dio un suspiro ̶  Es usted muy bonita y simpática  
 ̶ dijo mirándola con curiosidad ̶  Así que tengo entendido que trabajó en África del Sur, ¿verdad?
̶ En efecto. Creí estar preparada para ello, pero no, no soy lo suficientemente fuerte. Al principio me desilusioné, tan joven y llena de esperanzas, pero no. La verdad ... ̶ titubeó un poco ̶  es que ahora me encuentro mucho mejor aquí.
̶ ¿Tiene novio?
-No, señora.

̶  Yo tengo un sobrino que está dominado por su impertinente y "encantadora" mujer.

 ̶ ¿Sólo tiene uno?
̶ No, tengo otro que vive precisamente en Kenia. Lástima que no lo haya conocido. ¡Pobre Greg! Es médico y se fue a Kenia con unos misioneros hace ya unos años. Es un joven muy independiente, aunque generoso, y terco, muy terco. A veces estaba tan absorto en su trabajo que parecía un poco antipático. Y yo que siempre pensé que se casaría, como el pobre Alberto.
̶ Ya me acuerdo de su sobrino, el que vino solo el otro día ̶  dijo de pronto Evelyn ̶ . Es muy guapo.
̶ Haríais muy buena pareja. Pero desgraciadamente está casado. Menos mal que no tiene hijos.
̶ ¿Por qué dice eso? Los hijos fortalecen el matrimonio.

̶ No me extrañaría que a la larga se separaran.

̶ Cuánto lo siento.

̶ El defecto de Alberto es su debilidad. Odio decir esta palabra sobre mi sobrino al que adoro. Pero la debilidad no es buena... como tampoco es bueno ser demasiado duro... Oh, ¿sabe que me está entrando sueño? Seguro que debe ser el efecto de la inyección que me puso esta mañana. Estoy cansada  ̶ dijo entonces la señorita Graves ̶  muy cansada, quisiera dormir un poco...
̶ Descanse, señorita Graves, descanse. Y si quiere algo sólo tiene que llamar al timbre.
̶ Gracias... muchas gracias.
     La eficiente enfermera salió de la habitación. La señorita Graves pensó nuevamente en sus dos sobrinos, meditando en voz baja. Uno, poco cariñoso, se había abierto a la vida; el otro, mucho más afectuoso, se cerraba a ella. Qué diferentes somos los humanos. Unos felices y otros desdichados. Qué injusticia. Ella, la valiente Amelia Graves, debía hacer algo para arreglarlo.

     Antes de dormirse, pensó también durante unos momentos en Evelyn. Había algo que no encajaba en aquella chica.

     Al final de sus pensamientos escuchó cómo se cerraba lentamente la puerta de su habitación.
                                                               *    *    *    

     Al despertar, al día siguiente, lo primero que hizo la señorita Graves fue ver un gran jarrón de flores que habían colocado en la mesita de noche y lo segundo fue contemplar a dos personas sentadas en unos sillones, que eran sus dos primos. La señorita Graves tenía la friolera de once primos hermanos, de todas las edades y temperamentos. En representación de todos ellos habían venido sus primos mayores, pero por parte paterna, que como ella, también eran solteros. Sin lugar a dudas con la que mejor se llevaba era con su prima Marion y con quien peor con su primo George.
 ̶ Amelia, querida, ¿cómo te encuentras? Ayer no pude venir y por la noche vino inesperadamente George, de Bristol  ̶ dijo su prima Marion con voz lastimera acercándose a ella.  Esta era una mujer muy delgada, de cabellos canosos y de vestimenta anticuada. Nadie diría que tenían casi la misma edad.                      

̶ No te preocupes, querida, ya me encuentro perfectamente. ¿Y tú, George, qué significan tantas prisas?
̶ Cuando me enteré de lo sucedido, vine lo más rápidamente posible ̶ contestó el calvo y delgado hombre que también se acercó a ella por el otro lado de la cama.

̶ ¿Ah, sí? Pero si ya hace cinco días que estoy aquí. Y creo que mañana ya tendré la alta médica.

̶ Es verdad, pero supuse que no estarías lo bastante animada para recibir visitas.
̶ “El bueno e "interesado" de George"  ̶ pensó para sí ̶ . Siempre con la frase apropiada en la boca. La verdad es que se parece a un buitre. Y siempre quiere la parte del botín cuando algún pariente ha fallecido o está a punto de fallecer”.

̶ Tienes un semblante estupendo  ̶ dijo George.

̶ Tú siempre tan galante, pero estoy mucho más delgada y ojerosa. ¿Pera sabes qué? Ya estoy fuera de peligro y esto es lo que importa. No tardará en venir el médico.

̶ Después de ir a tu casa para hacerte compañía, ¿por qué no vienes a la mía durante unos días? ̶ preguntó Marion.

̶ O a la mía ̶  añadió sonriéndole el primo George levantando de forma inconsciente el dedo de su mano derecha ̶ . Margo, ya sabes, la mujer con la que salgo tiene muchas ganas de verte.

̶ Margo siempre ha sido tan "encantadora", George ̶  dijo con un ligerísimo tono de burla.
     En aquel momento les interrumpió la presencia del doctor. Entonces los dos primos se despidieron de la Señorita Graves y le desearon lo mejor con amables palabras.
     Después de que la reconociera, la señorita Graves quiso tener una charla con el comprensivo y eficiente hombre durante una media hora. Para ella era necesario y urgente, no había tiempo que perder. El doctor la estuvo escuchando con mucha atención. Su semblante se volvió mucho más serio de lo habitual.

                                                 * *  *

Cuando a la mañana siguiente llegaron Alberto y su mujer para ver cómo se encontraba tía Amelia, comprobó que la habitación estaba vacía. Un doctor pasaba por ahí en aquellos momentos.
̶ ¿Se ha marchado ya mi tía? ¡Vaya! No creía que se iría sin avisarme.

̶ Será mejor que nos sentemos allí un momento, fuera del hospital.

   Cuando llegaron al sitio elegido por el doctor (un pequeño jardín) este continuó brevemente y con cierto nerviosismo:

̶ Verá, sucedió ayer por la noche, de forma imprevista. Todavía no nos lo podemos creer. 

̶ ¿Qué es lo que sucedió ayer por la noche? ̶ preguntó muy intrigada Sally.

̶ Se trata de su tía  ̶ dijo dirigiéndose a Alberto.
̶ ¿De mi tía? ¿Qué le pasa a mi tía?                                                            

Las palabras del doctor lo dejaron petrificado:

̶ Lamento comunicarle, señor Martin, que su tía Amelia falleció ayer por la noche cuando salía del hospital.

     Aquella noticia fue tan dura para Alberto que perdió el mundo de vista y se desmayó.

 

 

 

    El fallecimiento de la señorita Graves produjo consternación entre los presentes.

̶ Pero, ¿qué pasó?, ¿qué pudo haber sucedido? ̶  exclamó muy afectada la señora Johnson-Scott ̶  Qué mujer tan extraordinaria y morir así, tan de repente cuando ya se hallaba fuera de peligro. ¡Qué pena, qué tragedia!

̶ Cálmese, señora ̶  la consoló la señorita Brewis un poco sobresaltada ̶  después de todo sucedió hace ya muchos años y usted no la conocía.

̶ Se me ha hecho tan real y simpática que me parece imposible lo que le sucedió.

̶ ¿De qué murió? ̶ preguntó también bastante intrigado el inspector Carmichael que todavía no había dicho nada.

     La señorita Brewis empezó a ponerse nerviosa.

̶ Creo que aquel veneno era muy extraño. Después de una ligera mejoría, tuvo una fuerte recaída y luego el fatal desenlace.

̶ Señorita Brewis, ¿recuerda de qué fue la mordedura o picadura?

-Fue una picadura, ahora lo recuerdo bien.

̶ ¿De qué insecto, se supo con claridad?

̶ Todos dijeron de qué se trataba de una araña, en concreto de una "viuda negra".

̶ ¿Está segura de que se trataba de una viuda negra, no podía ser otro tipo de araña?

̶ No, no, se trataba de esa.

̶ Parece un interrogatorio, Eduardo ̶  dijo entonces su suegra ̶  ¿es así cómo descubres a los criminales?

̶ Es necesario hacer muchas preguntas para que el presunto culpable hable y aclare las dudas y nos dé pistas.

̶ Por un momento la presunta culpable parecía yo  ̶ dijo la señorita Brewis que se había puesto un poco colorada.

     Todos sonrieron por lo que había dicho.

̶ ¿Y tienes ya alguna pista?  ̶ dijo entonces Héctor.

̶ Sí.

̶ ¿Sí? –se sorprendieron dijeron casi todos.

̶ ¿Cuál? ̶  preguntó Georgina.

̶ ¿Sabe lo que le pasó a la señorita Graves?  ̶ dijo su prima.

̶ De momento, no diré nada pero apuntaré lo más importante en este papelito. Luego se lo daré a Valeria.

̶ ¿Crees que la asesinó la enfermera, Eduardo? ̶  dijo entonces su mujer.

̶ Hay esta posibilidad, pero Valeria debe avanzar más en su relato.

̶ ¿Quién heredaba al morir ella?  ̶ preguntó Leonia.

̶ Principalmente sus dos sobrinos ̶  respondió la señorita Brewis ̶  aunque no del todo, pues también heredaban algunos de sus primos y otros familiares.

̶ Yo creo que fue la enfermera ̶  sentenció la señora Johnson-Scott ̶  Parece la única sospechosa, aunque ignoro el motivo. Quizá sabía mucho de ella, de que era muy rica. No sé, demasiado buena e inocente esa chica. Fíate de esas. ¿Y aquella inyección que le puso, de qué era?

̶ Un sedante. Además ¿por qué sospechar de ella? Era muy buena chica ̶  aseguró la señorita Brewis.

̶ Usted siempre pensando lo mejor de todo el mundo. No debe ser tan confiada, Valeria. Claro que... si usted dice que era buena chica y conoce la historia, es obvio que era buena chica.

     Por unos momentos la señora Johnson-Scott pareció un sabio chino.

̶ ¿Qué ocurrió con el testamento, Valeria? Me tienes muy intrigado ̶  dijo el inspector.

̶ ¡Oh, sí, el testamento! ̶  exclamó Georgina.

̶ Eso, ¿qué decía el testamento, Valeria? ̶ dijo también preocupada Leonia.

̶ ¡El testamento! ¡Madre mía!  ̶ exclamó mientras negaba con la cabeza ̶.  La que se armó.

     A los dos días de la defunción de la señorita Graves, en el despacho de un notario, se hallaban presentes varios miembros de la familia. En primer lugar Alberto, que se encontraba muy abatido por la noticia y hacía mala cara; luego su mujer que estaba silenciosa y que miraba con bastante atención los bellos y caros cuadros que colgaban de las paredes de aquella lujosa sala; la prima Marion estaba sentada en una silla y miraba como ausente su regazo tocándose nerviosamente sus manos. También se encontraba otro de sus primos, pero por parte materna, que se llamaba James, un hombre bastante grueso y atractivo de ojos profundamente azules y también su primo George, delgado y feúcho, que insistió en estar presente y que se encontraba sentado en una butaca a la espera de buenas noticias… económicas.
̶ Buenos días. Siéntense todos, por favor ̶  dijo el anciano notario de pelo gris y rostro arrugado que apareció al cabo de unos momentos  ̶ .  Siento mucho la muerte de la señorita Graves. La conocí hace muchos años. Era una buena mujer, original y en ocasiones excéntrica. Antes de que me pregunten sobre ella deben saber que ya se ha hecho su incineración. No quería que nadie estuviera presente. Puede resultar raro, insólito, ilógico e incomprensible, pero repito que se hizo según sus deseos.
̶ Es muy duro todo esto. No sé si podré soportarlo. Pobre tía, no la hemos podido ver.
̶ Debes ser más fuerte, Alberto. Luego te pones como te pones – dijo su mujer a continuación sin miramientos.
     Ante estas palabras, el joven se apartó molesto de su lado y se sentó en otro sitio. Su mujer sólo se limitó a encogerse de hombros.
̶ Todo esto es muy extraño, señor notario. Lo he hablado con mi hermano George y con James, otro primo de Amelia  ̶ dijo Marion muy preocupada.
̶ Muy raro, sí señor. Todo tan rápido. Todavía no nos hemos hecho a la idea de que haya muerto. Cuando Alberto nos lo contó todo parecía una pesadilla  ̶ dijo tristemente James.
̶ Sí, me lo imagino. También por desgracia traigo más noticas tristes ̶  y aquí el semblante del notario se hizo mucho más serio ̶  Y se refiere a usted, señor Martin. Se trata de su hermano.
̶ ¿Qué le sucede a mi hermano? ¿Qué le ha pasado?
̶ Con profunda tristeza debo decirle que ha muerto. Murió de cólera hace poco más de un mes y medio.
̶ ¿Qué? ¡No, no es posible! ¡No puede ser, no puede ser!
     Aquello ya fue demasiado para Alberto. Dos muertes seguidas en menos de dos días le parecía demasiado. El pobre joven se derrumbó en su asiento.
̶ Echémosle en el sofá ̶  dijo su mujer sin inmutarse ̶  Mi marido es propenso a los desmayos.
     La prima Marion se encontraba con él, cogiéndolo de la mano e intentando reanimándolo, pero por el momento no despertaba. El notario parecía tenso, nada cómodo, y cuando quiso comunicarles otra noticia, la mujer de Alberto, Sally, se adelantó deseosa por aclarar las cosas.
̶ Así que somos los principales herederos. Porque supongo que lo somos, ¿verdad?
̶ Pues... no.

̶ ¿Qué quiere decir con que no? La prima Marion es sólo su prima, al igual que George y de Robert. Mi marido es el único heredero.

̶ Primero leamos el testamento, ¿no les parece? ̶  dijo el notario más aliviado.

   Los cuellos de Sally y del primo George se alargaron en dirección al documento. Todos se hallaban sentados delante del notario.
̶ Bien, empezaré ̶  comenzó a hablar el anciano ̶  Dice así: "Yo, Amelia Graves, de cuarenta y nueve años de edad, en plenas facultades mentales, dicto mi testamento el día dos de febrero de 1936 dejando todo mi dinero a..."
̶ ¿A quién?  ̶ preguntó ya muy excitada Sally.
̶ ¿Quién es el afortunado?, ¿Cuánto dinero deja la prima?  ̶ exclamó George.
̶  No continua, señores. El testamento acaba aquí –mintió el notario.

     Nadie de los presentes se lo podía creer. Incluso el notario hizo una extraña mueca.

̶ ¿Pero esto qué es, una tomadura de pelo? ̶ se quejó bruscamente Sally ̶  Su prima estaba completamente chiflada, una excéntrica, una loca. No me extraña que nadie quisiera casarse con ella.
̶ Era insoportable ̶  se quejó entonces el primo George muy desilusionado al comprobar que no heredaba nada ̶  siempre presumiendo de ser buena y caritativa y, en realidad, se divertía engañándonos a todos. ¿Pero qué gracia tiene todo esto?
̶ La prima Amelia era muy buena, mucho  ̶ replicó Marion ̶ . Recuerda que hizo con sus dos sobrinos. Al pobre Greg le pagó sus estudios universitarios; para Alberto ha sido como una madre. Y ahora la muerte de Greg. ¡Pobre muchacho! ¡Qué triste es la vida! ̶ exclamó casi llorando.

̶ Todo esto es muy desagradable y doloroso ̶  dijo entonces James ̶  Si no hay nada más, ¿podemos marcharnos ya?
̶ Todavía, no  ̶ dijo el anciano ̶  Hay un hecho que deberían ustedes saber y es que el señor Greg Martin se casó poco antes de su muerte.
̶ ¿Cómo dice usted? ̶  se quejó Sally que iba de sobresalto en sobresalto como todos los demás.

 De hecho su mujer se encuentra aquí, en esta salita ̶  dijo el notario señalando una puerta que se hallaba cerrada ̶ . Si esperan un momento, voy a avisarla.
     Entonces se levantó y se dirigió muy despacio hacia allí. Y cuando el anciano abrió la puerta, salió de ella una joven alta y esbelta que lucía un bonito vestido azul oscuro. No tardaran en comprobar que la viuda de Greg... era la misma enfermera que había tratado a la señorita Graves; Evelyn.
̶ ¿Usted? ̶  exclamó Sally levantándose de su asiento ̶  ¿Usted es la esposa de Greg? ¿Y cómo nos lo vamos a creer? ¡Es usted una impostora!
̶ No, señora  ̶ respondió con calma y tristeza ̶  En mi bolso traigo los papeles de mi matrimonio y los papeles de la defunción de mi marido. Y para que ustedes lo crean también traigo una foto que nos hicimos recién casados.

     La prima Marion la cogió y sonrió. James hizo lo mismo. Una bonita fotografía con dedicatoria.

̶ Lo que no entiendo es por qué no nos avisasteis ̶  dijo Marion.
̶ Greg no quiso, al menos por el momento. Creía que no pararíais de llamarle y, en consecuencia, molestarle. De hecho, queríamos daros una sorpresa, pues queríamos venir a Londres. 

  Los ojos de Evelyn se inundaron de lágrimas por aquel viaje que nunca pudieron realizar.
̶ Bienvenida a la familia, querida ̶  dijo Marion ̶  Siéntate, no haces buena cara, estás muy pálida.
̶ ¿Le sucede algo a Alberto? ̶  preguntó entonces la joven que lo vio tendido en el sofá.

̶ ¿Por qué ha llamado a mi marido por su nombre? ̶  se quejó un tanto celosa Sally.
̶ Me es muy simpático su marido. ¡Y parece tan desgraciado!
̶ Bueno, ya que todos están aquí...  ̶ dijo el notario.
̶ Eso significa que la herencia será para nosotros  ̶ continuó enfadada Sally ̶  y para esta... esta...
̶ Para esta enfermera, señora. Amé mucho a mi marido. Y cuando murió tuve un fuerte shock. Cuando la señorita Graves llegó a Kenia me encontraba en el mismo hospital, pero como estaba enferma no pude hablar con ella. Yo no contraje el cólera, como mi marido, y al morir él  ya no quise quedarme en África. Al llegar a Londres, gracias a unos familiares pude entrar como enfermera en la misma clínica donde trasladaron a la señorita Graves, la clínica de enfermedades tropicales. No me lo podía creer. En frente mío tenía a la querida tía de Greg. Lo malo de mi pobre marido era que estaba muy absorto en su trabajo, demasiado. En alguna ocasión hasta me enfadé con él.
     Pero al decir aquellas palabras se abrió otra puerta del despacho, y apareció una mujer muy anciana que llevaba un sombrero y un tupido velo. Usaba bastón y estaba bastante encorvada. Pero lo más sorprendente de ella era que parecía llevar como una especie de máscara en su cara: sus gruesos labios estaban pintados de rojo, su nariz resultaba demasiada larga y su piel arrugada estaba cubierta por una capa muy espesa de maquillaje de color blanco.

̶ Sí, se me olvidaba ̶  continuó el notario ̶  Esta mujer también tiene algo que decir. La señorita Graves la conocía muy bien.

̶ No aguanto tantas sorpresas desagradables ̶  dijo Sally bruscamente ̶  ¿Y quién es esta mujer? ¿Otra impostora? ¿Qué quiere este vejestorio? ¿Es alguna tatarabuela de tía Amelia que ha resucitado para alegrarnos la velada?  ̶ dijo fuera de sí y de forma desagradable ̶  Ya está bien de tanto sobresalto. Estoy harta de todo esto. ¡Maldita tía Amelia!
     Y como si fuera un acto reflejo, la anciana mujer tiró con rapidez al suelo el sombrero, el velo y el bastón. Aquello era inimaginable. ¡Se trataba nada más y nada menos que de la mismísima señorita Graves! Y todos la llamaron por su nombre, tan sorprendidos, que no era de extrañar que alguien se desmayara también. Entonces la mujer fue avanzando hacia Sally; la cara de la señorita Graves era de odio.
̶ ¡Lo he oído y visto todo! ¡Víbora desgraciada e intrigante!
     Sally todavía estaba aturdida  y sólo le salía el nombre de su tía repetitivamente, debido a los nervios, que iban en aumento.
̶ ¡Tía Amelia, tía Amelia, tía Amelia!
̶ ¡Oh, cállate, ya! Me das asco. Con tus aires de grandeza, con tus desprecios continuos hacia Alberto. ¡No vas a recibir ni una libra! ¡Ni una! ¡Maldita desgraciada!

     Y luego se dirigió a su primo George. Este se había puesto de pie muy asustado y a medida que Amelia se acercaba, él retrocedía.

̶ Y tú, buitre carroñero. ¿Te has alegrado de verme? Pareces un poco alterado, ¿verdad? Estás sudando, George. Haces mala cara.
     Y de pronto, la señorita Graves estalló.
̶ ¡Márchate de aquí, rápido. Y tú también, Sally. Vamos, fuera de aquí los dos!
̶ Pero tía Amelia, no se precipite usted, todo tiene una explicación ̶  argumentó tartamudeando la joven.
-¡Fuera de aquí ̶  le gritó señalándola con el dedo ̶  o te arrepentirás!
    

Tanto Sally como el primo George salieron rápidamente del despacho. Entonces la señorita Graves cerró la puerta con suavidad, se giró un momento y se apoyó en ella. Tardó unos momentos en hablar mientras los miraba con cara melancólica.
̶ Muchas gracias por vuestra actuación, en especial tú, Alberto –dijo de pronto – Te quiero mucho, ya lo sabes.

Y es que todos sabían que la señorita Graves estaba finalmente viva; a excepción de Sally y del primo George. Y de que el joven Greg había muerto en África.

– Gracias, tía – respondió el joven – La verdad es que nos ha salido a todos muy bien nuestra pequeña representación, aunque no teníamos ganas de hacerlo, debido a la impresión por la muerte de mi hermano. Pero insististe tanto. La verdad es que, si nos explicaras con más calma, cómo fue el viaje a África te lo agradeceríamos mucho.

– Ahora lo haré. Y no os asustéis por este numerito que he hecho   ̶ dijo ahora con voz dulce ̶  Ya os dije con anterioridad que debía hacerlo. Era necesario. Siempre tuve apego al teatro, a interpretar, quizá hubiera sido una buena actriz –dijo cambiando de tema - Quería comprobar y tener testigos de cómo eran Sally y mi primo George. De que no se merecían ni una libra de mi herencia.
     Dicho esto se acercó a cada uno y les dio un beso.

̶ Gracias por todo, Peter. Has actuado como un buen y fiel amigo.

̶ Hacer esto a mi edad, Amelia  ̶ se quejó el anciano notario que se sentó en su butaca ̶ Menos mal que ya estoy jubilado. En activo no lo hubiera hecho, como comprenderás. Vaya falta de seriedad y vaya imagen de la profesión y de mí mismo hubiera dado.

̶ Tienes razón, Peter. Pero yo también tengo mis motivos. Y el motivo era muy serio, y es que en el fondo no dejo de ser una mujer seria. Una mujer seria y terca aunque parezca frívola y excéntrica, que en muchas ocasiones también lo soy.

̶ Amelia  ̶ dijo su prima con mucha dulzura y alegría  ̶ qué contentos estamos de verte. ¡Estás… viva!

 

̶ Valeria, ¡la señorita Graves no había muerto! ¡Qué gran noticia!  ̶ exclamó la señora Johnson-Scott muy contenta.

̶ Oh, sí  ̶ le respondió ̶  al final  se salvó, gracias a Dios.

̶ Ha explicado muy bien la narración, Valeria  ̶ dijo entonces el inspector ̶ . Mire, le voy a dar una hoja con las observaciones que he apuntado. Léala cuando me haya marchado con Marta. ¿Lo hará?

̶ Claro que sí. La verdad es que tengo muchas ganas de leerla.

 ̶ La verdad es que todas tenemos ganas de leerla   ̶ dijo con énfasis la señora Johnson-Scott ̶ . Y tú también, ¿verdad Héctor?

̶ Sí, señora. Este relato ha sido muy emocionante.

̶ Y yo que pensaba, por un momento, que la asesina era la pobre Evelyn, por lo de la viuda negra, ya sabes, Valeria, la araña – observó la señora Leonia Mardson.

̶ ¡Ah!... la... araña ̶  le respondió un poco entrecortadamente.

̶ Tienes mucha imaginación, mamá  ̶ dijo su hija.

̶ Hubiera sido un final inesperado y con una pista importante. La viuda de Greg sería la asesina ̶  pensó la anciana para luego continuar  ̶ .Estoy impaciente por saber que has puesto, Eduardo. Seguro que figura lo de la araña.

     El inspector no le respondió, pero sí que le sonrió. El inspector era propenso a las sonrisas que lo hacían todavía más atractivo.

̶ Estad muy atentos porque la historia está a punto de terminar  ̶ dijo con cierta solemnidad Valeria Brewis.

     La señorita Graves recordaba y, mirándolos a todos con cariño, empezó su relato:

̶ Llegué a Kenia muy contenta, ilusionada por el viaje y feliz por ver al fin a mi sobrino Greg ̶ . Pero tuve la mala suerte de que me picara una tarántula.

̶ ¿Una tarántula? ̶  se sorprendió el primo James.
̶ Sí, su picadura produce mucha fiebre, un intenso dolor de cabeza y posteriormente debilidad; y en mi caso, por desgracia, todo fue más acentuado. Me llevaron primero al hospital y luego me recomendaron que me trasladara rápidamente a Londres. Casi lloré del disgusto, porque no vería a Greg. Llegué aquí con otra mujer que nos acompañaba en el viaje. Me hizo mucha compañía y se portó muy bien conmigo. Tuve suerte.

     Los primeros que vinisteis a verme a la clínica fuisteis tú, Marion y Alberto. En mis casi diez días de convalecencia, Sally vino a verme solamente una vez, y tarde. Y no me telefoneó nunca. La verdad es que a mí me importaba muy poco verla u oírla. Lo que sí me preocupaba realmente era que cada vez veía a Alberto más triste y desgraciado. El chico no tenía demasiado dinero aunque su mujer llevaba un ritmo de vida caro: demasiadas compras y demasiadas fiestas de la alta sociedad.                                                                                                                                   

Empecé a preocuparme. Yo tengo mucho dinero, heredado de un tío mío que murió mucho después de Lauren, mi hermana, madre de Alberto y Greg, que quedó viuda muy joven. Así que decidí en las muchas horas en la que permanecía en la clínica rehacer un testamento y hacer otro. El primero, único y verdadero es muy largo e hice algún cambio importantísimo en él y se leerá cuando yo muera. El segundo fue inventado en esta especie de farsa, necesaria para mí para ver la reacción de Sally y de George. Un extraño testamento hecho en vida, un gran deseo, en realidad, que beneficiaba a mis dos queridísimos sobrinos. Gracias, otra vez Peter, por todo lo que has hecho por mí.

̶ No hay de qué ̶  le respondió ̶  aunque espero que sea la última colaboración que haga contigo en este sentido.

̶ Te lo prometo  ̶ dijo la señorita Graves.

̶ ¿Y no hubiera sido mejor dar el dinero directamente a Alberto sin montar este número, Amelia?  ̶ dijo entonces el primo James.

̶ No. Quería cierta solemnidad y dar importancia a este acto tan importante como el de informar del testamento y también, como os he dicho, quería pruebas y testigos para desenmascarar a Sally y a George. Todo ha funcionado bien. Sólo el médico del hospital se negó y se enfadó mucho al escuchar mis intenciones. Lo comprendo. Como felizmente ya tenía el alta médica, telefoneé a un amigo mío que se hizo pasar por doctor. Alberto ya sabía de mis intenciones, no así Sally. La verdad, querido Al, es que has tenido muchas agallas y aguante para interpretar este papel. Y también vosotros.

El joven le sonrió, al igual que sus primos. La verdad es que el joven parecía otro.
̶ Ante esta resolución decidí obviamente hacer lo mismo con mi otro sobrino, Greg. El testamento beneficiaba a los dos, claro está, aunque la verdad es que estaba un poco enfadada con él. Me escribía poco. Recuerdo que una vez me llamó un antiguo amigo suyo que hacía muchos años que no sabía nada de él. Tampoco lo había escrito.
̶ Ni a mí, tampoco. Era buen chico, Greg, pero un poco especial en el arte de la comunicación ̶  dijo la prima Marion.
̶ Es verdad. Hacía mucho tiempo que no sabíamos nada de él  ̶ dijo James ̶  Tanto tiempo que por unos momentos creí que había...
̶  ...muerto, ¿verdad? ̶  se adelantó la señorita Graves ̶  Yo tuve la misma impresión en la clínica, sobre todo cuando conocí a Evelyn. Aunque lo supe con seguridad cuando tuve el alta y salí del hospital.

̶ ¿A mí? ̶  se extrañó la joven.
̶ Sí. Tuve la impresión de que lo conocías. Habías trabajado en África, también eras enfermera. Sin querer, preguntaste por él y me di cuenta de que te ponías un poco sonrojada a la vez que triste. Cuando me marché del hospital hablé con el director y me confirmó mis sospechas: habías trabajado en África Central, y no en África del Sur; en Kenia, concretamente, durante unos años.
̶ Fueron cuatro años justos  ̶  dijo ahora con sosiego la joven ̶  Me casé con Greg muy enamorada. Y debo decirles que el día de nuestra boda, mi poco expresivo marido parecía más feliz que yo. Luego llegó el trabajo y con el trabajo, la rutina. Pero nos quisimos mucho hasta el último momento.

̶ Yo no sabía realmente que Greg había muerto, pero algo me decía que sí.  ̶ dijo la señorita Graves ̶ . Es difícil explicarlo.

Entonces la señorita Graves se fijó en su amigo notario y le dijo con dulzura:

 –Peter, ¿querrías por favor leer en voz alta, el nuevo y breve qué hice?

     El anciano notario cogió el extraño y peculiar testamento con las manos un poco temblorosas y dijo en voz alta, con cierta solemnidad.

̶ "Yo, Amelia Graves, dicto este testamento en pleno uso de mis facultades mentales. Dejo a mis dos sobrinos, Greg y Alberto Martin, la cantidad de trescientas mil libras esterlinas para cada uno. Y también la adquisición de dos casas, en el lugar que más les gusten. Una para Greg, en Londres y la otra para Alberto, en el campo. En caso de fallecimiento de cualquiera de ellos, quiero que el dinero vaya para su familia más directa; excepto en el caso de Sally, la mujer de Alberto, que no heredará nada. Quiero ver a mis sobrinos felices en vida.

Hecho testamento el 2 de agosto de 1936. Firmado: Amelia Graves".

̶ Y eso es todo ̶  zanjó con naturalidad la Señorita Graves.

̶ Me estoy mareando ̶  dijo de repente Evelyn ̶  Me falta el aire, mi cabeza..

̶ Echémosla en el otro sofá,  James ̶  dijo Amelia ̶  junto a la ventana.
     Desde allí, Evelyn les comunicó con cierta timidez:

̶ Hay algo que no les he contado.

̶ ¿El qué, Evelyn? ̶  dijo la señorita Graves.
̶ Estoy... estoy... estoy embarazada ̶  dijo por fin.
̶ ¡Oh, querida esto es magnífico, qué gran noticia! ¿Habéis oído? ¿Pero de cuántos meses?
̶ Casi de tres. La verdad es que no se me nota nada. Greg lo supo y se puso tan contento. Poco después contrajo el cólera. Nos separaron por el contagio, claro. Y luego Greg murió. Al futuro bebé, afortunadamente, no le ha pasado nada, es muy fuerte.
̶ Ya decía yo que hacías mala cara  ̶ dijo Marion ̶  ¿Y tus padres, lo saben, ya?

̶ No tengo padres ̶ le contestó con tristeza ̶  por eso quise irme a África una vez terminados mis estudios y emprender una nueva vida. Y allí conocí a Greg. En Londres me crió una hermana de mi madre.
̶ Me gustaría que vinieras a mi casa, Evelyn. Y luego debes comprar la casa a la que me referí en el testamento. Será tuya y de tu hijo o hija.

      Evelyn asintió.                                                                                                               

̶ Quiero que sea niño  ̶ continuó ̶  Y se llamara como su padre.

̶ Nunca tuve hijos y siempre me hubiera gustado tener una hija. Para mí lo serás a partir de ahora. Y pensar que seré tía abuela, todavía no me lo puedo creer. Descansaré una larga temporada de tanto viaje. ¡Cuántas penas y alegrías! Pero así es la vida, ¿verdad? Aunque a veces sea cruel e injusta.

     La señorita Graves acabó con estas sentidas palabras:

̶ Tu matrimonio fue breve, querida Evelyn, pero al menos conociste la felicidad.

                                                *    *    *

̶ ¿Os gustó mi historia? ̶  preguntó la señorita Brewis con cierto toque de heroicidad debido a su larga duración.

     La señora Johnson-Scott y las primas Mardson estaban un poco llorosas y tenían un pañuelo en sus manos.

̶ Es una historia preciosa ̶  dijo Georgina.

̶ Muy bonita y qué gran mujer ̶  afirmó Leonia.

̶ Me gustaría conocerla, Valeria. ¿La conoces tú? ̶  preguntó intrigada la señora Johnson-Scott.

̶ No, señora.

̶ Daría cualquier cosa por verla. ¿Cuántos años debe tener ahora? ̶  preguntó.

̶ Setenta y pico, recuerde que es mayor que usted.

̶ ¿Y sabes algo de ella? ̶ dijo Georgina.

̶ ¿Al final Alberto se separó de su mujer? ̶ dijo casi al mismo tiempo Marta.

̶ ¿Pudo casarse con Evelyn? ̶  dijo entonces Héctor.

̶ Uy, cuántas preguntas  ̶ respondió la solterona ̶  Según tengo entendido, Alberto Martin se divorció de su mujer.

̶ ¡Cuánto me alegro! ¡Bien hecho! ̶  exclamó satisfecha la señora Carolina Johnson-Scott.

̶ Pero no se casó con Evelyn, señora.

̶ Oh  ̶ contestó desilusionada ̶  Qué lástima.

̶ Alberto se fue a vivir al campo y se casó con una joven. Tuvieron dos hijos y han sido felices. Por otra parte, Evelyn se casó al cabo de unos años con un hombre un poco mayor que ella y tuvieron una niña.

̶ La señorita Graves ha sido tía abuela tres veces. Cuántas vueltas da la vida. Seguro que ni se lo imaginaba. ¡Oh, Valeria, debo conocer a esta mujer, debo conocerla!

̶ Pero mamá, ¿por qué quieres conocerla?

̶ ¿A ti no te gustaría? Qué mujer tan maravillosa, con gran personalidad y encanto. Y qué original.

̶ Sí, claro, me gustaría  ̶ le contestó̶  Pero han pasado tantos años que quizás la encontrarías un poco cambiada. De hecho, es mayor que tú. Estamos en el año 1962; casi han pasado 30 años.

̶ La señorita Graves todavía viaja; y mucho. El último viaje que realizó fue a Grecia. No para, la verdad ̶  dijo la señorita Brewis con cierta fascinación.

̶ De todas formas, si existiera la posibilidad, ¿me lo dirías, Valeria?

̶ Claro que sí, señora Johnson-Scott, por supuesto.

     En aquel momento dieron las seis en el reloj del salón. Entonces todos empezaron a despedirse amablemente deseándose lo mejor. Fue en aquel momento que el inspector dio un papel doblado a la señorita Brewis. Posteriormente el matrimonio Carmichael salió del domicilio de la anciana señora.

 ̶ ¿Están preparadas? ̶  dijo Valeria a punto de leer las notaciones del inspector.

̶ ¿Qué habrá escrito en el papel?  ̶ preguntó la señora Johnson-Scott muy intrigada.

̶ Oh, esto es mejor que el final de una película de suspense ̶  comentó Leonia.

̶ Qué emocionante  ̶ dijo también su prima.

     Valeria Brewis lo desplegó y leyó:

̶ "No pudo ser el veneno de la araña viuda negra, ya que es mortal, fue otra araña o insecto. El doctor que informó a Alberto de la defunción de su tía no pudo ser un doctor, no puede mentir ante un hecho tan serio. La señorita Graves no podía haber muerto. Su presunta muerte y la lectura del testamento se ha hecho de forma seguida; no tiene sentido, ni explicación".

̶ ¡Qué gran observador!  ̶  dijo asombrada la señora Leonia.

̶ Observador y muy inteligente  ̶ respondió orgullosa la señora Jonhson-Scott  ̶  por eso ha llegado donde ha llegado.

̶ No ha perdido ningún detalle durante la explicación ̶  dijo Héctor.

–Es verdad – afirmó la señorita Brewis.

̶ Hace muy buena pareja con Marta  ̶ dijo entonces Leonia suspirando.

̶ Los dos son tan guapos que parecen una pareja de cine ̶ afirmó su prima Georgina.

̶ La verdad es que hacen muy buena pareja en todos los sentidos. Soy muy dichosa al ver a mi hija felizmente casada  ̶ finalizó la anciana.

     Cuando el matrimonio Carmichael se encontraba en el coche, pues debían ir a las afueras del pueblo para visitar a una amiga de la joven, la bella Marta Carmichael preguntó a su marido un poco intrigada.

̶ Todavía no sé cómo pudiste averiguar la historia que nos contaron las primas Mardson.

̶ En realidad hice un poco de trampa Marta, pero no se lo digas a nadie.

̶ ¿Qué hiciste trampa? ¿Tú? ¿Cómo?

̶ Recordaba el caso vagamente. Me vino a la memoria cuando una de las primas mencionó el apellido de la cocinera.

̶ ¿Y cómo se apellidaba?

̶ Mcbitirrinturry.

̶ Vaya nombrecito. No me extraña que lo recordaras.

̶ De hecho, cuando escuché la historia de las primas, no sospeché del marido, pues trabajaba las tardes en casa, cerca de su mujer y no en otro lugar. Este detalle indica que la quería. En cuanto a la cocinera esta quería casarse y recibía un buen sueldo. Por otra parte, el secretario del señor lo ayudaba. Y a veces se quedaba en Londres para otros trabajos. Si la cocinera y el secretario hubieran robado la sortija, a la larga se hubiera descubierto y hubieran sido despedidos. No les beneficiaba en nada haberlo hecho, sino todo lo contrario. Así que finalmente la sospechosa era la pobre señora que se aburría enormemente en casa y que encontró en el juego un aliciente a la vida.

̶ Veo que también lo hubieras descubierto, Eduardo. De hecho, no es la primera vez que deduces algún robo o asesinato de esta manera, sólo escuchando y deduciendo.

̶ Es verdad. Ni creo que sea la última ̶  sentenció el inspector.

̶ Prepárate, Eduardo. Tu fama de sabio inspector deduce-historias va a expandirse por todos los hogares.

̶ ¿Crees que les habré impresionado?

̶ Sí, demasiado. Mañana cuando vayamos a casa de los Harrison, ya lo sabrán.

̶ ¿Qué ya lo sabrán? ¿No exageras, cariño?

̶ No, Eduardo. Vosotros los de ciudad siempre desconfiando de los que no lo son.

̶ No es eso, no te enfades, mujer.

̶ No estoy enfadada. Pero te repito que mañana ya lo sabrán. Podrás conocer a muchísima gente, pero desconoces la psicología de los habitantes de este pueblo, eso te lo digo yo.

     Ante estas palabras el inspector no le contestó, pero sí que le sonrió. Esperó con cierta curiosidad al día siguiente.

                                                                                                                                                                                                                                                      

                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   TROFEO DE CAZA

     Eduardo y Marta Carmichael habían sido invitados por el matrimonio Harrison, vecinos de la Señora Johnson -Scott. El señor Harrison era militar, concretamente mayor, y había luchado en la 2ª Guerra Mundial. Físicamente era muy alto y delgado, con tendencia a encorvarse y tenía un pequeño bigote que lo favorecía pero que en el fondo era para tapar una herida de guerra. El pobre sufría de úlcera de estómago y por ese motivo muchas veces parecía estar enfadado y de mal humor. Todo lo contrario a su mujer que era muy simpática, con un rostro bastante aniñado y expresión dulce. Sus cabellos eran muy rubios y sus ojos azules. Hablaba con una voz tan melodiosa que era muy agradable escucharla.

     Los dos también se habían sorprendido enormemente por el caso explicado por las primas Mardson. En aquel pueblecito (como en muchos otros), el boca a boca funcionaba mejor que el teléfono. Por lo que pudo deducir y comprobar posteriormente Marta, casi todos los habitantes del pueblo sabían lo que el inspector había resuelto.

̶ Es impresionante, inspector. Las primas Mardson estaban tan sorprendidas y tan fascinadas con usted, que creo que todo el pueblo lo sabe ya  ̶ dijo la señora Harrison.

̶ Lo saben, seguro ̶  apuntó su marido.

̶ Ves como tenía razón, Eduardo.

̶ Vendrá alguien más esta tarde, ¿verdad?  ̶ preguntó irónicamente el inspector que parecía conocer la respuesta.

̶ Sí, ¿cómo lo sabe usted?, ¿ya empieza a deducir cosas? Esto es extraordinario ̶  respondió el mayor.

̶ Creo que me he hecho famoso en veinticuatro horas.

̶ De todas formas, inspector, no me negará que la solución al enigma de las primas Mardson es algo increíble  ̶ comentó la señora Norma Harrison.

̶ Si yo le contara. ̶ dijo Marta suspirando.

̶ Hace poco me ha telefoneado Brenda Murray ̶ continuó la señora Harrison ̶  Y. al saber que vendríais esta tarde, se ha invitado. No he podido decirle que no, porque ha colgado de inmediato el teléfono. No tardará en llegar con su marido.

     Los cuatro se encontraban en el bello jardín de del lujoso domicilio. La señora Harrison divisaba el paisaje: unas lejanas colinas que parecían no terminar nunca y parecía recordar algo.

̶ Me gusta mucho vivir en el pueblo. Es muy tranquilo. Y no me aburro nunca. Tengo a mi marido y mi hermoso jardín ̶  dijo entonces ̶  Y mira que soy mujer de ciudad. De todas formas, lo hago más por mi marido pues él nació aquí.

̶ No digas cuándo, que se enterarán de mi edad.

̶ ¿Desde cuándo le ha importado eso?  ̶ preguntó Marta un poco extrañada.

̶ En realidad, desde que es abuelo. ¡Qué tontería se te ha metido en la cabeza, Raymond! Y luego decís que las mujeres son las presumidas.

̶ No es exactamente eso, mujer.

̶ Claro que es eso. ¡Diles cuántos años tienes, venga! ¿Sabes por qué no os lo dice, Marta? No os lo dice porque se está haciendo mayor.

̶ Es verdad  ̶ suspiró – Me hago mayor; de hecho ya lo soy. Y no me gusta nada la idea.

̶ Recuerda que yo también me estoy haciendo mayor, querido. Y no hay nada más hermoso que envejecer los dos juntos.

     En aquellos instantes apareció el mayordomo que les dijo con cierta solemnidad:

̶ Han llegado los señores Murray.

̶ Ahora vengo, Edgar  ̶ dijo entonces la señora Harrison ̶  Si me disculpáis, voy a recibirles.

     La mujer se alejó al tiempo que su marido les comentaba:

̶ ¿No es maravillosa? Tantos años casados y no la cambiaría por ninguna otra mujer.

̶ Creo que es el mejor piropo que he oído nunca, mayor Harrison.

̶ La conocí aquí en el pueblo. Ella veraneaba con sus padres, hermanos y abuelos maternos. Era tan guapa. Todavía lo es, por supuesto.

̶ ¿Fue un amor a primera vista? ̶ preguntó Marta.

̶ Casi. Ella tonteaba con un chico de su misma edad, diecinueve años. Por suerte aquello no fue a más y terminó. Luego nos conocimos, nos gustamos, salimos, nos hicimos novios, nos prometimos y finalmente nos casamos ̶  dijo el mayor con cierta solemnidad.

̶ Y han vivido felices todos estos años.

̶ Sí, Marta. He sido muy feliz con mi mujer. Doy gracias a Dios todos los días de mi vida.

̶ ¡Hola! ¡Ya estamos aquí! ̶ les interrumpió el grito de una mujer gruesa, de negros cabellos y bastante cursi ̶  ¿Señor inspector, me recuerda? Soy yo, la señora Murray. Nos vimos anteayer  ̶ concluyó en un tono afectadamente teatral.

̶ Es una mujer difícil de olvidar ̶  dijo el inspector a los presentes en un tono estoico y en voz baja.

     La mujer también iba acompañada de su marido, un hombre de estatura media, delgado, pelo color ceniza y con gafas. La señora Murray iba demasiado bien vestida. Cualquiera diría que se dirigía a la ópera o al teatro, pero no. Iba tan elegante porque para ella el inspector se había convertido en un personaje muy importante. Podía parecer una mujer un poco tonta, pero no lo era, y en el fondo resultaba graciosa.

̶ Oh, señor inspector ̶  dijo cuándo se hubieron saludado ̶  que contenta estoy de verle nuevamente. Ayer me encontré con Georgina Mardson y me explicó que usted, que usted solo  ̶ remarcó esto último aumentando el tono de su voz ̶  pudo descubrir el complicado enigma del matrimonio Haworth.

̶ La verdad es que...  ̶ empezó a explicar el inspector que fue interrumpido por la mujer.

̶ Es usted un genio; un genio. No hay mayor calificativo. Usted no debería ser inspector de Scotland Yard, no. Usted debería ocupar destinos más importantes. Con su categoría e inteligencia, debería ser ministro. Eso es, ministro

̶ Querida ̶  dijo entonces su marido ̶  no atosigues tanto al inspector.

̶ ¿Que yo lo atosigo? Pero que dices, Timothy, es lo mínimo que puedo hacer.

̶ La verdad es que yo también he quedado muy impresionada  ̶ dijo entonces la señora Harrison ̶ . Y me gustaría comentarle un caso que sucedió hace ya muchísimos años y tuvo mucha repercusión. Fue en los años veinte. Se trata del asesinato de Lord Samuel Spiks.

̶ Lo recuerdo ̶  continuó su marido ̶ . Salió en algunos periódicos locales. Fue un suceso morboso.

̶ ¿Qué sucedió?  ̶ preguntó el inspector.

̶ El citado Lord fue asesinado en el gran jardín de su mansión.

̶ ¿Asesinado? ¿Está usted segura?

̶ ¡Oh, sí! ̶  exclamó- No hay ninguna duda. Le dispararon cinco balazos en el pecho; con su escopeta.

̶ ¿Había alguien con él en el momento de su muerte?

–Cinco personas: su mujer, una antigua novia con su marido (de hecho fue más que su novia pues estuvieron a punto de casarse), su mejor amigo y el mayordomo  ̶ aclaró la señora Harrison.

̶ Y uno de ellos fue el asesino.

̶ Exactamente. La verdad es que  me gustaría explicarles lo que sucedió.

̶ ¡Oh, cuéntalo, querida, cuéntalo! ¡Qué emocionante! ̶  exclamó la señora Murray que se acomodó en su asiento.

̶ ¿Queréis tomar antes algo?

̶ Me apetece una limonada, Norma  ̶ dijo su esposo.

̶ Para nosotros un bíter, si no es molestia ̶  comentó la señora Murray.

̶ Y para nosotros lo mismo, no quiero que te molestes ̶  dijo finalmente Marta.

̶ Si no es ninguna molestia, mujer. Ahora voy a avisar a Edgar para que lo traiga y de paso... traer una cosa. Ahora vuelvo.

     No tardó ni un minuto y fiel a su promesa, cuando la señora Harrison llegó, empezó a narrar el trágico suceso:

̶ Hará cosa de dos años una amiga mía me lo contó con todo detalle. Además, pude leerlo hace poco en una revista. El señor Samuel Spiks era un joven muy agraciado y rico que contaría con unos treinta años de edad. Era delgado, moreno y vestía elegantemente. Le gustaba con locura el golf. Ya os lo podéis imaginar. Un hijo de papá muy rico y con un enorme éxito entre las mujeres. Y hablando de mujeres, debo deciros que todo empezó en una fiesta que organizó la madre del fallecido. La señora Spiks quería que su hijo sentara la cabeza y que se casara de una vez

̶ Qué cosa tan absurda ̶  dijo Marta Carmichael ̶  Ya no era un jovencito el tal señor Spiks. ¿Por qué organizarle una fiesta para buscarle novia?

̶ Tienes razón. Pero su madre estaba chapada a la antigua. Hacía años, no obstante, salió con una guapa joven llamada Griselda. Y cuando todo parecía marchar viento en popa, el compromiso se rompió. Toda la familia se llevó un gran disgusto, como os podéis imaginar.

̶ ¿Qué pasó?

̶ ¿Que qué paso? Que nuestro personaje era un mujeriego. Salía con otras chicas a la vez que la joven.

̶ Qué sinvergüenza ̶  exclamó disgustada la señora Murray.

̶ Aunque Samuel decía con firmeza a sus amigos y familiares, cuando rompió con Griselda, que no se preocuparan, que ya llegaría el día que sentaría la cabeza y se casaría.

̶ Y el día y el lugar ocurrió en dicha fiesta ̶  añadió la señora Murray con determinación.

̶ Efectivamente. La hermana del joven Samuel le presentó a una conocida suya, una chica callada, de pelo castaño a la moda y delgadísima. No era muy guapa, pero en cambio era simpática y paciente. Y antes de los seis meses ya estaban casados. La joven se llamaba Esther y también era de buena familia.

̶ No hacían buena pareja, la verdad ̶  sentenció el señor Murray ̶  ¿Tenían intereses comunes los dos?

̶ La verdad es que muy pocos. Pero había algo que los unía, sí. Yo diría que lo único.

̶ ¿El qué? ̶  preguntó Marta.

̶ A los dos les gustaba la caza. Samuel Spiks había realizado algún safari en África, aunque lo que le gustaba realmente era la caza menor. Y tanto él como ella eran buenos cazadores.

̶ Seguro que fue ella quién lo mató  ̶ afirmó la señora Murray.

̶ Aquí es donde se complica todo porque todos los presentes el día del asesinato disparaban tan bien o mejor que el fallecido.

̶ ¿Cómo eran los invitados del señor Spiks?  ̶ preguntó el inspector.

̶ Había en primer lugar su mejor amigo, soltero empedernido, que se llamaba Owen Griffith, que era también un joven atractivo, de cabellos negros y engominados y con una dentadura más blanca que la nieve; luego su hermosa y antigua novia Griselda, rubia, alta y esbelta, con su marido, apellidado Shane, delgado y pelirrojo, que atravesaban un bache económico. También el mayordomo, un poco mayor que todos ellos, alto y grueso. Se llamaba Isaac y era, según me contó mi amiga, el perfecto mayordomo.

̶ Isaac, Samuel... ¿no serían parientes? ̶  preguntó la señora Murray al comprobar que los dos eran nombres hebreos.

̶ Pura casualidad, Brenda. El mayordomo entró a trabajar al año siguiente de casarse Esther y Samuel. Según se dijo era pariente lejano de ella.

–Qué casualidad – añadió Marta.

̶ ¿Y cómo se llamaba el marido de Griselda, querida? Ahora que lo pienso: Isaac, Samuel, Esther... –observó la señora Murray.

̶ No lo recuerdo bien... creo que.... sí, ya lo tengo: se llamaba David.

̶ Qué curioso  ̶ observó el inspector ̶  ¿Y cuando ocurrió el asesinato?

̶ A finales de mayo. Todos fueron invitados a comer a casa de Samuel. Hacía bastante tiempo que no se veían. Y todo sucedió hacia las cuatro de la tarde, aproximadamente, en el extensísimo jardín de su propiedad ̶  concretó la señora Harrison.

̶ Lo que encuentro un poco extraño, Norma, es que el día del asesinato estuviera su antigua novia, por no decir también su marido ̶  dijo Marta.

̶ Si, eso también me lo pareció a mí. Pero fue Esther quién los invitó, realmente.

̶ Qué raro. ¿Y entonces por qué fueron?

̶ Nunca se supo.

̶ ¿Creéis que todavía estaban enamorados Samuel y Griselda? ̶  dijo la señora Murray un poco escandalizada.

̶ Eso se rumoreaba. El matrimonio de Griselda, en realidad, hacía aguas. En cambio, el de Samuel y Esther iba bien.

̶ ¿Cómo es que todos sabían disparar?  ̶ preguntó el inspector ̶ .Es demasiada coincidencia.

̶ El mejor amigo de Samuel Spiks, Owen Griffith, era cazador profesional y lo había introducido en un grupo bastante selecto de cazadores. Era un aventurero y también muy rico. Se hicieron íntimos. Sobre todo cuando, según decía Griffith, Samuel lo salvó del ataque de un rinoceronte en Tanzania. En cuanto a Griselda y a su marido, también conocido de Samuel, la práctica del tiro les venía por tradición familiar. Pero como en el caso Samuel, sólo en la caza menor.

̶ ¿También disparaba su mujer cuando lo conoció? ̶  dijo un poco incrédulo el inspector.

̶ No, él la enseñó a disparar. Al parecer, a ella le gustó muchísimo, pero pronto se cansó.

̶ ¿Y el mayordomo?

̶ A veces iban los dos a cazar al monte. Se hicieron bastante amigos aunque el mayordomo, poco hablador, siempre se mostraba bastante distante con él. De hecho, para entrar como mayordomo, una de las condiciones indispensables era que también tuviera experiencia en la caza menor.

̶ Qué raro- ̶  dijo el señor Murray

̶ La idea fue de Esther, su mujer. Al principio sólo iba el matrimonio a cazar, pero ella se fue aburriendo. Y medio en broma, medio en serio, le propuso que cuando contratasen al nuevo mayordomo, este también debería disparar con escopeta. Se ve que Samuel Spiks se lo tomó al pie de la letra.

̶ Me gustaría situarme en el lugar de los hechos, Norma ̶  comentó el inspector  ̶  Según has dicho, habían sido invitados a comer, ¿verdad?

̶ Correcto. Todo sucedió muy rápido. Pero en los hechos que a continuación explicaré hay un detalle clave para descubrir al culpable.

     La mansión de Samuel Spiks era la admiración y la envidia de muchos de sus amigos y conocidos. Situada a las afueras de Londres, era una preciosa finca de estilo georgiano que había pertenecido a su abuelo. A finales de mayo de aquel año de 1927, el señor Spiks quiso ver a sus antiguos conocidos y nada mejor que una comida en una de las terrazas que daba al extensísimo jardín, pues el tiempo era magnífico. La charla entre ellos se centraba principalmente entre la caza y el golf.

  *     *     *

̶ Samuel, después deberíamos jugar todos una partida de golf. Tengo muchas ganas. Es una lástima que con tantos hoyos en este jardín no juguemos casi nunca  ̶ dijo una joven un poco apenada.
̶ Estupenda idea, Esther, pero antes quisiera que Owen nos relatara con más detalle su safari en África  ̶  le respondió un poco serio ̶  La verdad es que no puedo imaginarme lo que me dijiste, lo de tu terrible susto. Pudo ser muy peligroso, ¿sabes? pues las leonas atacan con más violencia que los leones.

̶ Tienes razón  ̶  respondió su amigo ̶ . Fui invadido por el pánico. Pánico de disparar y no pude. Es difícil explicarlo.

̶ Lo comprendemos  ̶ continuó Griselda bastante impresionada ̶ . Así que fue otro quien lo mató.

̶ Sí, un conocido mío de la expedición. Y de ahora en adelante quiero que sea amigo de por vida. Es muy joven, simpático y tuvo mucho valor. Creo que no volveré a un safari durante algunos años.

̶ Lo mismo te pasó con Samuel  ̶ dijo la esposa de este.
̶ Es cierto. ¡Cada vez que lo pienso! Aquello resultó peor, porque el rinoceronte salió de repente sin darme cuenta e iba a atacarme. Si no fuera por Samuel creo que no estaría aquí.
̶ Ya verás cómo se te pasará. Eres un cazador nato. Casi siempre te he visto con escopeta ̶ bromeó David Shane  ̶  Yo prefiero la caza menor porque la presa es más pequeña y menos agotadora. Aunque no sea tan emocionante como matar un león, rinoceronte o elefante... para mí es más fácil.

̶ Pero a veces es difícil distinguirlos ̶  le aclaró Esther ̶  Se ocultan entre la maleza o entre los árboles y tienes que esperar y esperar.
̶ Pero hay tantos que tarde o temprano se caza uno  ̶ continuó David.

̶ Recuerdo un lamentable accidente que ocurrió en casa de unos amigos de mi padre. Se celebraba la caza del zorro. Y alguien inexplicablemente hirió a un joven mendigo que se hallaba en medio del bosque. No pudieron distinguir la presa. Hirieron a una persona por equivocación. Hubiera podido ser mucho más grave  ̶ dijo Samuel Spiks.
̶ Hubieran podido matarlo ̶  afirmó el mayordomo que apareció en aquellos momentos.

̶ Qué horror ̶  exclamó entonces Esther ̶ . A mi cada vez me gustan menos las armas. Reconozco que cuando Samuel me enseñó a disparar me gustó. Pero ahora ya empiezo a cansarme. El que no se cansa es nuestro mayordomo que a la menor ocasión va con mi marido al monte.

̶ El señor Spiks es muy amable conmigo ̶  dijo con cierta solemnidad el corpulento, serio e inexpresivo hombre.
̶ Qué envidia, Esther ̶  dijo la bella Griselda que se alisaba su rubia cabellera ̶  nuestro mayordomo ya no está para esos trotes.
̶ Tanto hablar de caza, tanta hablar de caza ̶  exclamó de pronto Esther ̶  y lo que me gustaría ahora es jugar al golf. ¿A vosotros, no?

̶ Oh, sí ̶  afirmó Griselda.

̶ Por supuesto ̶  añadió su marido.
̶ Cuando quieras, Samuel ̶  dijo Owen Griffith.
̶ Pues, en ese caso, vayamos a jugar en seguida ̶  dijo por fin decidido el joven.

̶ Si me permite el señor ̶  habló entonces el mayordomo ̶  su palo de golf se encuentra en la sequoia más alejada.
̶ ¿Y qué hace allí? No recuerdo haberlo puesto.
̶ Estás muy despistado últimamente, Samuel ̶  dijo entonces Esther ̶  ¿No te acuerdas que jugamos antes de ayer los dos y lo dejaste allí bajo el árbol?     

     Seguidamente la joven se levantó y añadió:
̶ Mi palo de golf está en mi habitación. Ahora voy a buscarlo. Nos encontraremos aquí, ¿de acuerdo? en cinco minutos.

̶ Sí, querida ̶  respondió su marido.
̶ Yo siempre traigo el mío, por si acaso. Está en el coche, en el garaje  ̶  dijo Owen Griffith.
̶ Si quieres, Griselda ̶ se ofreció Samuel ̶ , puedes coger uno de los que están en el hall. Allí están todos los de la casa donde siempre los dejamos, menos el mío y el de Esther.
̶ Gracias, Samuel, eres muy amable. Ahora voy.

̶ Y yo contigo, Griselda ̶  dijo David Shane.
̶ ¿Jugará usted, señor mayordomo? Me gustaría que nos acompañaras hoy ̶  dijo Samuel un poco burlonamente pero con cariño.
̶ Como usted quiera, señor – respondió extrañándose un poco –
El mío está en mi cuarto.

̶ Pues venga, ves a buscarlo.

Todos se levantaron y se dirigieron a sus respectivos destinos. La figura de Samuel Spiks iba haciéndose más pequeñita a medida que se dirigía hacia la lejana y solitaria sequoia.  

     Al cabo de diez minutos todos se encontraron en la terraza, pero pudieron comprobar que el señor Spiks aún no se había reunido con ellos.
̶ ¿Qué le pasará ahora a mi marido?  ̶ dijo un poco intranquila su mujer ̶  Creo que está sentado en la silla plegable debajo de la sequoia y no se mueve de allí. ¡Qué raro! Quedamos en que vendría hacia aquí, ¿verdad?
̶ Sí 
̶ afirmó Owen ̶  ¿Por qué no vamos a buscarlo? ¡Qué comodón se está convirtiendo tu marido!
̶ Nunca lo hubiera imaginado de Samuel ̶  se extrañó Griselda ̶  Si fuera mayor, diría que le pesan los años, pero es tan joven y lleno de vitalidad.
̶ Vitalidad que no lo acompaña hoy ̶  precisó sin mala intención David Shane.

 ̶ Vayamos de una vez a buscarlo. Tengo ganas de jugar y de ganaros a todos.

     Los cuatro se dirigieron hacia allí. Todos bromeaban a medida que se acercaban hacia él.
̶ ¡Eh, dormilón! ¡Despierta de una vez! ̶  dijo Esther.
̶ ¡Samuel, viejo amigo, qué comodón! ¿Será posible? ̶  exclamó Owen.
     Pero cuando distaban de él unos diez metros, Griselda les paró porque se asustó. La posición de Samuel no era normal. Se encontraba con las piernas estiradas un poco entreabiertas, sus brazos caían pesadamente hacia el suelo y su cabeza tenía una extraña posición. El joven no se movía.
̶ ¡No! ¡No puede ser! ̶  gritó Esther mientras corría hacia él.
     Los otros hicieron lo mismo al escuchar sus gritos. Samuel Spiks estaba sentado en su silla plegable inmóvil. Sus ojos estaban entreabiertos y tenía la mirada perdida. Su pecho sangraba de cinco heridas. Estaba muerto. Y de repente todos se miraron muy asustados y en shock.

̶ ¿Para vosotros quién fue el culpable? ̶  preguntó la Señora Harrison una vez acabó de narrar lo sucedido- ¿O los culpables? Me gustaría que me dierais vuestra opinión. Señor inspector, usted es libre de participar. No quiero obligarlo ya que se encuentra de vacaciones. Aunque si quiere, puede darme sus impresiones y apuntarlas en esta hoja que he traído de papel.

̶ De acuerdo. Me parece buena idea  ̶ le contestó.

̶ Bien. Empecemos por Esther, la señora de Samuel Spiks ̶  dijo la señora Harrison ̶  ¿qué opinión tenéis de ella?

̶ Mi impresión es en principio favorable, desde luego ̶  empezó a decir la señora Murray- Tú misma has dicho que el matrimonio iba bien. ¿Por qué tenía que matarlo? Claro que debería aburrirse con tanta caza. Además, en muchos casos alguien de quien nadie sospecha resulta ser el criminal. Sí, ahora que lo pienso, bien pudo ser ella  ̶ finalizó  dubitativa.

̶ ¿Heredó mucho dinero la señora Spiks? ̶  preguntó su marido.

̶ Muchísimo. Pero debo decirte que la familia de Esther era tan rica como la de Samuel.

̶ Entonces si ella fuera la asesina, por motivos económicos no sería; esto está más claro que el agua.

̶ Pues si no fue ni por motivos afectivos ni monetarios, no veo nada sospechoso en ella ̶  determinó Marta.

̶ Ni yo tampoco ̶  dijo el señor Murray.

̶ Pues yo no pondría la mano en el fuego  ̶ contestó su mujer  ̶ . Parece una mosquita muerta. Y a mí no me gustan las mosquitas muertas. Se puede esperar cualquier cosa de ellas.

     Se hizo un silencio que se prolongó durante unos segundos.

̶ Si no hay nada más que decir sobre la señora Spiks, pasemos a nuestro segundo presunto asesino, el señor Owen Grifith.

̶ No me gusta ese tal Owen Grifith ̶  dijo la señora Murray de inmediato ̶  ¿Cuántos años tenía?

̶ Casi cuarenta, creo recordar.

̶ ¿Y no estaba casado?

̶ No.

̶ ¿Salía con alguna mujer?

̶ No que yo sepa. Se dijo que era indiferente a las mujeres.

̶ ¡Oh, cielos!  ̶ exclamó escandalizada la cursi y anticuada señora Murray ̶ . No sería...

̶ Brenda – la interrumpió la señora Harrison con seriedad   no deberíamos escandalizarnos por esas cosas. Siempre he sido tolerante y todos tendríamos que serlo.

     Su marido le sonrió aunque no estuviera muy de acuerdo con ella.

̶ ¿No creerás por un momento que... que...  – vaciló la señora Murray un poco horrorizada de pensarlo y finalmente decirlo ̶  que estaba enamorado de Samuel, ¿verdad?

̶ Algunos lo creyeron, pero sólo por parte de Owen. A Samuel Spiks, como anteriormente he dicho, le gustaban mucho las mujeres. Eran muy amigos, eso sí. Y formaban parte de un club selecto en Londres donde se jugaba y se hacían apuestas.

̶ ¿Qué tipo de apuestas? ̶  preguntó el inspector con cierto interés.

̶ La mayoría bromas tontas, aunque otras no tanto... y algunas crueles.

     El inspector se fijó en la cara de la señora Harrison al decir aquellas palabras. Le pareció significativo.

̶ No me imagino qué tipo de bromas harían  ̶  apuntó la señora Murray  ̶ ¡Menuda vida la de ese Spiks!

̶ Sí  ̶ contestó su marido ̶  Para acabar siendo asesinado con cinco balazos en el pecho.

̶ ¿Qué tipo de bromas gastaban, Norma?  ̶  preguntó Marta un poco intrigada.

̶ De momento sólo puedo decirte que hicieron una apuesta repugnante  ̶  respondió la señora Harrison que volvió a ponerse seria.

̶ ¿Cuál?

̶ Te lo diré más tarde, Marta.

̶ Pues yo creo que el tal Griffith era muy buen hombre ̶  añadió Marta ̶  ¡Qué más nos da su condición sexual!

̶ Porque... ¿lo era?, ¿o no lo era? ̶  insistió de nuevo la señora Murray.

̶ No lo sé, Brenda. De verdad que no lo sé con certeza. ¡Qué más da!

̶ Ya lo creo que pudo ser él  ̶ dijo la señora Murray con una cara como si estuviera pensado y recordando con profundidad ̶ . Fue un crimen pasional. Celos, desengaños y finalmente asesinato. El frívolo de Samuel Spiks dando calabazas a Owen Griffith, ¡qué vergüenza!

̶ No demos por cierto lo que no sabemos si lo es, Brenda ̶ se molestó su marido.

̶ Ya. Pero yo insisto en que él fue el asesino.

̶ ¿Y qué me decís de Griselda? ̶  preguntó el señor Harrison que todavía no había dicho nada.

̶ De la bella Griselda ̶  apuntó Marta ̶  ¿otro crimen pasional?

̶ Claro  ̶ dijo otra vez la señora Murray ̶  Seguro que tenía unos celos enfermizos hacia Esther. Y tal vez ella quisiera reanudar las relaciones con su antiguo novio. Y él le dijo que no. Y en un arrebato lo asesinó. Sí, sí, ahora lo veo todo claro. Es ella. Seguro que se trata de Griselda Shane.

̶ Yo también sospecho de la joven ̶  afirmó el señor Murray ̶  y también de su marido. ¿Acaso se enteró de que había vuelto a renacer el amor entre ellos? Él, un marido burlado no lo consentiría. Y me imagino que cogió la escopeta y lo mató.

̶ O acaso se sintiera un poco acomplejado económicamente  ̶ dijo el señor Harrison ̶  La economía de los Shane no era buena. Pero era absurdo matarlo porque la beneficiaria era Esther. Y ella tendría muchísimo más dinero que antes.

̶ ¿Desde dónde dispararon? ̶ preguntó el inspector.

̶ Desde la biblioteca. La escopeta se encontró en el suelo, al lado de una ventana con vistas a la sequoia.

     La señora Harrison calló unos momentos, mirándolos a todos con una sonrisa:

̶ Debo deciros, queridos amigos, que habéis empezado un poco mal este caso, ¡menudos detectives! Lo primero que deberíais haber preguntado es lo siguiente: ¿todos tenían acceso a la biblioteca para coger el escopeta y disparar desde allí?

̶ Es verdad ̶  dijo de golpe y desilusionada la señora Murray – ¿Por qué no se nos ha ocurrido este detalle? ¡Qué fastidio, empezar otra vez! En fin  ̶ suspiró ̶  qué le vamos a hacer. Pues empecemos de nuevo  ̶ dijo entonces decidida ̶  ¿Quiénes podían haber cogido el escopeta?

̶ Todos  ̶ dijo la señora Harrison ante el asombro de los allí presentes ̶  La biblioteca se está cerca de todos los sitios donde habían ido los sospechosos. Primero: la habitación de los Spiks está situada encima, para llegar a la biblioteca sólo hacía falta descender unas escaleras que unían los dos pisos. Por otra parte, el garaje también está cerca, casi al lado, Owen Grifith hubiera podido entrar por la ventana de la biblioteca con facilidad. Y no olvidemos el hall, que era el lugar más cercano y donde se dirigieron Griselda y su marido, aunque este último se dirigió primero al servicio.

̶ Así que todos ̶  analizó en voz alta, Marta.

̶ Sí, querida. Todos pudieron matarlo. Normalmente en la casa también había una cocinera y una criada. Pero aquel día no se encontraban allí. Era un sábado y tuvieron permiso para marcharse. Ellas dos no pudieron ser.

̶ ¿Y algún ladrón? ̶  preguntó el señor Harrison

̶ Se inspeccionó bien y no había ladrones en el lugar. Además, el jardín estaba muy bien protegido por un muro alto y la familia poseía perros guardianes.

̶ ¿Dónde estaba el mayordomo?  ̶ preguntó el señor Murray.

̶ En su habitación del segundo y último piso, que también se encuentra encima de la biblioteca. Pudo matarlo en la biblioteca, con silenciador, claro está, y luego dirigirse corriendo a su habitación que también daba vistas al jardín y a la maldita sequoia.                                                                                            

̶ Dudo que podamos adivinarlo alguna vez ̶  dijo desilusionado el señor Murray ̶  todos parecen culpables. Estamos casi como al principio, aunque los más sospechosos sean de momento el matrimonio Shane.

̶ Lo que no acabo de comprender son los cinco disparos  ̶ dijo pensativo el inspector.

 –Yo tampoco – añadió Marta.

̶ A propósito, una pregunta – dijo el inspector– ¿el matrimonio Shane y Owen Grifith fueron a la boda del señor Spiks?

    

 

 Aquella pregunta sorprendió a la señora Harrison pues no se la esperaba en absoluto.

̶ Pues, no. No fueron a la boda. Owen se distanció mucho de Samuel una larga temporada. En los dos años que duró el matrimonio Spiks, sólo se vieron en contadas ocasiones.

̶ Qué raro ̶  dijo el inspector  ̶  entonces no debían ser tan amigos como aparentaban.

̶ Antes sí que lo fueron, pero cuando Samuel se casó la situación cambió bastante sobre todo en el caso de Owen Grifith.

̶ Todavía no hemos hablado mucho del mayordomo. El mayordomo perfecto, quizás demasiado perfecto ̶  interrumpió Marta ̶  porque se trata de nuestro quinto sospechoso. Aunque pensándolo bien, si sólo hacía un año que trabajaba allí y estaba a gusto, ¿por qué matarlo?, ¿por dinero?

̶ No lo creo ̶  negó la señora Harrison – el mayordomo ganaba lo suyo.

̶ ¿No estaría enamorado de Esther? ̶  exclamó alarmada la imaginativa y cursi señora Murray ̶  Ahora lo entiendo todo... ̶ dijo exageradamente despacio para luego acelerar ̶  ahora veo luz en las tinieblas; fue él, el mayordomo. El mayordomo que apareció por arte de magia.

̶ Buen título para un libro de misterio, Brenda ̶  dijo su marido con sentido del humor.

̶ Oh, no te burles de mí, Timothy. Sí que pudo ser él. El motivo, muy sencillo. El tal mayordomo era pariente lejano de Esther que se encontraba en condiciones económicas muy precarias. Quizá ganaba lo suyo, pero él aspiraba a más. Seguro que Esther le hubiera dado una buena parte de su herencia. Recordad que eran parientes. ¡Menudo sinvergüenza!

̶ Lo único que sé de él es que estaba divorciado y, cosa rara, guardaba muy buena relación con su ex- mujer  ̶ aclaró la señora Harrison.

̶ Entonces no sé qué pudo haber ocurrido ̶  dijo Marta pensativa ̶ ¿Se llevaban bien entre sí los cinco sospechosos?

̶ Las dos mujeres no mucho, pero se toleraban. El señor Shane envidiaba al señor Spiks, yo creo que lo odiaba.

̶ Pues entonces creo que fue él, el señor David Shane. Es la solución más natural y lógica ̶ dijo el señor Murray ̶  Profundamente herido en su amor propio como hombre y como marido, mató a Samuel Spiks en un arrebato de locura. Por otra parte, creo recordar que dijiste que fue al servicio antes de ir al hall, o quizás sería al revés; primero cogería el palo de golf del hall y luego se escondería en el baño. Y cuando su mujer salió del hall, él fue rápidamente a la biblioteca y le disparó. Y luego se dirigió con naturalidad a la terraza. ¿Fue el último en llegar?

̶ Sí, fue el último en llegar ̶  afirmó la señora Harrison

̶ Pues cada vez estoy más convencido de que fue él.

 ̶ ¿Y qué piensas tú, querido esposo? -preguntó entonces la Señora Harrison.

̶ Lo mismo que Marta y Timothy. Ese tal Shane debía pasar lo suyo. Su matrimonio funcionaba mal, eran invitados en casa del antiguo novio de ella, era mucho más rico, odiaba al Señor Spiks. Sí, creo que es nuestro principal sospechoso. Y yo diría que el culpable.

̶ ¿Y tú, Brenda?

̶ Perdona que te interrumpa, Norma, pero tendrías que matizar y preguntarle que se decidiera por sus cinco sospechosos porque, por lo que hemos podido escuchar, mi mujer cree que han podido ser todos.

̶ Es verdad  ̶ afirmó la Señora Murray ̶  Cinco tiros, cinco sospechosos. En realidad, creo que no lo soportaban. El mayordomo debería estar harto de tanta caza obligada en el monte, como si no tuviera ninguna otra cosa por hacer, aunque fingiera muy bien; su mujer debía estar más aburrida que una ostra con tanta caza y safari, como si no hubiera nada más, y encima su marido en el club privado con su amigo. Pobre Esther, si al menos hubiera tenido algún hijo, porque ¿no tuvieron hijos, verdad?

̶ No, no tuvieron hijos  ̶ puntualizó la señora Harrison.

̶ En fin  ̶ continuó la señora Murray ̶  A su antigua novia le diría que no al comprobar que volvía a estar interesada en él y, furiosa de verse rechazada, lo mató. Y David Shane porque delante de Samuel Spiks se sentía humillado y acomplejado. Estoy convencida de que el generoso Spiks hasta le ofreció dinero al comprobar sus problemas económicos y David Shane debía enfurecerse todavía más, casi enloquecer. Sí  ̶ finalizó triunfante ̶  los cinco sospechosos son los cinco culpables. Casi como una conspiración.

     Reinó el silencio durante unos momentos.

̶ Esto... ¿puedo hablar un momento? ̶  dijo el inspector que casi no había dicho nada durante la larga exposición de los hechos.

̶ ¡Oh, sí, hable, hable!  ̶ exclamó como extasiada la señora Murray.

̶ Hay algunos puntos que quisiera que nos aclarara, señora Harrison. De hecho, usted misma ha dicho que lo contaría hacia el final. En primer lugar, quisiera saber sobre la apuesta cruel que se celebró en aquel club. Para mí tiene mucha importancia y creo que todo deriva de ella.

̶ Sí, la apuesta cruel... Tiene razón, debo contarla. En realidad, era evidente, ¿verdad, inspector? Aquí está el "quid" de la cuestión. Os vais a quedar de piedra cuando lo sepáis, yo todavía no puedo creérmelo.

̶ ¿Qué sucedió?  ̶ preguntó Marta.

     La señora Harrison habló con una seriedad y un enfado impropio de ella.

̶ En el club donde eran socios Samuel Spiks y Owen Grifith, se celebró en una fría tarde de invierno, una apuesta. Uno de los socios apostó cien mil libras esterlinas a que Samuel Spiks no se casaría con la joven menos agraciada que le presentasen, rica o no. Para asombro de todos, el frívolo y malvado Samuel Spiks, porque era un malvado, un canalla, no hay otro adjetivo, aceptó. Owen se enfadó mucho con él y se distanció. Ese fue el único motivo de su distanciamiento. Cuando Samuel conoció a Esther, Owen se enfadó muchísimo y estuvo a punto de decírselo a la joven, pero luego reflexionó. Ella se habría enfadado también y no lo habría creído. Por ese motivo Owen no fue a la boda. Samuel nunca la quiso y ella se dio cuenta poco después.

̶ Ahora me cae mejor este joven ̶  dijo la señora Murray apenada  ̶ Y el tal Spiks era... era... era un impresentable, Norma ̶  dijo ahora muy enfadada la mujer ̶  ¡Vaya monstruosidad!

̶ Educado pero mala persona, extraña combinación ̶ dijo el señor Murray.

̶ Al final fue asesinado por su "víctima" ̶ observó Marta.

̶ En algunos  momentos pienso que tuvo lo que se merecía ̶  zanjó el mayor Harrison.

̶ Por otra parte, el matrimonio Shane pasaba un mal momento ̶ continuó hablando la señora Harrison ̶  Y no era Griselda quien tenía celos de Esther, sino al revés. Griselda veía un lado oscuro en el comportamiento de Samuel que empezó a no gustarle. Ella rompió el compromiso y la relación se enfrió. A Griselda, Esther le daba lástima, aunque ni ella ni su marido sabían nada de la macabra apuesta. David Shane, en cambio, era diferente, envidiaba profundamente a Samuel en todo. Esto afectó a su matrimonio y estuvieron a punto de separarse. Griselda, que era buena e inteligente, le hizo ver a su marido poco a poco, la diminuta valía de Samuel; y él se lo fue creyendo.  Y desde entonces lo visitaron en contadas ocasiones. Aquella velada fue extraña, si lo pensáis detenidamente, pues en lugar de un reencuentro fue más bien una despedida.

̶ ¿Y qué hay del mayordomo? ̶ preguntó la señora Murray.

̶ El mayordomo era sólo un mayordomo; honrado y trabajador. No había nada sospechoso en él ̶  dijo la señora Harrison.

̶ Así que la asesina fue la señora Spiks  ̶ concluyó el inspector  ̶ . Verá que es lo que he escrito en esta hoja doblada que tiene en frente.

̶ Oh  ̶ se sorprendió la mujer ̶  lo adivinó...  Efectivamente fue ella.

̶ Era un impresentable el tal Spiks  ̶ dijo la señora Murray que todavía no se había hecho a la idea, como todos los demás.

̶ Hay un detalle curioso, Norma. ¿No le daría algún sedante durante la comida? Creo que estaba un poco adormecido y poco centrado mientras comían. Me imagino que fue Esther quien dejó la tumbona cerca de la sequoia para que se sentara en ella medio dormido. Además, también fue Esther quién dio permiso a las dos jóvenes que trabajaban en la casa para que se marcharan. Que se marcharan las dos también me extrañó.

̶ Es verdad  ̶ dijo la señora Harrison- Fue un crimen muy bien planeado. Y en referencia a la silla plegable, cuando se retiró el cadáver había un papel en el que decía: "Siéntate y tendrás una sorpresa".

̶ ¡Qué macabro! Tal para cual  ̶ dijo el señor Murray refiriéndose al matrimonio Spiks.

̶ ¿Cómo sucedieron los hechos? ̶ preguntó entonces el señor Harrison.

̶ Yo creo que la joven se dirigió rápidamente a la biblioteca ̶ empezó a explicar el inspector ̶  pues aquel día ni su escopeta ni su palo de golf se encontraban en su habitación, sino que estaban escondidos allí. Cuando vio a Samuel delante de la tumbona en el jardín y se sentó en ella, no se lo pensó dos veces y disparó con el silenciador. Nadie la vio, pero tenía sus riesgos ya que la hubieran podido ver si no controlaba bien el tiempo y los lugares a que se dirigían los demás. Además, aquel día no estaba ni la cocinera ni la criada. Fue un día ideal, pensó Esther. Y disparó cinco veces para despistar. Fue muy significativo que lo matara con su escopeta, como si fuera una presa, su víctima. Fue su trofeo de caza.

̶ ¿Y hubiera estado casado toda la vida con Esther, por ganar una apuesta?  ̶ dijo Marta que no se hacía a la idea.

̶ La hubiera dejado al cabo de un tiempo, o simplemente se hubiera divorciado. Él había ganado la apuesta  ̶ le contestó ̶ . Por otra parte, aquel interesante diálogo de la caza menor al principio de la historia también fue significativo, ya daba a entender que había sido una mujer. Y lo de los nombres hebreos fue pura coincidencia, aunque fuera curioso. Sobre todo, fue la insistencia de Esther de jugar al golf lo que me extrañó. Si no hubiera insistido tanto no hubieran jugado y por lo tanto no habría sido asesinado.

̶ Es verdad  ̶  dijo la señora Harrison ̶  fue así. Ese hecho fue el determinante.

̶ Cuando acabó de disparar, la señora Spiks se dirigió nuevamente a la terraza a representar la comedia y posteriormente la tragedia. Samuel se equivocó con ella en una cosa. Su mujer, en el fondo, era tan fría como una serpiente a pesar de ser bastante callada y tímida, aunque aquel día fuera todo lo contrario. Para ella debió ser brutal enterarse de la apuesta. Aquello la enloqueció. ¡Estaba tan enamorada de su marido! Y del enamoramiento pasó al odio. En muchos casos sólo hay un paso de distancia. Y decidió castigarlo, decidió matarlo. Eso es lo que creo que ocurrió.

̶ Muy bien inspector, es usted muy inteligente. Todo lo que ha dicho es lo que pasó ̶ dijo la señora Harrison contenta y también sorprendida por haber resuelto el caso.

̶ La muy sinvergüenza ̶  exclamó la señora Murray- Ya dije yo que no había que fiarse de una mosquita muerta. Pueden ser las más peligrosas.

̶ No creo que me hubiera gustado conocer al tal Samuel Spiks  ̶ dijo Marta ̶  y eso que tuvo un final trágico.

̶ Él no era una buena persona, desde luego ̶ señaló el señor Harrison ̶ . Quizás su mujer hizo un bien a la humanidad. ¿Os imagináis más canalladas de ese individuo? Había que pararle los pies.

̶ Pero no matándolo ̶  le respondió de inmediato Marta ̶  no ve que automáticamente hay otro culpable y una nueva víctima.

̶ Yo creo ̶  dijo entonces el inspector  ̶ que el señor Spiks era malo desde que nació. Todo lo que tenía no supo ni aprovecharlo ni valorarlo. Se aburría, quería emociones, peligro. No hizo nada por nadie, sólo por sí mismo. Esa gente tarde o temprano se degrada totalmente, pero en ocasiones, aunque parezca mentira, se dan cuenta de su error y rectifican su comportamiento. El señor Spiks no pudo hacerlo; la verdad es que nunca lo sabremos. Sólo sabemos que una mujer también fue ajusticiada debido a otra idea perversa.

̶ ¿Cómo se enteró la señora Spiks de la apuesta?  ̶ preguntó la señora Murray.

̶ Alguien le envió un anónimo  ̶ respondió la señora Harrison.

̶ Seguro que se trató de Owen Grifith, estoy segura ̶  dijo Marta ̶  Quiso que supiera finalmente la verdad. Y pobre hombre, el resultado fue peor. Ella posteriormente debió hacer averiguaciones y lo verificó. Y, cuando la descubrieron, ella intentó marcharse del país, pero ya era demasiado tarde.

      La señora Harrison concluyó su historia con tristeza.

̶ A menudo pienso en el caso y no sabéis la pena que me dan. No fueron felices. Uno murió asesinado; a ella la ahorcaron. Un corto matrimonio para un triste final. ¡Qué Dios tenga piedad de sus almas!

                                       

                                                                     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                            ¿QUIÉN ASESINÓ AL DOCTOR SHERIDAN?

     Las pequeñas vacaciones del inspector Carmichael y de su mujer estaban llegando a su final. La última visita se realizó en casa de las hermanas Darnell, amigas de la señora Johnson-Scott. Eran unas sexagenarias ricas, independientes, decididas y originales. Las tres eran viudas.

̶ Ya hemos llegado ̶  dijo el inspector cuando se detuvieron delante de una preciosa casa ̶  ¿Qué te apuestas a que también me explican un caso y tengo que resolverlo?

̶ La verdad es que no me extrañaría sabiendo cómo son. ¿Te has dado cuenta cómo es la gente de este pueblo? Puede resultar "terrorífica".

̶ De todas formas nunca he conocido a unas hermanas así. Todavía las recuerdo en nuestra boda. ¿Nunca están quietas? , ¿no pueden estar calladas al menos durante cinco segundos?

     Su mujer denegó con la cabeza.

̶ Debe ser agotador ̶  concluyó el inspector.

̶ A veces lo son, pero tienes la suerte de que jamás te aburres con ellas. Qué  ̶ dijo estoicamente la joven ̶  ¿quién aprieta el timbre, tú o yo?

̶ Mejor que lo aprietes tú, Marta.

̶ Vamos allá.  A ver lo que pasa.

      La joven apretó el timbre con firmeza dos veces y al cabo de un rato, la mayor de las hermanas, Charlotte, les abrió la puerta. Se saludaron cariñosamente. No tardaron en aparecer sus dos hermanas detrás de ella. Las tres se parecían bastante. Eran altas, de complexión ancha, cabellos grisáceos y voz potente. Tenían unas facciones un poco duras, pero resultaban atractivas, especialmente la menor, Herminia. La hermana mediana, Gertrude, era la más intelectual  y fue precisamente ella quien habló cuando se hubieron saludado y pasado a su confortable salón.

̶ ¡Qué contenta estoy de veros! ¡Qué pareja tan romántica hacéis! ¿Hace mucho tiempo que estáis en el pueblo? Herminia y yo llegamos anteayer.

̶ Hace siete días que estamos aquí y mañana domingo nos marchamos otra vez a Londres.

̶ Sí  ̶ continuó Gertrude  ̶  nosotras nos iremos dentro de dos semanas. ¿No sabéis la noticia? ̶  exclamó de pronto y un poco excitada.

̶ No, ¿qué sucede? ̶  contestó Marta.

̶ Voy a formar parte de un jurado, querida. Se acusa a un hombre de haber dado muerte a otro. Hasta salió en los periódicos.

̶ ¿Dónde sucedió? ̶  preguntó el inspector.

̶ En Londres, en el centro mismísimo de Londres.

̶ ¿Te imaginas a Gertrude en un jurado? ¡Qué emocionante, qué envidia me da! Sólo faltaría yo ̶  dijo Herminia con pesar.

̶ ¿Cómo dice? -se extrañó la joven.

̶ Sí, Marta. Todas menos yo habrán formado parte de un jurado; primero Charlotte, en el famoso caso Sheridan. Recuerdo que sucedió hace trece o catorce años.

̶ Catorce ̶  le aclaró Charlotte ̶ . Lo recuerdo perfectamente porque, una semana antes de que me avisaran, mi hija Edith me telefoneó diciendo que había sido madre. Un poco más y tiene la criatura en el taxi. El niño se le adelantó dos semanas. El niño  ̶  suspiró ̶  que ya empieza a ser un jovencito, ¡cómo pasa el tiempo!, ¡cómo pasa!. Esto... ̶ Charlotte cambió bruscamente de tema y parecía titubear, pero en sus ojos había una chispa de esperanza ̶  por casualidad... no estaríais interesados en escuchar los detalles de aquel caso, ¿verdad? Es que nos gustaría relatároslo, si no hay ningún inconveniente, claro.

̶ ¡Claro que estamos interesados! ̶ exclamó el inspector con un ligerísimo tono de burla que sólo detectó su mujer ̶  . La verdad es que estamos interesadísimos. De las diez visitas que hemos realizado durante estos días, siete nos han relatado algún suceso para que yo lo resolviera.

̶ Si no queréis, decídnoslo, por favor ̶  insistió Gertrude.

̶ ¡Oh, no!  ̶  insistió también el inspector.

̶ Cuando mi marido dice que está interesado en algún caso, llega hasta el final, Gertrude.

     Las tres hermanas se miraron entre sí. Parecían muy contentas y satisfechas. Charlotte, la hermana mayor y la más parlanchina, empezó a narrar lo sucedido.

̶ La verdad es que el caso tuvo su misterio, ya lo creo. Todo se desarrolló en un despacho grande y austero de Londres. En un despacho que daba al exterior y que principalmente constaba de una larga mesa rectangular con sus respectivas sillas y de una pizarra. Se habían reunido en ella siete personas. Todos eran químicos de profesión y estaban hablando de lo que podría ser un gran descubrimiento, de un tejido sintético muy resistente parecido al nylon, descubierto en los años 30. El presunto descubridor, que se apellidaba Sheridan, era profesor de la Universidad de Oxford y bastante joven. Un colega suyo y amigo, apellidado Gibbons, decidió que hablase de su hallazgo con otros compañeros que trabajaban con él en una importante firma comercial especializada en plásticos. A continuación, os presentaré a todos los reunidos en aquel despacho para que tengáis una idea de cómo eran.                             

      Charlotte Darnell hizo una pausa para beber un poco de limonada; después continuó su relato:

 ̶ En primer lugar, había la señora Sinclair, que debía rondar los sesenta años. Algún malintencionado dijo que rondaba los setenta, pues parecía tener más años de los que aparentaba. Era una mujer viuda desde hacía muchos años, muy guapa, alta, con un gran moño blanco que descansaba sobre su cabeza. La verdad es que era muy agradable y simpática. Anteriormente, había trabajado en un instituto, y luego muy brevemente en otro muy importante, donde precisamente estudió nuestro séptimo personaje.

̶ ¡Qué pequeño es el mundo! Tanto tiempo sin verse y de repente tenía a su alumno en frente suyo, ¡menuda impresión tendría! ̶  exclamó Herminia.

̶ Tienes razón, debió quedar sorprendida, la tal Sinclair  ̶ Charlotte hizo una pequeña pausa enigmática ̶ .  Bueno, a lo que iba. En segundo lugar, tenemos a un gran sabio, catedrático de química en la universidad que estaba a punto de jubilarse; un hombre bajito, poco expresivo, feúcho y con gafas, de cabellos blancos y mirada ausente, un gran profesor, de esos que son vocacionales. Todos le tenían en gran estima. Hacía poco que había entrado en la empresa a diferencia de los otros. Según se contaba era muy buen hombre. Se apellidaba Haller.

̶ No te confíes, querida, a veces son los peores ̶  volvió a interrumpirla.

̶ En tercer lugar, nos encontramos con la señora Rochamp, de unos cincuenta y tantos años, una mujer antipática y bastante repelente.

̶ Muy repelente ̶  le rectificó Gertrude.

̶ Bueno, pues muy repelente. Esta mujer se creía el centro del universo. También era muy inteligente y bastante hermosa, de cabellos castaños y facciones duras, una gran profesional, sin duda, pero su carácter producía roces, envidias y alguna que otra discusión con sus subordinadas; una mujer bastante difícil.

̶ Dificilísima, estoy segura ̶ afirmó esta vez Herminia.

̶ Sí, con el cargo tantos años seguidos a veces puedes convertirte en una mujer demasiado exigente, sin miramientos con nadie, en una tirana.... Bien, esto... ¿qué personaje toca ahora? Con tanta interrupción, ya no me acuerdo.

̶ El cuarto, Charlotte ̶  le recordó su hermana menor.

̶ ¡Ah, sí! Pues, en cuarto lugar, aparece su marido, el señor Rochamp, que se parecía mucho a su mujer en cuanto a carácter y manera de hacer. Los dos trabajaban juntos, en cargos importantes. Eran demasiado ambiciosos. El señor Rochamp era un hombre falsamente simpático que toleraba mal el paso de los años. Debía contar cincuenta y tantos años, también. Y aborrecía a la gente joven, aunque lo disimulara de maravilla.

̶ Hacían muy buena pareja estos Rochamp ̶  observó Herminia.

̶ Tal para cual ̶  sentenció Gertrude.

̶ ¿Me dejáis que continúe?  ̶ les reprochó entonces su hermana mayor,

     Sus hermanas asintieron con una expresión de culpa.

̶ Bien, en quinto lugar, tenemos a una joven un poco masculina, morena, no precisamente guapa y un poco seca. Se llamaba Denise y usaba unas gafas demasiado grandes para ella.

̶ Era la montura ̶  volvió a interrumpirle Gertrude ̶  De hecho, eran unas monturas negras muy gruesas. La afeaban, pero a ella le era igual. Se dijo que tenía una relación sentimental con...

̶ ¡Pero si todavía no lo he presentado, Gertrude! ̶  exclamó quejándose Charlotte ̶  La gente murmuraba que tenía una relación con nuestro sexto personaje, un hombre de unos cuarenta años, atractivo y simpático cuyo apellido era Gibbons. Creo recordar que fue el número uno de su promoción y posteriormente director de la empresa anteriormente citada.

̶ No te olvides de que estaba casado, detalle importantísimo ̶  puntualizó Herminia con un ligero toque de reproche.

̶ Ahora lo iba a decir, ¡es que no me dejáis hablar!

̶ ¿Qué no te dejamos hablar?, ¡pero si eres tú quien está hablando durante todo el rato!

̶ ¿Ellas también saben el caso? ̶ preguntó Marta un poco sorprendida.

̶ Por supuesto, Charlotte nos lo explicó todo con detalle ̶ afirmó Gertrude.

̶ Bueno, pues como iba diciendo... o lo que tú nos acabas de decir, sí, creo que había un lío entre ellos. El guapo director con su feúcha colega.

̶ ¿Y Sheridan?  ̶ preguntó entonces Marta.

̶ Sheridan es nuestro séptimo personaje, el que os he presentado al principio. Sheridan es el número siete.

̶ Y naturalmente fue asesinado, ¿verdad? ̶ concretó el inspector mirándola fijamente.

̶ Efectivamente ̶  la miró sorprendida- No puedo creérmelo. Ya empieza a deducir cosas sin que yo haya insinuado nada. La verdad es que es extraordinario.

̶ ¿Cómo ocurrió todo?

̶ Sucedió a mediados de junio en una tarde lluviosa de primavera. Hubo una gran tormenta, con rayos y truenos. Y recuerdo que todos los presentes dijeron que la luz se apagó una vez.

̶ ¿Qué se apagó la luz?, ¿y usted cree que hay alguna relación entre el corte eléctrico y el crimen?

̶ Sí. Todo está relacionado con el apagón. Lo explicaré ahora con más detalle.

En la empresa "Plásticos Gibbons" había un cierto nerviosismo aquel mes de junio de 1948, porque un amigo del director, químico también, creía haber descubierto una nueva fibra sintética. Hacia las tres de la tarde se convocó una reunión para hablar del citado descubrimiento. En realidad, el presunto descubridor, cuyo apellido era Sheridan, como ya sabéis, no había dado a conocer su descubrimiento a nadie. Su mejor amigo y equipo serían los primeros en saberlo.

     Debo decir que a la derecha de la mesa se sentaron las mujeres. Denise se encontraba al lado de Sheridan, que presidía la mesa. Al lado de la joven, se sentaba la señora Rochamp y al lado de esta, la señora Sinclair. Y a la izquierda, estaban los hombres; primero el director de la empresa, a su lado, el señor Haller, y por último el señor Rochamp.

     Cuando se hubieron sentado, el señor Sheridan comenzó a explicar su teoría. En un momento dado, se levantó de su asiento dirigiéndose hacia la pizarra, donde empezó a escribir algunas fórmulas químicas. Todos lo miraban con atención, con mucha atención. Al cabo de un rato entró una mujer con una gran cafetera que dejó encima de la mesa y luego se marchó silenciosamente. Cada uno ya tenía su taza en frente suyo. Los allí reunidos apenas se fijaron en aquella mujer, excepto una persona; el asesino o asesina. Algo que el joven Sheridan había dicho le sobresaltó. De hecho, ya sabía lo que el señor Sheridan había expuesto como descubrimiento. ¡No podía ser verdad! ¡No podía serlo! En su interior, su rabia y frustración aumentaban por momentos. ¡Lo sabía, lo sabía! Lo sabía pero no le hicieron caso; a esta persona la dieron casi por loca cuando les explicó su descubrimiento bastantes años antes.

     El señor Sheridan estaba muy satisfecho de sus explicaciones y se encontraba feliz con su reducido y atento público. No tenía ni la menor idea de que alguien que se encontraba sentado allí, frente a él, estaba tan furioso que deseaba su muerte.”

̶ ¡Señor Sheridan, me siento tan orgullosa de usted! Supongo que no se acordará de mí. Estuvo en mi clase durante un año, en el instituto. Me acuerdo perfectamente de usted. Era un joven brillante, muy brillante. Permíteme que me presente: mi nombre es Cora Sinclair.
̶ ¿Sinclair? ̶  dijo recordando – En estos momentos no me acuerdo y lo siento, de veras. Mi profesor de química fue un hombre que murió hace ya algunos años.
̶ Sí, lo recuerdo. Pero estuvo un año de baja por enfermedad y yo le substituí. ¡Hace tanto tiempo de eso! En realidad, soy una tonta en hacerle recordar, pues estuve poco tiempo en el instituto.                                                                                                                 

̶ ¡Ah, sí, ya me acuerdo! ̶  exclamó de pronto ̶  Era una mujer, sí. Pero no la hubiera reconocido por nada del mundo. Han pasado muchos años.
̶ Es cierto. Sin embargo, yo sí que me acuerdo, señor Sheridan, y mucho. Usted y otro
compañero eran los más inteligentes de la clase. En seguida pensé que llegaría lejos. ¿Qué se ha hecho de su amigo? ̶ preguntó curiosa.

̶ Creo que ahora trabaja en los Estados Unidos; antes trabajó en Holanda.  En realidad, hace mucho tiempo que no sé nada de él.

̶ Yo estuve a punto de marcharme también a los Estados Unidos, ¿no lo sabían? ̶ dijo la señora  Rochamp haciéndose un poco la importante ̶  pero mi marido no quería que nos separásemos. De hecho, tenía toda la razón. Siendo soltera... todo hubiera sido distinto. Por suerte poco después de acabar la carrera pude entrar en plásticos Gibbons y estoy muy contenta, la verdad. ¡El señor Gibbons es tan buen profesional! Para mí es como mi segunda casa, mi segundo hogar.

̶ Para mí también ̶  dijo entonces la joven Denise ̶  Me gusta mucho mi trabajo, es apasionante. Yo hace casi diez años que estoy aquí y parece que fue ayer. Para mí es un gran consuelo trabajar tan intensamente.

̶ La verdad es que estoy muy satisfecho con mi equipo ̶  comentó ahora el señor Gibbons ̶  Todos somos una gran familia y nos llevamos muy bien. Y ahora esto, Sheridan. ¿Se imagina si le dan el Nobel? Debo decirles que se ha comprometido a que, si su descubrimiento tiene éxito, nuestra empresa sea la única que, por el momento, trabaje con el nuevo plástico.

̶ ¡Esto es fantástico, fantástico! ̶  exclamó el señor Rochamp ̶  Siempre me ha gustado la gente joven con energía  ̶ mintió ̶ . La juventud es el porvenir de la nación, del mundo. Jóvenes como usted dan mayor sentido a nuestras vidas. Su teoría me ha complacido enormemente. Tengo muchas ganas que la exponga en la Universidad. Y de ahí, al éxito, al triunfo internacional.

̶ Yo le envidio, joven ̶  dijo el simpático señor Haller con sus gafas de montura blanca ̶  En mi vida he descubierto nada. Claro que mi trabajo como docente me lo impedía, he ejercido muy poco de investigador químico. Aunque también debo decir que he tenido muchos alumnos brillantes. Eso me enorgullece, ¿sabe? Tantos años de enseñanza tienen su recompensa, ya lo creo, ya lo creo. Aunque ahora lo que me fastidia más es que haya perdido tanta vista. No es agradable hacerse viejo.

̶ ¿Quieren un poco de café? ̶ preguntó de repente el señor Gibbons que miraba un poco impaciente las tazas ̶  Todavía está caliente y se va a enfriar. Mejor que nos lo tomemos ahora.

     Todos asintieron.

̶ ¿Usted no se lo toma?  ̶ preguntó el señor Haller a Gibbons.

̶ No, no me gusta el café.

    El señor Gibbons cogió la taza de café que tenía en frente suyo y quiso dársela a su amigo Sheridan. La taza y plato eran de color azul oscuro y tenía una cuchara muy pequeña encima del plato.

̶ ¿Tiene azúcar? ̶ contestó Sheridan que fue el único en pedirlo.

̶ Creo que no. Yo te lo pondré.

̶ Con una cucharadita me bastará.

̶ ¿Así está bien?

̶ Perfectamente.

     Pero cuando iba a dársela, se apagó la luz inesperadamente.
̶ ¡Maldita sea! Lo que nos faltaba ahora, se ha ido la luz ̶  exclamó furioso el señor Rochamp.
̶ No te pongas nervioso, querido ̶  dijo su mujer ̶  ya verás cómo en seguida vuelve y todo se arreglará.
     Se quedaron casi a oscuras y se oyó un ruido de sillas. El señor Gibbons y los Rochamp se levantaron de sus asientos. El primero se dirigió a la puerta y la abrió, para saber si la avería sólo afectaba al despacho o a todo el edificio. Pudo comprobar que el apagón era general. La señora Rochamp levantó un poca más la persiana de la ventana izquierda para que se pudieran ver mejor; su marido hizo lo mismo con la ventana derecha.
     Al cabo de unos momentos todos volvieron a sus asientos. El señor Gibbons dio la taza de café al señor Sheridan y los demás cogieron la suya.

    Cuando bebieron su contenido, la luz volvió. La señora Sinclair se encontraba un poco nerviosa, pues tenía cierta fobia a la oscuridad, pero poco a poco se fue calmando; la señora Rochamp parecía muy satisfecha de sí misma pues creyó que había tenido una buena idea con lo de las persianas; Denise se encontraba ensimismada con sus pensamientos mientras se fijaba con el guapo señor Gibbons que miraba la lámpara que le pareció demasiado anticuada; el señor Rochamp y el señor Haller hablaban con bastante interés sobre la teoría del señor Sheridan.
     Este se encontraba en su sitio sin decir nada. Miraba su regazo fijamente, como hipnotizado. Entonces el señor Gibbons le dio un golpe afectuoso en el hombro y quedó horrorizado al ver que se caía de la silla. La sorpresa y consternación fue casi unánime. Se dieron cuenta en seguida de que el señor Sheridan estaba muerto. Y todos miraron asustados y confundidos al señor Gibbons.

̶ Y aquí termina todo ̶  dijo satisfecha Charlotte para añadir a continuación ̶  Marta, me gustaría ahora que pusieras en este papel, de los seis sospechosos, solamente tres, los que sean más probables para ti. La mujer que trajo los cafés no cuenta. Naturalmente que también fue sospechosa y mucho, ya lo creo. Pero luego se descubrió que no intervino más que en traer el café; que era inocente.

̶ ¿Qué es esto, Charlotte, un juego?

̶ No es un juego, pero me apuesto lo que sea a que los tres nombres que escribirás serán los mismos que hemos escrito nosotras.

̶ Muy bien ̶ dijo como resignada ̶  pues ahora los escribiré.

     El inspector miró cariñosamente a su mujer. Ahora era ella la que hacía de detective. Sus miradas eran cómplices.

     La joven así lo hizo y dio el papel a Charlotte, quien a su vez lo dejó ver a sus hermanas. Las tres sonrieron por lo escrito.

̶ Marta, eres extraordinaria. Tus tres sospechosos han coincidido con los tres nombres que hemos escrito también nosotras  ̶  dijo muy contenta Herminia ̶  Estábamos casi seguras de que los escribirías.

̶ ¿Ah, sí?

̶ Sí  ̶  Y dicho esto Herminia les enseñó su papel.

̶ Ya lo decía yo.

̶ Pues ya puedes olvidarte de ellos, querida ̶  dijo inexplicablemente Charlotte.

̶ ¿Qué?

̶ Sí, lo que oyes. Tus tres sospechosos principales, el señor Gibbons y el matrimonio Rochamp, eran inocentes.

̶ ¿Cómo dice? ¡Pero si el señor Gibbons tenía todas las de perder!

̶ A veces los más sospechosos resultan ser los más inocentes ̶  dijo sonriéndole.

̶ Me da la sensación de que se lo están pasando en grande, señoras ̶  comentó entonces el inspector ̶  ¿De qué murió el señor Sheridan?

̶ Alguien echó una pastilla de cianuro potásico en su café. Su muerte fue instantánea, fulminante.

̶ ¿Está segura de que el señor Gibbons era inocente?

̶ Sí, querida. Puede parecer todo lo contrario, ya lo sé.  El hecho de que la taza que se encontrara en frente suyo fue la que tomara Sheridan y su insistencia en que lo tomara, le hace el principal sospechoso, pero repito que no.

̶ ¿Cuándo pusieron las pastillas de cianuro en el café? ̶  preguntó intrigada.

̶ Oh, seguramente durante el apagón  ̶  le contestó Gertrude ̶ . Era el momento ideal para nuestro asesino o asesina.

̶ Y pensar que también sospechaba de los Rochamp.

̶ ¿Por qué sospechabas de ellos? ̶ preguntó Herminia.

̶ Por su pedantería y ambición.

̶ Pero no es razón suficiente, cariño Si todos los pedantes y ambiciosos fueran asesinos, adiós mundo.

̶ Sí, ya sé que la idea es absurda, pero los Rochamp no me han gustado desde un principio.

̶ Lo principal son las pruebas, Marta.

̶ Ojalá no las hubieran tenido, pues todos los demás me caen bien.

̶ Pues olvídate de los Rochamp, Marta ̶  le aclaró Charlotte ̶  y céntrate en los tres personajes restantes: la señora Sinclair, el señor Haller y Denise.

̶ Parece bastante claro que fue la joven ̶  dijo con pena Marta ̶  ya que se hallaba al lado de la víctima. Pudo verter las pastillas sin ninguna dificultad, aunque no entiendo por qué lo haría. Quizá por alguna razón que nunca sabremos.

̶ ¿Y si también descartamos a Denise, querida? ̶ comentó Gertrude muy contenta ̶ . De esta forma todavía queda más emocionante y misterioso.

̶ No entiendo nada, ¿qué descartemos a Denise? ¡Pero si es una de las principales sospechosas!

̶ Todo es posible con un poco de imaginación, querida ̶  dijo Gertrude.

̶ ¿Imaginación? ¿Qué quiere decir con eso?

̶ Pensad, pensad un poquito ̶  dijo entonces Charlotte como si fuera una paciente maestra ̶  De hecho, es muy fácil.

̶ ¿Fácil? Pues yo no sé quién pudo haber sido. ¿Cómo podían echar el cianuro si la señora Sinclair estaba bastante apartada de la bandeja y sufría claustrofobia y el señor Haller decía que sufría de la vista y cada vez veía peor. Cuando el apagón, no vería la taza con claridad. ¡Es imposible!

̶ No es imposible, querida. Si pensaras un poquito más…

̶  … me quedaría igual, Charlotte. Me rindo, es inútil que continúe. Decidme quién fue y cómo pudo hacerlo. La verdad es que ya estoy muy intrigada.

̶ Antes quisiera saber la opinión del inspector. Supongo que para él todo debe resultar más claro.

̶ Son ustedes bastante retadoras. ¿Y si les digo que no sé quién fue?

̶ Qué simpático es usted, pero no le creeríamos, inspector. Es usted demasiado inteligente  ̶ dijo Herminia con una sonrisa.

̶ A veces es imposible encontrar al culpable narrando la escena del crimen. Lo importante es hablar con los sospechosos e ir al lugar de los hechos  ̶ dijo el inspector.

̶ De todas formas, nosotras creemos que lo descubrirá ̶  concluyó Charlotte con una sonrisa.

̶ Me están poniendo a prueba y puedo fallar. Sin embargo, yo también tengo mi teoría sobre lo sucedido. De hecho, todo encaja.

̶ Explíquela, por favor ̶  insistió Charlotte.

̶ ¡Oh, sí, díganosla! ̶ exclamó Gertrude.

̶ Somos todo oídos ̶  afirmó Herminia.

̶ Bien. De los dos sospechosos que quedan, la señora Sinclair y el señor Haller, uno fue el culpable, ¿verdad?

̶ Verdad ̶  respondieron las tres a la vez.

̶ Pues en ese caso deberíamos descartar también a la señora Sinclair, ya que creo que sufría de claustrofobia. Se encontraba bastante nerviosa y no le gustaba la oscuridad. En ese estado, uno siente pánico y es incapaz de realizar nada. Alguien pudiera pensar que estaba nerviosa por lo que había hecho, pero no.

     El inspector concluyó:

̶ Entonces sólo nos queda un sospechoso, nuestro criminal: aunque parezca mentira, se trata del señor Haller.

̶ ¿Del señor Haller? ̶  comentó su esposa ̶  no puedo creérmelo. Pero si era un viejecito encantador.

̶ El otro día, en el periódico, había una bonita e ingenua fotografía de un psicópata asesino de ochenta años, querida  ̶ dijo Gertrude.

̶ Fue el señor Haller quién lo asesinó ̶   dijo Charlotte– que por cierto, no sufría de la vista como decía. Posteriormente en el juicio pudo verse su historial médico y en cuanto a su visión sólo una leve hipermetropía.

̶ ¿Y llevaba siempre una pastilla de cianuro?  ̶ preguntó con incredulidad Marta.

̶ El hombre tuvo una intuición muy fuerte sobre el gran descubrimiento – continuó Charlotte Darnell – Como estaba loco, Marta, decidió matar a Sheridan. Debió entrar en un laboratorio y coger una pastilla. Y lo del apagón lo ayudó. Tanto tiempo enseñando... la verdad es que le gustaba mucho la docencia como también la investigación, pero tuvo mala suerte. De hecho, el descubrimiento era casi suyo, solo hacían falta las pruebas finales, que fallaron en los dos casos; con Sheridan y con él. Al final el tejido no fue tan resistente como se creía. Claro que en el caso del señor Haller todo sucedió cuando era joven. Y se rieron de él, lo consideraron un loco. En realidad, tenían razón, no era un genio loco sino un hombre que había perdido la razón y se había refugiado en la docencia.

̶ ¿Y sabe cómo lo mató, inspector?  ̶ preguntó entonces Herminia ̶ . Cuando lo supimos quedamos, estupefactas. Era muy listo el señor Haller.

̶ Listo e inteligente  ̶ aclaró el inspector  ̶ . Creo que lo sé... Sólo necesitó girar un poco la bandeja hacia la derecha. Entonces su taza, en la cual él había vertido el veneno durante el apagón, sería cogida por el Señor Gibbons que a su vez se la dio a Sheridan. Así de sencillo. Recuerden que la bandeja era redonda. Todo fue muy rápido. Y el señor Haller vigiló muy bien cada taza de café para que todo saliera a la perfección.

̶ Pero Eduardo, esto era muy arriesgado. ¿Cómo podía saber si la taza envenenada sería para el señor Gibbons y no a otra persona?

̶ Dejaría alguna señal en su taza para identificarla. Quizá la cucharilla en alguna posición distinta del resto encima del plato o algo por el estilo. Ese Haller no tenía una mente perezosa que digamos.

–Efectivamente, inspector –dijo Charlotte Darnell muy contenta y asombrada– fue la cucharilla lo que diferenciaba a las otras tazas. La cucharilla de Haller era parecida a las otras, aunque no igual y más pequeña. Nadie se dio cuenta de eso. El señor Haller lo vio perfectamente y se alegró de que todo fuera bien, tal y como lo tenía pensado y estudiado. Tenía buena vista y, si hubiera habido algún error, ya hubiera reaccionado.

̶ ¡Pero entonces sería Gibbons quién se presentaría como culpable! ̶  exclamó Marta indignada.

̶ Es lo que pretendía también el señor Haller ̶ dijo su marido.

̶ Supongo que el señor Gibbons tendría un buen abogado.

̶ Desde luego, Marta; uno de los mejores de Londres ̶  le aclaró Charlotte ̶  El matrimonio Rochamp lo tuvo todo muy fácil  ̶ continuó ̶  pues inmediatamente después del apagón se levantaron en dirección a las ventanas y quedaron libres de toda sospecha. Casi igual que a Gibbons que se dirigió a la puerta para comprobar si la avería era general. Pero el hecho de estar al lado de la víctima, lo de la taza, y quizá los celos profesionales hacia Sheridan hacían que fuera el principal sospechoso. Luego vino Denise. Hasta se habló de un complot de los dos contra el pobre Sheridan. En cambio, nadie sospechó de la señora Sinclair que bien podría sentirse celosa de su antiguo alumno y menos aún del señor Haller, que no conocía a la víctima. El señor Haller con su aspecto inofensivo era el asesino y nadie sospechó nunca de él. Pero, al ir descartando los sospechosos, sólo quedaron los dos ancianos. Y se sintió atrapado. Y, cuando lo interrogaron, enloqueció y aleccionó al tribunal que en realidad fue el primer descubridor, que era más inteligente que Sheridan y que debía matarlo para no usurpar su idea. Tuvo su minuto de gloria, pobre loco.

̶ ¿Y si no se hubiera producido el apagón?

̶ Tu pregunta es interesante, Marta, muy interesante  ̶ le contestó Herminia ̶ . No sé lo que hubiera hecho. Seguramente lo hubiera tenido más difícil, quizá imposible. Tal vez no se hubiera producido el crimen. Quién sabe la reacción que hubiera tenido Haller.

̶ Recuerdo ̶  habló otra vez Charlotte ̶  que durante el juicio el señor Haller se derrumbó emocionalmente. Dijo que el apagón era una señal del más allá que le indicaba que iba por el buen camino. Había llegado la hora de la venganza. Fue todo muy triste. Le felicito, inspector  ̶  continuó entonces fascinada Charlotte Darnell a modo de conclusión ̶  lo ha deducido todo y nos ha sorprendido gratamente. ¡Oh!  ̶ exclamó de pronto ̶  pero si no os hemos ofrecido nada para comer y beber. Lo siento de veras ¿Queréis algo?

̶ Sí ̶  afirmó rápidamente el inspector ̶ . En realidad, mi suegra me ha comentado que hacen un original pastel de chocolate que es buenísimo. Tan bueno que todavía no entiende cómo no lo han presentado a ningún concurso.

̶ ¿De veras?  ̶ se alegró Herminia al igual que sus hermanas ̶  Debe referirse al pastel de Margot, una conocida nuestra que vive en Chile y que nos dio la receta hace muchos años. Es un pastel verdaderamente bueno. Lo que sucede es que tiene muchos ingredientes y se tarda bastante en hacerlo.

̶ Perdonen, no lo sabía. Pero repito que es una lástima. Con lo bueno que debe ser.

     Entonces las tres hermanas se miraron y se levantaron dirigiéndose a la puerta de la cocina y hablaron entre sí en voz baja. Por fin, Gertrude les miró y dijo:

̶ Vamos a prepararlo inmediatamente. Contad unos tres cuartos de hora. Salid al jardín, si queréis, hemos plantado flores nuevas.

̶ Gracias, Gertrude. Ahora vamos a verlo  ̶ le contestó Marta.

     El matrimonio Carmichael salió al jardín a respirar aire puro, después del "duro examen" que les habían preparado las hermanas Darnell.

̶ Eduardo, ¿te encuentras bien? ¿A qué viene eso del pastel?

̶ ¿No han estado más de media hora explicándonos esta historia y además jugando con nosotros?, pues ahora seremos nosotros quienes juguemos con ellas. Sé que la elaboración del pastel es laboriosa y tardarán casi una hora. Las tres hermanas parecían un tribunal y nosotros los que nos teníamos que examinar. Tengo dolor de cabeza.

̶ Ay, Eduardo. En otra ocasión, niégate, simplemente.

̶ Lo sé, pero es que este pastel de chocolate que hacen es buenísimo, según tu madre, el mejor que ha probado en su vida. Y me apetece tomarlo. De hecho, hoy es el último día que estamos aquí. Mañana tendremos que madrugar para ir a Londres.

̶ Lo sé, querido.

     Pasados tres cuartos de hora, el matrimonio Carmichael entró nuevamente en casa y fueron directos a la cocina. Las tres hermanas ya habían acabado de hacer el pastel y estaban preparando café.

̶ Es café de Colombia, uno de los mejores del mundo.

̶ Gracias, Gertrude, sois muy amables.

̶ Hemos captado la indirecta, inspector, lo sentimos, pero no era nuestra intención. A veces hablamos y hablamos y una cosa nos lleva a la otra y...  ̶ dijo Herminia que no terminó la frase.

̶ ¿Qué tal si vamos al salón a probar el pastel? ̶ respondió seguidamente el inspector.

     Una vez instalados en el bello salón decorado con mucho gusto, donde destacaban principalmente unas estatuas de Perú muy antiguas y otras de China, Charlotte Darnell les habló con total franqueza:

̶ Es que debe entenderlo, inspector. Si casi todo el pueblo les ha explicado un caso, nosotras, y perdone, no queríamos ser menos.

̶ Charlotte, qué infantil parecen a veces.

̶ Si podemos hacer algo para remediarlo ̶  dijo con pesar Herminia.

̶ Sí  ̶ afirmó el inspector.

̶ ¿El qué?  ̶ preguntaron las tres hermanas al unísono.

̶ Que les parece si empezamos a comer de una vez este delicioso pastel. Cuando era joven, después de un duro examen, siempre tenía mucho apetito.

̶ Inspector, qué gracioso es usted ̶ dijo Charlotte sonriéndole.

     Y en seguida empezaron a cortar el pastel para degusralo.


FIN

 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Recordando a las hermanas Dalton (Mark Debrest)

TRILOGIA DE LA SRA COOTE (Mark Debrest)

14 microrrelatos fantásticos (Mark Debrest)