EL MISTERIO DE LA FAMILIA WENSTON Y OTROS RELATOS (MARK DEBREST)

 

 

 

 

 

 

 

EL MISTERIO DE LA FAMILIA WENSTON

Y OTROS  RELATOS

                                         

 MARK DEBREST­­­­

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

  

1.-EL MISTERIO DE LA FAMILIA WENSTON

2.-LA DAMA DEL PARAGUAS

3.-LOS ADIOSES

4.-EL EXPERIMENTO

5.-LOS GORRIONES

6.-RITUALES EGIPCIOS

7.-LA ALEJANDRITA

8.-AMANDA

9.-EL TESORO DE VILLA AZUL

10.-UN JUEGO CON LA BARAJA FRANCESA

11.-SUCEDIÓ EN EL AEROPUERTO INTERNACIONAL

 

 

 

 

 

Nota del autor

 

Durante mi infancia, adolescencia y juventud, he tenido la suerte de conocer y de tener a grandes profesoras.

Este libro está dedicado a cuatro de ellas.

Para Carolina, Marisa, Rosario y Enriqueta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1.-EL MISTERIO DE LA FAMILIA WENSTON

 

 

 

“En el amor siempre hay algo de locura, pero en la locura siempre hay algo de razón.”

 

F. Nietzsche


 

I  

Noviembre de 1938

 

Un taxi se paró frente al domicilio del prestigioso abogado James Wenston, y de él salió una joven de aspecto delicado que contaría con unos treinta años de edad. Tras pagar al conductor y salir del vehículo, contempló durante unos momentos una gran y hermosa mansión de estilo Tudor que tenía delante y que se encontraba en una zona residencial al noroeste de Londres. A partir de ahora, trabajaría allí.

Destacaban, ya a primera vista, dos torres rojizas bastante altas entre las cuales había una ancha puerta de madera oscura que era la entrada principal. También podían distinguirse dos grandes hastiales pintados de color blanco, uno a cada lado de la torre. Dichos hastiales constaban de unas vigas de color marrón fuerte, dispuestas de forma perpendicular y paralela. Las ventanas que se veían eran bastante altas y estrechas y sus marcos eran del mismo color que los hastiales. La abundante hiedra protegía, a la vez que decoraba, el exterior de la fachada principal de la mansión, que constaba de dos pisos. El jardín era inmenso, con un cuidado césped y una gran variedad de flores, arbustos y árboles. Un poco a lo lejos, a la izquierda, habían construido un invernadero.

Una vez contemplada y admirada la mansión, la joven entró por la verja que estaba abierta. Siguió un camino de piedra donde, a la derecha y un poco apartado y camuflado por unos abetos, había un garaje. Los coches accedían allí por otro camino más ancho y largo. Y continuó andando por aquel sendero rectilíneo hasta que llegó a la puerta principal de la casa. Esta tenía, como curiosidad, un pequeño picaporte dorado en forma de puño, que no se utilizaba, ya que solo era decorativo, pero resultaba bonito porque estaba muy bien realizado. El timbre se encontraba a la derecha de la puerta. La joven lo apretó con decisión y se oyó de inmediato un lento, penetrante y grave “ding-dong”. No tardó en aparecer un atractivo joven que le abrió la puerta.

—Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?

—Soy la nueva secretaria del señor James Wenston, la señorita Sutcliffe.

—¡Ah, sí, la nueva secretaria! Pase, por favor, la están esperando. Es usted muy puntual; cualidad que aprecia mucho el señor Wenston. 

El joven hizo que entrara y se la quedó mirando con simpatía durante unos momentos. La señorita Berta Sutcliffe era de mediana estatura, delgada, no muy bella, sin ser fea, de ojos pardos y pelo de un color castaño, aunque lo más característico de ella era su mirada, muchas veces insegura que la obligaba a no fijarse en la cara de su interlocutor, señal inequívoca de su timidez. Llevaba un abrigo, sombrero y gorro de color marrón claro.

—Permíteme que la acompañe. Esta casa es muy grande y tiene muchas puertas que se comunican —comentó el joven mientras andaban por un ancho pasillo—. Es aquí, espere un momento, por favor.

Entonces, entró en el despacho y se dirigió al señor Wenston con cierta solemnidad:

—Ha llegado la nueva secretaria, señor —y luego se dirigió a la joven añadiendo con voz baja –Buenas tardes, señorita, y que tenga mucha suerte.

—Buenas tardes, y gracias —respondió sonriéndole agradecida.

Cuando la joven entró en el despacho, se oyó una voz ronca y profunda, que solo dijo un educado “buenos tardes” que provenía de un hombre mayor, de unos sesenta y tantos años, que estaba sentado detrás de una gran mesa de ébano. Pero no se movió de su sitio. Lo que hizo a continuación fue un gesto con su mano derecha que indicaba que se acercara y se sentase. La miró fijamente y tardó en hablar algunos segundos. Ella sintió un poco de miedo.

—Bueno, bueno, bueno… —empezó diciendo como si la analizara—, así que usted será mi nueva secretaria, la señorita Berta Sutcliffe. Me han hablado muy bien de usted, ¿sabe?, lo cual me complace mucho. Veo también por su mirada que es una joven tímida, pero también debe ser decidida al querer venir aquí, ¿verdad?... Se la ve serena… y tiene buena presencia, para mí algo fundamental. Me gusta —concluyó de pronto con una sonrisa, para añadir a continuación con cierta brusquedad—, pero lo que no entiendo, y por favor, explíquemelo, es por qué una joven como usted quiere trabajar conmigo. Ya le habrán informado que sufro de artrosis y que debido a esto a veces no tengo un carácter muy agradable, que digamos.

—Debo ganarme la vida, señor —respondió con la voz casi inaudible.

El señor Wenston, que era muy alto, delgado, todavía atractivo, con barba, bigote y cejas espesas ya encanecidas, continuó con su pequeño interrogatorio.

—Ya veo... ¿A ver sus manos?

—¿Cómo dice?

—¡Sus manos, sus manos! —exclamó un poco alterado con su profunda voz para luego añadir como si de una orden se tratase—: Enséñemelas.

La joven se las mostró un poco asustada. Le pareció bastante extraño el señor Wenston. Por un momento pensó adónde había ido a parar, y si todo iría bien.

–Fuertes, perfectas; como a mí me gustan. Una buena mecanógrafa debe tenerlas así.

—Tú y tus manías —dijo entonces una mujer que apareció por otra puerta que conducía al despacho y que debía haber oído parte de la conversación.

La mujer, de unos cincuenta años, de mediana estatura y delgada, era muy hermosa, de pelo muy rubio, casi albino y peinado a la moda. Llevaba un bonito y elegante vestido color beige, quizá demasiado elegante para la ocasión.

—Permíteme que me presente —dijo con cordialidad y con su característica voz débil, estrechándole la mano—. Soy la señora Wenston.

Esta se sentó en un sillón cercano al de su marido y encendió un cigarrillo. Era una mujer muy bella, sin lugar a dudas, pero también parecía un poco sofisticada y distante.

—James necesitaba a una nueva secretaria, ¿sabe usted? La señorita Japp se jubiló el año pasado, después de más de treinta años con nosotros.

Berta estaba impresionada por la dimensión de aquel despacho, en el que trabajaría si todo iba bien. La señora Wenston se dio cuenta y sonrió por ello.

—Bonito despacho y preciosa casa, ¿no le parece? Siempre me han gustado mucho las casas, dan tranquilidad y seguridad. Además, siempre he sido muy casera.

—Sí, la casa es preciosa, la verdad.

—No somos los únicos en vivir aquí, como comprenderá, con lo grande que es. Mi hermana pasa temporadas con nosotros y es una compañía muy agradable. También están mis hijas: la mayor se llama Laura y va a casarse dentro de poco con un joven abogado llamado Frank Gilmore. Mi hija menor, Verónica, que ahora estudia en París, acabó Bellas Artes el año pasado con muy buenas notas.

El señor Wenston se fijaba atentamente en aquella joven. Observaba todas sus reacciones con mucho interés.

—¿Sabe que me recuerda a la otra secretaria que tuvimos después de que se fuera la señorita Japp, hará cosa de casi un año?

—¿Ah, sí?

—Sí. También tenía un aspecto asustadizo, pero hay algo en usted que me dice que es una mujer fuerte.

—Mi vida no ha sido fácil, señor. Mi padre murió hace tres años y nos dejó en una situación bastante precaria. He tenido que trabajar duramente.

—Sus referencias son muy buenas, señorita Sutcliffe, y sacó un sobresaliente en el examen que le hicieron para la obtención de este empleo.

—Gracias, señor. El examen fue largo y difícil, pero me fue muy bien.

—¿Tartamudea a veces? —preguntó de pronto el señor Wenston.

—¿Cómo dice?

     El señor Wenston volvió a hacerle la misma pregunta ante el asombro de la joven.

—No, no señor – le respondió casi como aliviada.

—Me alegro. No soporto a la gente que tartamudea. Me saca de mis casillas.

—Basta ya, James —respondió su mujer que notaba que su marido empezaba a impacientarse—. No asustes a la joven. La pobre solo acaba de llegar.

–Perdone, señorita, no era mi intención incomodarla.

–La verdad –titubeó la señora Wenston– es que no sabemos el motivo por el cual se despidió la substituta de la señorita Japp, pero a mí no me gustó desde un principio.

—Espero que no fuera por nada grave —respondió tímidamente.

—Creo que se enamoró…  —afirmó en un tono superficial una joven muy bella que apareció de repente. Alta, esbelta, con el pelo ondulado y rubio, y muy parecida a su madre—. Mucho gusto en conocerla, señorita. Mi nombre es Laura. ¡Vaya!, así que será la nueva secretaria. Espero que nos dure más que la otra —suspiró al recordarla para añadir a continuación —. ¿Qué os parece si vamos al salón y tomamos el té? Ya son las cinco pasadas.

—Buena idea, hija. Señorita Sutcliffe, ¿quiere acompañarnos?

—Oh, sí; por supuesto.

Todos se dirigieron al salón. El señor Wenston iba en una silla de ruedas debido a que aquel día no podía andar bien. Sufría de artrosis desde hacía pocos años y por ese motivo trabajaba en casa y no en la ciudad.

Cuando llegaron al grandísimo salón, se sentaron en unos cómodos sillones granates, en una zona que daba directamente al jardín y muy cerca de una gran chimenea encendida, de piedra grisácea.

—¿Tomará el té solo, señorita Sutcliffe?  —preguntó la señora Wenston que cogía la tetera con su mano derecha.

—Sí, gracias, muy amable.

Berta se fijó atentamente en aquella habitación. ¡Qué salón! Lo primero que le vino a la cabeza fue que era grandísimo y muy bonito, con un precioso piano de cola en una esquina, una terraza grande muy soleada y un jardín inmenso, infinito, con piscina y pista de tenis a lo lejos. También había una fotografía reciente, encima de una mesita cuadrada, al lado del sofá, en la que salía la señora Wenston, en el centro y muy sonriente, y dos jovencitas cuyos rostros estaban serios y borrosos, como difuminados; una fotografía extraña, a la vez que original y quizá también fea. Berta reconoció enseguida a Laura, situada a la izquierda de la foto. La otra joven debía ser la hija menor que también era muy bella, pero se parecía más a su padre. No pasarían de los veinticinco años, pensó. 

Más tarde se enteró que la señora Wenston se empeñó en poner aquella fotografía en el salón, con la oposición de sus hijas a quienes no les gustaba nada. Una fotografía sin paisaje, solo con el poco cielo visible en la parte superior. También se podía apreciar que la señora Wenston llevaba un paraguas abierto, inclinado hacia atrás, y un abrigo oscuro que le llegaba hasta el cuello. En el abrigo lucía dos camafeos, uno grande, a su derecha que tenía forma de lagartija, y otro pequeño a su izquierda, que no pudo deducir lo que era, al menos al principio, debido a su menor tamaño.

Después de conversar durante unos minutos, apareció una mujer que resultó ser la hermana de la señora Wenston; la señorita Deborah Wise. Tenía el aspecto un poco masculino y no era muy agraciada. Y por lo que pudo oír posteriormente, su hablar era tan rápido como el de una ametralladora. Su gran pasión era la botánica.

—Buenos tardes, señorita. Soy la señorita Wise, cuñada del señor Wenston. —dijo con rapidez y seriedad—. Mucho gusto en conocerla.

—Igualmente —respondió Berta.

La señorita Wise se sentó al lado de su hermana. Era evidente que era mayor que esta, pues casi debía rondar los sesenta años. Vestía de una forma bastante extravagante, pues usaba pantalones y camisas que no la favorecían demasiado. Era más bien de baja estatura, un poco rolliza, de pelo canoso, y parecía más interesada en lo que sucedía en el jardín que en la nueva visita. No se parecía en nada a su hermana.

—Pues sí… —afirmó satisfecha la señora Wenston después de beber una taza de té—. Esta casa es preciosa, por ese motivo salgo muy poco de ella. Vivimos aquí desde hace veinte años.

—Es preciosa, desde luego —dijo Berta que miraba un poco intrigada aquella fotografía.

—Es muy grande, pero mejor así, ¿no le parece?  —observó la mujer mientras la miraba fijamente.

—No la entiendo —le contestó ladeando su cabeza graciosamente hacia la izquierda.

—Mi madre quiere que vivamos todos aquí cuando me case con Frank y yo encuentro que es una idea excelente, aunque a veces Frank piense lo contrario. ¡Con lo bonita y grande que es esta casa!

—Yo opino que es una equivocación —observó la señorita Wise un poco disgustada.

—¡Vaya!, ya salió la nota discordante del grupo. No sé por qué no pueden quedarse, la verdad.  —comentó su hermana.

—Deben hacer su vida, así de sencillo y natural, como todas las parejas. Y ahora me retiro. Voy al jardín para hablar con Simon. Tenemos mucho trabajo en él y el chico es un compañero perfecto. Menos mal que durante el fin de semana descansa un poco, el pobre. Pero Simon acabará dedicándose exclusivamente a la jardinería, eso os lo digo yo. Me gusta que haya cogido tanta afición… No como vosotros que no tenéis afición a nada —sentenció con sequedad.

La señorita Wise abandonó el salón con paso apresurado, alzando su mano derecha a modo de despedida.

—Discúlpela, señorita Sutcliffe – dijo la señora Wenston.

—No se preocupe —dijo Berta con una tímida sonrisa—.Y ahora ya debería irme —dijo la joven levantándose de su asiento.

—¿Ya se marcha, usted?, ¿tan pronto?  —protestó el señor Wenston.

—Sí, sí señor. Debo ir a mi apartamento.

—Ya la acompañamos al hall. ¿Vive usted muy lejos de aquí? —preguntó Laura.

—No mucho, señorita. Andando, unos treinta minutos.

Dicho esto, se levantaron hasta llegar a la entrada principal. Berta observaba con mucho interés la decoración de la casa. Era barroca; recargada y con muchos muebles y objetos valiosos. Había cuadros con temática floral, sobre todo de rosas, y algún cuadro abstracto que, la verdad, no era muy bonito. Más tarde se enteró que dichos cuadros eran los originales y valían una fortuna. A los Wenston les gustaba la opulencia y lo demostraban con claridad.

Cuando llegaron al hall, el señor Wenston le comentó como si resumiera aquella breve visita:

—Me cae bien, señorita Sutcliffe, y esto es un poco extraño en mí, pues aborrezco a casi todo el mundo... Bien, dejémonos de tonterías. Y recuerde: El lunes, a las nueve de la mañana.

—Sí, señor. Gracias por todo. No sabe lo que significa para mí este trabajo.

La joven salió del domicilio de los Wenston muy contenta a la vez que un poco extrañada. Qué familia tan peculiar, sobre todo el señor. Claro que casi todas las eminencias son un poco especiales.

Al llegar a la verja se encontró con Simon con su uniforme de mayordomo que la estaba esperando.

—¿Se quedará, señorita?

—Sí. Empiezo el próximo lunes —dijo contenta.

—Qué bien, me alegro mucho. Esto... —el joven parecía un poco indeciso y quizá era un poco precipitado lo que iba a decirle, pero él era así—. ¿Le gusta la botánica, todo lo relacionado con las plantas y flores?

—Pues verá; no entiendo mucho de ello, aunque haya algunas flores que son de mi agrado.

—¿Como cuáles? —preguntó con decisión.

La joven se sintió perpleja ante aquella pregunta tan clara y directa y se fijó un poco más en Simon. Era bien parecido y debería contar ya los treinta años, como ella. De mediana estatura, musculoso, moreno, con el pelo crespo de un color castaño claro y unos ojos pequeños de color verde. Y siempre con una bonita sonrisa que contagiaba alegría.

—Me gustan las rosas, las rosas blancas.

—¡Qué coincidencia! —se sorprendió y alegró el joven—. A la señora Wenston y a sus hijas también les gustan mucho las rosas. Cuando tenga algún momento de descanso y quiera ver cómo trabajo en el jardín o en el invernadero… Sería un gran placer para mí, señorita.

La joven se sintió muy impresionada por la presencia y palabras de Simon y le contestó entrecortadamente:

—Oh, sí…Con mucho gusto... Pero ahora tengo que irme... Nos veremos el lunes... Adiós.

—Adiós, señorita —le respondió sonriéndole. Y sus ojos la siguieron hasta que se perdió al girar la calle.

 

Berta empezó su trabajo el día señalado. La verdad es que era una buena secretaria: mecanografiaba sin ninguna falta, escribía con rapidez y claramente lo que el señor Wenston le dictaba; su voz, además, era bonita, aguda y agradable. El trabajo de la mañana terminaba a la una, hora en la que iba a almorzar a un pequeño restaurante. Por la tarde reanudaba su trabajo a las dos y terminaba a las cinco. La joven estaba muy contenta por la obtención de aquel empleo. Era una vida rutinaria que no le desagradaba en absoluto y recibía, además, un buen sueldo. Se sentía a gusto en aquella casa. Solo había una cosa que le extrañaba al ir pasando el tiempo; la otra hija nunca llamaba por teléfono, no enviaba ninguna carta, ni iba a verlos.

 

 

 

 

 

 

                                                        II

Julio de 1939                                                                      


         Los días pasaban con rapidez y pronto se convirtieron en semanas y estas en meses; hasta que llegó el mes de julio.

Berta, poco a poco, fue consiguiendo la confianza de todos los miembros de la familia Wenston y del servicio. Su buena educación y profesionalidad, juntamente con su amabilidad, dulzura, paciencia y prudencia, conquistaron completamente al señor Wenston a los pocos días, ya que no era ni tan nervioso ni raro como parecía de entrada. También ganó rápidamente la confianza de la extrovertida y temperamental señorita Wise, que era soltera, y de Laura, una joven muy agradable, locuaz y sociable. Lo mismo pasó con los miembros del servicio, sobre todo con Simon, por el que inmediatamente se sintió muy atraída. Quizá fuera la señora Wenston la única que se mostraba distante con ella, con una inaccesibilidad que no comprendía, aunque era amable. La señora Wenston era tan sociable como su hija mayor, pero con Berta había una extraña barrera que impedía que hablaran con más frecuencia. También pudo comprobar que la señora Wenston era muy casera, quizá demasiado, y que salía muy poco de la mansión donde vivía. Y que era un poco extraña por alguna reacción o comentario que había visto u oído.

     Una mañana, sobre las doce, el señor Wenston recibió una llamada telefónica en el despacho e hizo el gesto a la señorita Sutcliffe de que se marchara, de que quería estar solo. Entonces, la joven hizo lo que ya había hecho en otras ocasiones parecidas: salir al jardín para descansar un poco y coger fuerzas para reemprender el trabajo. Y vio, como casi siempre, a la señora Wenston que estaba leyendo tranquilamente en la terraza y también, un poco a lo lejos, a Simon que estaba trabajando en el césped para que estuviera en perfectas condiciones, que era la obsesión del señor Wenston. La mañana era estupenda, pues el sol brillaba con fuerza y hacía calor.

—Buenos días —dijo con simpatía la señora Wenston, pero también de una manera afectada —, ¿cómo se encuentra, señorita Sutcliffe?

—Muy bien, gracias. He salido porque su marido tiene una llamada personal.

—James está siempre trabajando, siempre. Ya lo hacía de joven, es como una obsesión. Debería cuidarse un poco. Ya no es un jovencito y su artrosis es muy fastidiosa —dijo con su característica voz débil.

—A veces tiene días malos, la verdad.

—Yo me cuido mucho, ¿sabe usted?, siempre lo he hecho. Mi único defecto es que fumo; aunque poco. Ahora nadaré un poco en la piscina, con el día tan hermoso que hace. Me encanta nadar y estar en el agua. En cambio, nunca juego a tenis a diferencia de mis hijas. Siempre me ha resultado agotador.

—A mí me encanta el tenis. Puede ser un juego muy divertido.

—Ah, no lo sabía —se sorprendió—, pues algún día tiene que venir a jugar. Un domingo por la tarde, como a veces lo hacen los señores Pikeaway y los señores Woodworth, muy amigos míos.

—¿Woodworth?

—¿Los ha reconocido usted, querida? Últimamente se habla mucho de ellos. Por sus fiestas y obras de caridad. Y están emparentados con la realeza —dijo muy contenta y satisfecha al recordarlo—. Los conocí en una fiesta que hicimos aquí en casa. Pronto hará veinte años de aquello. Cecilia Woodworth es simpatiquísima y una de mis mejores amigas.

—No lo sabía.

—Su hija mayor y mi hija menor tienen la misma edad.

—Qué curioso —dijo Berta, a la vez que le extrañó que no dijera el nombre de su hija.

—Mi marido no es muy amante de las fiestas, pero no le disgustan. A mí me encantan, como a Laura. Y cuanto más fastuosas, mejor. En esta casa siempre celebramos tres grandes fiestas durante el año. Hace poco celebramos una, en junio, y casi coincidió con el cumpleaños de Laura.

—Es una casa muy hermosa, ya lo creo.

Entonces, la señora Wenston continuó su conversación, pero ahora parecía como si hablara para sí y un poco más fuerte, sin fijarse en su interlocutora. Estaba sonriente y contenta.

—Me encanta esta casa y todo lo relacionado con ella. Y también este maravilloso jardín. Con su cuidado césped, sus bellas flores y  grandes árboles. ¡Qué hermoso colorido! ¿No sabía que antiguamente había un abeto pequeño muy cerca de casa? Cuando las niñas eran pequeñas y llegaba la Navidad, lo adornábamos. Yo lo prefería así. Pero hacía mucho frío y un año yo y Verónica cogimos un fuerte resfriado que en el caso de la niña casi se convirtió en una pulmonía. Suerte tuvimos de la señora Hallington, que se ocupó mucho de Verónica, y aquello las unió mucho más. Mi querida hermana también vino cuando enfermamos y ella se ocupó de mí. A raíz de todo aquello, pasa temporadas con nosotros.

—No sabía la historia.

—Hace ya mucho tiempo de eso… —continuó con lentitud y como si recordara.

Se hizo un largo silencio. Luego, la señora Wenston continuó con normalidad.

—Al final hice cortar el árbol, aunque James y las niñas no quisieran. Pero debía ser así ya que el árbol fue el culpable de nuestra enfermedad.

Berta no dijo nada pero le extrañaron aquellas palabras. Luego, la señora Wenston cambió de tema de conversación y volvió a hablar de tenis, como al principio de todo.

—Cuando venga a jugar haremos una partida de dobles. Laura con Frank y usted con…Simon. ¿Qué le parece?

—¿Con Simon? —se sorprendió.

—Sí, señorita. ¿Y por qué no?

—Gracias, señora. Me lo pensaré.

—Si fuera más joven jugaría con él, aunque solo fuera un ratito. Pero una ya tiene una cierta edad.

—Parece muy joven, señora.

Aquel comentario gustó mucho a la señora Wenston.

—Gracias, querida. La verdad es que quiero tener un aspecto joven y sano. Y para eso es importante hacer ejercicio y comer bien. Yo tomo mucha fruta y verdura. Aquí tenemos algunos árboles frutales, ¿sabe?: dos cerezos, dos perales, dos manzanos y un limonero. Alguna vez he visto a Simon cogiendo cerezas y he querido ayudarle, ya ve usted. Pero él no quiere, dice que no debo cansarme o hacerme daño. ¿No es encantador?

—Es un joven muy simpático.

—Sí que lo es. Su presencia me es muy grata. Por cierto, ¿dónde está? —preguntó un poco preocupada porque no lo veía.

—Estaba arreglando el césped, señora.

—Ya. El pobre tiene tanto trabajo en el jardín, como James lo tiene en el despacho. Mira, ya lo veo —dijo ahora aliviada—. Siempre tan contento. Yo voy a bañarme un poco a la piscina. Me apetece.

—Me gustaría hablar con él —dijo Berta suspirando— Pero no sé cuándo.

—¿Ah, sí? Espero que no sea nada grave.

—No, no señora. Algunas preguntas que tengo sobre las flores. Seguro que me las responderá.

—Pues vaya ahora, antes de que mi marido la reclame, señorita Sutcliffe —le dijo para sorpresa suya—. Si aparece mi marido, le diré que espere un poco. No pasará nada.

—Muchas gracias, señora Wenston. Mucho gusto en verla y en hablar con usted.

—Lo mismo digo, querida.

Las dos mujeres se separaron y Berta se dirigió hacia donde se encontraba el joven un poco deprisa. En aquellos momentos estaba arreglando unos matorrales de debajo de una ventana.

—Buenos días, Simon.

—Ah, hola, buenos días.

—Oye, Simon —dijo entonces un poco intrigada porque aquello le extrañaba bastante—, y perdone mi atrevimiento, pero: ¿Desde cuándo es usted jardinero y chófer en casa de los Wenston?

—¡Ah, eso!  —dijo el joven que se quitó los guantes y se puso de pie—. Todo resulta muy fácil de explicar. Verá: Hace poco tiempo, el señor Wenston se rompió un brazo y no podía conducir su coche para ir a trabajar a la City. Sucedió cuando trabajaba en el bufete de abogados en el centro de Londres, con su socio, el señor Clement. Solo hace dos años que el señor trabaja en casa. Y cuando tiene que salir por cualquier motivo, siempre lo acompaño y conduzco su Mercedes Benz, de color blanco.

—Ah.

—Y luego, la señora Wenston me pidió si quería ocuparme de este gran jardín y del invernadero. Y la idea me encantó. Me gustan mucho los jardines y todo lo relacionado con los árboles, plantas y flores. Así que soy chófer y jardinero. Y los sábados, muchas veces, mayordomo. Así de natural y así de…de…

Simon no encontraba la palabra adecuada o no quería pronunciarla.

—¿Extraño? —respondió Berta como si también le hubiera costado encontrarla.

—Sí, quizá… —reflexionó dudoso—. Enseguida hice unos cursos de jardinería, gracias a la insistencia de la señora Wenston y luego de su hermana, la señorita Wise. Sin ella estaría perdido y no hubiera aprendido nada. Y ahora creo haber encontrado mi auténtica profesión.  Sí — afirmó satisfecho —me considero un buen jardinero.  De hecho, tengo un contrato a jornada completa y voy combinando los diferentes trabajos que tengo cada día según la ocasión.

—Oiga —comentó la joven cambiando de tema—, ¿sabe que todavía no he visto el invernadero por dentro? He oído que usted y la señorita Wise trabajan mucho últimamente en él.

—Sí, es verdad. ¿Sabe qué?  —dijo de pronto con alegría y recordando—. Aprovechemos esta pausa en su trabajo antes de que el señor Wenston la llame. Quiero que vea sus rosas antes de que las plante en el jardín.

—¿Mis rosas? —exclamó muy sorprendida.

—Sí. ¿No me dijo una vez que las rosas blancas eran sus flores preferidas?

—Así es. ¡Pero hace tanto tiempo de eso!

—Tengo buena memoria, señorita. Y ahora… venga conmigo.

Los dos jóvenes, que reflejaban alegría en sus caras, se dirigieron directamente al gran invernadero, de color blanco y con grandes ventanales, y entraron en él.

Había muchas clases de plantas y flores, donde destacaban las rosáceas y variadas plantas tropicales. Caminaban con lentitud, mientras Berta miraba contenta y curiosa todo el interior. Qué bonito era. Y cuando se encontraron hacia la mitad del invernadero, se pararon. Allí pudieron ver una gran maceta que contenía unas preciosas rosas blancas. Y Simon dijo con cierto orgullo.

—Mire sus rosas, señorita. Se llaman “rosa multiflora”.

La señorita Sutcliffe se paró y las miró. Y en el fondo se emocionó. Qué considerado era.

—Son preciosas, de verdad —dijo muy contenta mientras las observaba y olía.

También se fijó en otras rosas que tenía a su derecha, en distintas macetas.

—Veo que todas las demás son rojas.

—Sí. A la señora Wenston le gusta mucho la rosa semperflorens; a la señorita Laura, la rosa multiflora roja, y a la señorita Verónica, la rosa sarabanda.    

—Qué curioso, Simon. ¿Y la señorita Wise, tiene preferencia por otro tipo de rosa?  —preguntó irónicamente.

—No. Sus flores preferidas son unas llamadas ojos de poeta.   

Y de repente, del subconsciente de la señorita Sutcliffe, surgieron unas palabras que guardó para sí porque se asustó. ¿Sería aquello el presagio de un final trágico? No lo sabía, pero le vinieron a la memoria de una forma automática: “Y usted es el ojo del huracán”.

 

                    *    *     *                          

 

La joven, después de despedirse de Simon, volvió otra vez al despacho un poco pensativa y se sentó delante del señor Wenston que estaba leyendo unos documentos. La gran y bonita mesa rectangular los separaba. Él se disculpó.

—Perdone, se trata de mi hija Verónica. Acabo de hablar con ella, casi media hora.

Cuánto tiempo hacía que no llamaba la joven, pensó Berta alegrándose. El hombre parecía contento a la vez que un poco preocupado. La joven señorita Sutcliffe estaba tan extrañada por todo lo relacionado con Verónica que le dijo casi sin pensar y de forma natural.

—¿Qué le sucede a su hija?

—Bueno, ya va siendo hora de que lo sepa —dijo con naturalidad y cierta esperanza—. Han pasado muchos meses desde que vino usted. Y por qué no contárselo. Ya está bien de tantos silencios y situaciones extrañas— le contestó al ver que Berta había formulado la pregunta que sabía que tarde o temprano surgiría dada la confianza que ya existía entre ellos—. El motivo es sencillo, seguro que por eso la anterior secretaria se despidió. Por lo que vio, por lo que notó. Y quizá también se marchará usted.

—¿Qué ocurre?

—Verónica hace tiempo cambió de carácter. Creo que tuvo un gran disgusto, pero nunca nos lo dijo. Se volvió muy seria y triste. Y tiene su genio, no crea, más que Laura. Este disgusto se juntó con otro que tuvo con su hermana el año pasado. Hubo una extraña rivalidad entre ellas que iba en aumento. Hasta que debió estallar y decidió marcharse de aquí, bien lejos, a París. No quiere hablar con nadie de la familia, eso es lo raro. Menos mal que nos dio su dirección y nos escribió por Navidad. Solo se relaciona por carta con la señora Hallignton, nuestra ama de llaves, que nos va informando. Vive en un pequeño apartamento, cerca del domicilio de un matrimonio amigo nuestro apellidado Barton, cerca de Montmatre.

—No sabe cuánto lo siento —dijo apenada Berta.

—Verónica se enamoró —afirmó de pronto ante el asombro de la joven.

—¿Se enamoró? —se extrañó la joven que por un momento no entendía nada

—Sí, de Simon.

—¿De Simon? —exclamó todavía más extrañada— ¿Y qué tiene que ver Simon en todo esto?

—Mis dos hijas se enamoraron a la vez de él, poco después de que viniera a trabajar aquí y se instalara en la caseta hace ya unos tres años —afirmó el hombre con tristeza.

No, no se había equivocado respecto al ojo del huracán.

—De modo que se lo has dicho —dijo la señorita Wise que apareció en aquellos momentos, y que parecía bastante enfadada.

—Tarde o temprano se hubiera enterado, Deborah.

—Era preciso que te callaras. Imagínate que la señorita se marcha. Deberás contratar a otra secretaria y así estarás toda la vida; tú, contratando y la secretaria despidiéndose al poco tiempo. Por las habladurías de la gente del barrio. Debo informarla que tuvimos que despedir por eso a Deirdre, una criada que trabajaba para nosotros desde hacía muy poco pues habló demasiado con otras criadas de la zona y al final todo el mundo lo supo. Un tema familiar tan triste y desagradable. En esta familia no toleramos la indiscreción, la ingratitud y la deslealtad, ¿me entiende usted? —dijo muy seriamente como si fuera en realidad la dueña de la casa.

—Sí, señora.

—Deborah, no te enfades, por favor. Tengo muy buenas noticias de Verónica —dijo contento y esperanzado— Me acaba de telefonear y me ha dicho que vendrá este domingo por la mañana.

—¡Oh, qué bien, qué gran noticia! —exclamó la señorita Wise que se alegró muchísimo al oír aquellas palabras—. Qué contenta estoy, James. Oh, sí. Qué contenta.

—Quiero que estemos otra vez todos juntos, en familia. Y podemos comer en la terraza para celebrarlo. Es su lugar preferido, en verano. Ahora voy a avisar a Camilla, por supuesto. Y si veo a Laura, también.

—Claro que sí, James. Por fin la familia reunida otra vez. Qué gran alegría —dijo la señorita Wise que no salía de su asombro.

Cuando el señor Wenston se marchó del despacho, la señorita Wise, ahora menos nerviosa, quiso explicar a la joven lo que había ocurrido e intentó resumirlo en pocas palabras. Se sentó frente a la joven y empezó a narrar lo sucedido con mucha seriedad, mirándola fijamente a los ojos.

—Tengo dos sobrinas muy diferentes entre sí. La mayor, Laura, ya la conoces, es bella y elegante, un poco frívola, y le gusta demasiado el dinero, como a mi hermana. La menor se llama Verónica, bella como Laura, aunque bastante temperamental, como su padre. Y quizá también como yo. Y creo que también, en el fondo, muy sensible, aunque no se le note. A pesar de las diferencias de carácter, las dos hermanas se llevaban bien; hasta que Simon entró a trabajar aquí.

—¿Qué sucedió?

—Mis dos sobrinas, al cabo de un tiempo, se enamoraron de él. Así de claro. Y aparecieron los celos entre ellas, de una manera silenciosa, y gradualmente en aumento. El ambiente de la casa se tensó y acabó afectando casi a todos. Todo muy triste, la verdad. Laura se peleó con Frank y parecía que el noviazgo había terminado.

Berta hizo una pregunta muy importante y también lógica. También tenía confianza que la señorita Wise, no así con la señora Wenston, por más agradable que se mostrara siempre con ella.

—¿A Simon le gustaba alguna de sus sobrinas?

—Pues no lo sé —respondió preocupada—.  Era simpático con las dos. Es simpático y atento con todo el mundo. Es que es así. Tiene el don de la simpatía. Pero creo que congenió más con Verónica.

—¿Y Simon todavía vive aquí después de todo lo que pasó?

—Puede extrañar y mucho. Pero, en el fondo, el pobre chico no tenía la culpa de nada. Todo esto afectó todavía más a Verónica que ya se encontraba, desde hacía algunos meses, muy extraña. Mi cuñado me dijo que ya estaba así desde hacía algún tiempo, antes de que viniera Simon… pero ignoraba el motivo, por su hermetismo. Yo tampoco lo supe. La gente del barrio empezó a extrañarse y hablar demasiado. Y decían que la culpa de todo la tenía Simon.

Y Verónica, que es tan inteligente como su padre, decidió cambiar drásticamente de aires y se marchó a París, para intentar olvidar y también para empezar una nueva vida. Primero acabó Bellas Artes, aquí en Londres, y ahora continúa estudiando. Siempre ha dicho que quería ser profesora. Suerte de hablar francés con fluidez, ya lo hablaba desde niña. Y todo ha ido muy bien. A mí sí que me ha telefoneado alguna vez, pero cuando estoy en mi apartamento en Chelsea. Y yo también les he podido informar a ellos. Pero volviendo a Simon, ni Camilla ni James quisieron que se marchara cuando la situación se tensó y Verónica se fue. El joven tiene demasiadas cualidades profesionales y es muy buena persona. Tampoco se lo merecía.

—Comprendo. O intento comprenderlo. —dijo pensativa.

—Y este domingo por fin llegará Verónica, después de tanto tiempo. Y lo celebraremos, tal como ha dicho mi cuñado, con una buena comida. A Verónica le gusta la cocina y comer bien. Claro que, de momento, Simon no debería estar aquí, por precaución. Luego hablaré de esto con James y Camilla ya que es muy importante a tener en cuenta.

—Todo irá bien, estoy segura.

—Eso espero. Y ahora lo que quiero es discreción. Por cierto —dijo de pronto cambiando de tema de conversación—, ¿me haría un gran favor?

—Sí, señorita Wise.

—¿Querría ir con Simon al Festival de Jardinería que se celebra en el palacio de Hampton Court este sábado? Como él nunca ha ido, y quizá usted tampoco, creo que sería una buena idea. Además, también debe comprar unas herramientas para el invernadero y unas semillas de mis flores preferidas, que no encontramos aquí en Londres. Será como una excusión. Este palacio se encuentra en Richmond Upon Thames, a unos treinta y cinco kilómetros de aquí. El palacio, uno de los más importantes y visitados de Inglaterra, es precioso, al igual que sus jardines. Yo ya lo conozco pues he ido varias veces, aunque me apetecía ir otra vez; con Simon. Pero la situación ha cambiado al venir Verónica y quiero estar con mi familia.

—¿Que vaya con él?

—Sí, querida. Sé que han congeniado mucho y también debe distraerse un poco, ¿no le parece?

—Como quiera. Y muchas gracias, señorita Wise.

—No hay de qué. Y recuerde: este sábado, a las diez de la mañana. Sea puntual, que ya sé que lo es. No hace falta que entre en casa. Simon la estará esperando en la puerta del jardín.

—Allí estaré sin falta.

 

La señorita Wise le sonrió y le estrechó la mano con fuerza. Ella hizo lo mismo, pero débilmente. A Berta le gustó la idea de pasar una mañana con el joven y esperó con cierta impaciencia a que llegara el día señalado para así conocerlo mejor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

      III

 

Cuando Berta Sutcliffe conoció mejor a Frank Gilmore no le gustó. Ya le había causado una mala impresión cuando se lo presentaron y ahora ya no tenía dudas. Lo extraño del educado joven era que también resultaba simpático, pero para Berta todo era artificial. Era de mediana estatura, delgado, bastante atractivo, con un fino bigote muy de moda, y una sonrisa, que a diferencia de Simon, era forzada. Iba muy bien vestido, siempre elegante, como Laura. En eso hacían muy buena pareja ya que a los dos les encantaba vestir bien, con ropas caras y de marca, con elegancia, que la tenían de una forma innata. Les encantaba rodearse con las altas esferas y gente influyente e importante. Incluso una vez coincidieron con un hermano del rey en una fiesta.

Hablaba bastante y de forma tranquila. Parecía buena persona, pero ella sabía que era todo lo contrario: un lobo con piel de cordero, como habría dicho su padre. Un hombre falso que ocultaba muy bien sus propósitos.

Lo había visto en anteriores ocasiones y lo dedujo rápidamente. Berta no se equivocaba en sus juicios respecto a las personas. Era muy intuitiva y reflexiva. Y también por las conversaciones que tuvo con él o que escuchó sin querer. Y por sus miradas y expresiones que lo delataban. Al menos para ella.

Sucedió el viernes por la mañana, cuando el señor Wenston se reunió con los dos y estuvieron trabajando durante toda la mañana. Al acabar, Berta fue como de costumbre a un restaurante cercano donde comía y aquel día coincidió con el joven. Ella ocupaba una mesa en el fondo del restaurante y, cuando Frank la vio, fue directamente hacia ella.

Los dos jóvenes se saludaron y después de pedir el menú a un simpático camarero, empezaron a hablar. Frank era bastante locuaz y habló un poco sobre su vida profesional, de la que siempre alardeaba.

Pero Berta, en el fondo, no lo escuchaba. Solo se fijaba en su rostro y a veces le sonreía como un autómata. Físicamente le recordaba a un profesor de historia de cuando era niña. Un profesor de buena apariencia y muy simpático con los padres de los alumnos de la escuela, pero que en realidad no lo era. Con su falsa simpatía y tenacidad, había llegado muy alto en la vida.  Y luego se mostraba con sus alumnos e inferiores tal como era, en realidad: duro y antipático Ya se lo imaginaba cuando faltara el señor Wenston. ¿Quizá sería su secretaria? En eso estaba convencida; seguro que no.

—Hoy quería comer con usted. Laura está muy nerviosa y hemos decidido que mejor se quedara sola con sus padres y su tía.

—“Mal hecho —pensó la joven— la pareja debe estar unida para lo bueno y lo malo”.

—¿Es usted de Londres? —preguntó Frank en su pequeño y aparentemente inofensivo interrogatorio.

—No —negó la joven—. Nací en Salisbury —contestó con cierta apatía—. Pero no le diré el año, señor Gilmore.

—En esto me recuerda a Laura. Nunca dice la edad que tiene a nadie.

—¿Ah, sí? Creo que somos muy diferentes. En todo, señor Gilmore.

Berta intentaba ser lo más correcta posible porque no se sentía cómoda con él. Menos mal que por fin empezó a hablar de su futura cuñada, cosa que también interesaba a la joven.

—Conocí a Verónica hace cinco años, como a Laura, en una fiesta que dieron unos conocidos de los Wenston, los condes Lorrimer, ya sabe, los que siempre están saliendo en las revistas por las fiestas que dan, por sus viajes y por sus obras de caridad. Verónica también es muy guapa, pero se parece mucho a su padre, en todo. Dibuja muy bien y ahora estudia en París. Siempre ha dicho que quería ser profesora. Ahora vive en un apartamento muy cerca del domicilio de unos amigos del señor Wenston. Pero es muy diferente a Laura, con la que tengo aficiones y amigos comunes, además de ser muy sociable y tranquila. Verónica es independiente, directa y más temperamental. Pero hará cosa de unos dos años cambió por completo. Algo grave le debió pasar, pero nunca nos lo dijo. Es cierto que se distanció de Laura hará cosa de un año, después de que hubiera un distanciamiento entre Laura y yo. Por una tontería.

—Quizá no la tuviera para ella —dijo la joven un poco preocupada.

—Tuve que marcharme de Londres por trabajo durante tres meses y la relación se enfrió. Y lo dejamos.

—Qué pena. A veces la distancia separa la relación, aunque afortunadamente, no siempre es así.

—Tiene razón. Quiero a Laura, ¿sabe? A principios del próximo año nos casaremos como ya es sabido —dijo con satisfacción.

–¿Trabaja en la City desde hace mucho tiempo?

—Pronto hará cuatro años que estoy en el bufete de abogados del señor Clement, amigo del señor Wenston. Desde entonces no he parado de trabajar. Tengo muchos e importantes clientes, aunque algunos no eran míos al principio. Eran de otro empleado —dijo zanjando aquel tema con una maliciosa sonrisa en su rostro.

         Berta se dio cuenta de la verdad y gravedad de aquellas palabras. Estaba convencida de que él se los había quitado sin ningún tipo de remordimiento. El concepto que tenía de Frank Gilmore todavía empeoró más.

—El señor Wenston es un gran hombre —dijo ahora con una sonrisa forzada y una mirada calculadora—,  muy importante e influyente. Y la mansión en la que viven es grande y bonita… De momento no me importará vivir allí –se atrevió a decir como si nada—. Y la señora Wenston también es muy agradable, al igual que su hermana. Y Simon ha tenido mucha suerte.

—¿Suerte, en qué sentido? —exclamó extrañada.

—Simon es el hijo de un matrimonio amigo de la señora Hallington, el ama de llaves de esta casa. Los pobres se mataron en un accidente de coche hace algunos años. El señor Wenston lo ayudó en todo. El joven tiene poca familia y lejos de aquí. Y hasta ahora con una situación económica precaria. Hasta hace poco vivía en casa de sus abuelos.

—No sabía su historia. Pobre Simon.

—Sí. La vida puede ser muy dura e injusta. Es muy trabajador, simpático y un seductor nato.

—¿Un seductor? —se sorprendió y molestó un poco la joven—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Laura me lo contó. También le gustó un tiempo, cuando lo dejamos. Pero menos mal que ella vio que aquello no podía ser, como es natural. No me gusta mucho que se mezcle la gente de diferente clase social, eso siempre trae problemas. Y en este caso, también los habría habido: Él, de clase trabajadora y ella, de clase alta. Y con aficiones e intereses distintos.

—Sí. A veces pasa y la relación no puede continuar. Aunque siempre hay felices excepciones.

—Mire, por fin viene el camarero. Aquí se come muy bien y no es muy caro. Yo vengo alguna vez, ya que está muy cerca. Pero casi siempre voy a otro cuando hago algún trabajo para el señor Wenston, un poco más lejos, donde coincido con mis amigos de la universidad y del trabajo.

La señorita Sutcliffe sonrió y ambos empezaron a comer una sopa de arroz y un estofado de cordero. Para terminar con un flan de vainilla, postre preferido de Berta. Ahora, la joven sabía un poco más de la familia Wenston, y ya tenía cierta curiosidad por saber el motivo por el cual Verónica ya no vivía allí.

 

     *          *         *

Por la tarde, cuando salía de trabajar, Berta se encontró inesperadamente con Laura Wenston muy cerca de la parada de autobús donde Berta lo cogía casi cada tarde para dirigirse a su domicilio. Vio cómo Laura se acercaba a la parada, andando con cierta lentitud, y aunque parecía un poco cansada, Laura quiso hablar con ella, aunque solo fueran unos minutos, por cortesía.

—Hola, señorita Sutcliffe. ¿Cómo está? ¿Regresa a su casa?

—Sí. Este autobús me deja justo enfrente de mi pequeño apartamento. Y llego en un momento.

—Qué bien y qué suerte. Yo acabo de venir de comprarme unos zapatos y he venido andando. Andar para hacer ejercicio y calmar los nervios. Lo necesito.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy nerviosa. Todos lo estamos, aunque disimulemos. Pasado mañana viene mi hermana. La verdad es que la quiero mucho y seguro que también ella a mí. De pequeñas éramos inseparables. De adolescentes nos distanciamos un poco. Pero ahora, ya ve usted, ni nos hablamos. Estuvimos enfadadas durante un tiempo, por desgracia. Pero a mí ya se me pasó. Ella estaba muy cambiada. Algo le pasaba, pero nunca quiso contárnoslo. Y luego se fue a París.

Las dos se habían sentado muy cerca de la parada. Laura continuaba hablando un poco impulsivamente, ya que lo necesitaba.

—Me alegro que haya congeniado tanto con Simon. Es un joven muy guapo y simpático. ¿Sabe usted —titubeó un poco al decirlo— que salimos dos o tres veces, cuando la relación con Frank se enfrió y lo dejamos? Lo que más me gusta de él es su ambición e iniciativa. Con él nunca te aburres y yo no soporto el aburrimiento, para mí es como una enfermedad. Y me ilusioné con él como una tonta, aunque veía que aquello no podía ser. Es triste decirlo, pero las clases sociales dividen en todos los sentidos.

—Es verdad. Aunque afortunadamente siempre hay excepciones.

—Tiene usted razón. Mis padres, por ejemplo. La familia de mi padre era muy rica, la de mi madre, no tanto. Mi padre tiene una hermana, tía Beatrice, felizmente casada, que tiene cuatro hijos, mis primos Wetherby. Tenemos muy buena relación, aunque no viven en Londres, sino en Exeter, lejos de aquí, qué lástima.

—Sabía que no vivían en Londres, pero no exactamente dónde.

—Todos los veranos nos vemos. Espero que este también. Pero ahora estoy centrada en lo de mi hermana. Y sabe qué le digo, que me gustaría muchísimo que la conociera. Yo la quiero mucho, aunque tuviéramos aquella época tan mala. Aquello ya pasó. Quiero que sea feliz. Quiero que la gente sea feliz. No soporto la maldad.

Berta le sonrió al escuchar aquellas bonitas y sinceras palabras. Y se sorprendió mucho con las siguientes.

—Oiga, ¿por qué no viene este domingo a comer? Sobre las doce. Así la conocerá. También estoy convencida que su presencia será buena para todos y ayudará a la velada.

—¿Cómo dice?

 —Sí, señorita Sutcliffe. Con usted, el ambiente será distinto y seguro que más relajado. Además, es una joven de casi nuestra edad y seguro que tenemos aficiones comunes. Y así podremos hablar de ellas, para distraernos mejor. Papá ha tenido una magnífica idea en hacer una comida en la terraza. De hecho, Hermione ya tiene pensado lo que comeremos. Pero es un secreto.

—Pero, ¿qué dirán sus padres?

—Hablaré con ellos. Seguro que aceptarán mi propuesta o súplica —sonrió esperanzada.

—¿Está segura?

 —Sí, creo que sí. La telefonearé el domingo por la mañana para confirmarlo, hacia las once para que usted quede más tranquila, pero vaya haciéndose a la idea.

En aquel momento venia el autobús, afortunadamente con poca gente.

—No sé qué decirle. Mañana sábado con Simon y el domingo con Verónica.

—Está usted de suerte. Así nos conocerá mejor a todos, pero juntos. Espero que favorablemente.

—Seguro que sí. Y ahora debo marcharme. Gracias por todo. Adiós.

—Adiós, señorita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     IV

 

Y llegó el sábado.

Eran casi las diez de la mañana y Berta se encontraba muy cerca de la mansión Wenston. Su paso era acelerado ya que quería estar a la hora en punto, tal como habían quedado. De hecho, era una joven muy puntual y quedaba un poco decepcionada con la gente que no lo era.

Durante el trayecto pensó en otros inquilinos de la casa, el servicio, a quienes apenas se veía, pero existían Y actualmente había más personal que familia. No era de extrañar, pues era una casa inmensa, con muchas habitaciones y además se hacán fiestas de la alta sociedad. Hizo un repaso a los más importantes. En primer lugar, recordó a la eficiente ama de llaves llamada Victoria Hallington, de unos cuarenta y tantos años, que estaba pendiente de todo. Era muy perfeccionista y nunca se le escapaba ningún detalle. También ayudaba y cuidaba a la señora Wenston, pues a veces no se encontraba bien de salud y le hacía mucha compañía. Era viuda y no tenía hijos. La figura de la cocinera recaía en la señora Hermione Bradford, a punto de cumplir los sesenta años, alta y rolliza, parca en palabras, que era agradable pero ligeramente envidiosa pues en la zona donde vivían los Wenston había muchos vecinos importantes y mucha competencia hasta en los cargos más modestos. Qué tontería, pensaba Berta. Pero para ellos no lo era. Todo el mundo quería ser el mejor. Incluso las niñeras que acompañaban a los hijos de los millonarios de la zona, alardeaban de los niños y niñas que cuidaban. Las familias que tenían algún niño enfermo o diferente, una deshonra para estas en la mayoría de los casos, no se mostraban en público. Y si lo hacían era en diferente horario.

Ayudaba a la señora Bradford, Ethel, una joven que también era alta y robusta, no muy bella y sanamente ambiciosa, a quien en realidad lo que le encantaba era cocinar. Esperaba, esperanzada, que cuando se jubilara la señora Bradford ella ocuparía su lugar. Las dos mujeres hablaban poco entre sí ya que no congeniaban mucho, pero se toleraban.

Vivía también allí durante casi todo el año, el señor Leonard Humfries, soltero y de unos cincuenta años, que cuidaba al señor Wenston ya que el pobre sufría de artrosis y a veces no podía andar e iba en la silla de ruedas. El señor Humfries también ayudaba a la señora Harrignton en sus funciones cuando hacía falta. Era un hombre muy serio, casi inexpresivo. No lo había visto sonreír nunca.

Mucho personal para una familia ahora tan reducida. Pero era lo que se estilaba en las altas esferas. Denotaba riqueza e importancia. Y se mostraban muy orgullosos de ello.

Cuando Berta llegó finalmente a la verja que separaba la mansión de la acera de la calle, no vio a Simon, sino a la señora Hallington que la estaba esperando para sorpresa suya. Berta entró un momento y las dos esperaron a que viniera el joven con cierta inquietud.

—Buenos días —dijo la mujer de voz grave un poco preocupada— Simon no tardará en venir. Ha tenido que ir precipitadamente a la City por trabajo con el señor Wenston. Se trata de un socio y amigo del señor, también abogado. Y algo importante o quizás grave ha debido suceder.

—Esperemos que no —respondió Berta un poco preocupada.

Las dos mujeres empezaron a hablar un poco de temas banales. La señora Hallington había entrado a trabajar hacía unos quince años. Berta se fijó bien en ella. Era una mujer más bien alta, delgada, atractiva y presumida, con su uniforme azul oscuro y también rubia como todas las mujeres Wenston. Y seria y agradable a la vez.

—Me gusta mucho que vayan al Festival de Jardinería en el palacio de Hampton Cocut. Simon se está convirtiendo en un excelente jardinero, ¿sabe usted? Ha tenido mucha suerte de que la señorita Wise le haya enseñado tanta botánica y como arreglar y mantener el jardín. Ella es muy inteligente, aunque no sea muy agraciada. Y puedes tener una buena e interesante conversación. El otro día ella me habló de cómo elaborar un pastel de manzana que yo no conocía y no es por nada, pero sé mucho de postres. Hermione, nuestra cocinera, me explica muchos platos y sus difíciles elaboraciones. De hecho, es una tarta deliciosa y muy sencilla de preparar.

—¿Ah, sí? —preguntó bastante curiosa ya que a Berta también le gustaba cocinar.

—Sí, señorita Sutcliffe. Se lo digo porque es la tarta que más le gusta a Simon. Si van a alguna pastelería y la encuentran, seguro que la pedirá.

Berta le sonrió y le gustó aquel gesto de confidencialidad.

—Una vez fuimos los dos juntos a un salón de té. Primera y única vez. Órdenes de la señora Wenston. Hará unos tres años, cuando llegó. Fue una tarde muy agradable y nos lo pasamos muy bien. Simon tiene mucha iniciativa y es bastante locuaz —para acabar con una frase impactante—. Además, Simon merece ser feliz.

La joven no le contestó, pero su preocupada mirada lo decía todo.

—Después de la muerte de sus padres en aquel accidente hace casi cuatro años y de lo ocurrido aquí el año pasado, el pobre debe volver a serlo. Espero y deseo que mañana todo vaya bien. Por fin tendremos el reencuentro de la familia con Verónica o, mejor dicho, al revés. Yo también estaré, ¿sabe usted? La señora me lo pidió personalmente y creo que tiene razón. Pero estamos todos un poco nerviosos, la verdad.

—Seguro que todo irá bien —dijo Berta animándola un poco, aunque no le dijera que ella también estaría allí.

—Eso espero, señorita. Y volviendo a lo de hoy, ya me contará. Y recuerde lo de la tarta de manzana. A Simon le gustará la idea y la tarta en sí, por supuesto— sonrió por fin la mujer.

Cuando Victoria acabó la última frase, Berta se fijó en un bonito y pequeño camafeo plateado en forma de rosa que la mujer lucía en el pecho. Y entonces, la señora Hallington le dijo en un tono un poco confidencial, pues se dio cuenta que lo observaba con cierto interés.

—Simon me lo regaló cuando entró a trabajar aquí. Y algunas veces me lo pongo. El que siempre llevo es este otro, el de la mariposa dorada, regalo de mi difunto marido, en Gloria esté. Es de oro y muy bonito, como puede ver. En cuanto al camafeo de Simon, al principio me disgusté un poco pues debe valer lo suyo. Y como no andaba muy bien de dinero… Pero como insistió tanto en que me lo quedara, en señal de agradecimiento por la obtención del empleo, no pude negarme. La verdad es que es un joven maravilloso. Sepa que yo conocí a sus padres y propuse al señor Wenston que sería un buen jardinero y hombre de confianza para la casa cuando, Charles, nuestro anterior jardinero, se jubiló. De hecho, empezó como chófer cuando el señor todavía iba a la City.

—Qué curioso —dijo Berta que no conocía bien la historia.

 —Me estoy alargando mucho, Berta, y Simon ya está aquí, acaba de salir del coche con el señor. También veo a la señora Wenston. Están hablando los tres… parecen contentos… sobre todo la señora. Bueno, ahora sí que me marcho, querida; adiós y que tengan un buen día.

Entonces, la señora Hallignton saludó a Simon con la mano al verlo a lo lejos. A lo que el joven le respondió con el mismo gesto.

Dicho esto, el ama de llaves se dirigió hacia la mansión, pero por otra entrada, una que daba directamente a la cocina, en la zona oeste.

Berta esperó un poco nerviosa a Simon que se iba acercando con cierta celeridad. Iba muy bien vestido, con un traje azul. Ella iba con un traje chaqueta de color gris. La joven estaba segura que pasarían una mañana estupenda, como así fue.

Cuando salieron del jardín, los dos anduvieron un poco hasta coger un autobús que los dejaría al lado de la estación de Waterloo. Allí cogerían un tren que los dejaría muy cerca del palacio de Hampton Court.

 

  *   *   *

 

Ya en el tren, repleto de gente sobre todo joven, la charla entre los dos jóvenes se centró en la familia de ambos y en la jardinería. Hacían muy buena pareja y hablaban con fluidez y naturalidad.

—Ayer me llamó mi hermana Denise para decirme que Joseph, mi sobrino mayor, hará la comunión el año que viene, en abril —dijo el joven muy contento.

—¿Es usted católico? —le preguntó entonces gratamente sorprendida.

—Sí, lo soy. ¿Y usted?

 —Yo también. Creía que era anglicano, como los Wenston.

Los dos jóvenes se alegraron por la feliz coincidencia, que no sería la única.

—Estoy educado en el catolicismo y eso me ha ayudado y confortado en muchos sentidos.  Últimamente, la vida ha sido muy dura para mí pues perdí a mis padres hace cuatro años. Fue todo terrible. Quedé en shock. Mi única hermana, Denise, mayor que yo, me ayudó mucho. Se casó hace tiempo con un simpático irlandés llamado Michael O’Farrell y son muy felices.

—Me alegro mucho, Simon.

—Al morir mis padres fui a vivir con mis abuelos. Mi abuela materna tuvo una fuerte depresión a raíz de la muerte de su hija, de mi madre. Yo quise estar con ellos. Allí encontré trabajo en una tienda, como vendedor, hasta que inesperadamente cerró, una lástima. La verdad es que me encontraba en una situación precaria. Mis abuelos quisieron ayudarme económicamente, pero yo no quise, aunque al final acepté para que no se entristecieran.

Berta asintió con la cabeza y le respondió de una forma sincera y directa.

—En mi caso fue la muerte de mi padre, hace ahora tres años, lo que hizo que mi vida cambiara radicalmente. Tuve que ponerme a trabajar inmediatamente en Salisbury, al igual que mis hermanos John y Robert. Yo soy la hermana mediana. A ellos les ha ido muy bien y a mí, últimamente, también. Mi hermano mayor, John, con quien tengo más afinidad de carácter y aficiones, se casó el año pasado con una simpática y bonita joven llamada Sylvia, y han tenido gemelos, niño y niña. A mí me encantan los niños. Si no hubiera sido secretaria, quizá hubiera sido también institutriz o maestra.

—Creo que tenemos bastantes cosas en común, señorita Sutcliffe —dijo muy contento Simon al que se le agrandaron sus bonitos y pequeños ojos verdes—. Mire, y no se moleste por favor, ya que nos conocemos desde hace meses, me gustaría llamarla por su nombre.

—De acuerdo, Simon.

Y el joven, sonriendo, añadió por fin:

—Gracias…, Berta.

Los dos jóvenes se miraron a los ojos y una gran sensación de simpatía y empatía hizo presencia en ellos. Y algo más hermoso.

—Simon, creo que una vez me dijiste que tu afición a la botánica fue debida a que de pequeño veraneabas en un pueblo en el bosque de Dean. A mí me encanta la montaña.

­—Así es. En Saint Michael. Toda mi familia prefiere también la montaña al mar, aunque la costa de Cornualles me encanta. El año pasado fui a Torquay con mi hermana, cuñado y sobrinos y nos lo pasamos estupendamente. Allí nació la gran novelista de género policíaco, Agatha Christie. Pero volviendo a mi afición a la botánica, siempre me ha encantado todo lo relacionado con las flores, plantas y árboles. Aunque, lo que realmente me gusta más, por su grandeza y belleza, son los bosques. Allí lo podemos encontrar todo. Siempre he pensado en lo misteriosos que pueden ser, son el lugar perfecto para pasear y meditar. Además, el verde es mi color preferido. Me da mucha tranquilidad y sosiego. Al igual que el color azul; el color del cielo, de los lagos y mares. Toda la zona del bosque de Dean es una maravilla. Qué afortunado he sido de conocerlo y de haber vivido allí.

—Yo lo visité hace poco con mi madre y Robert, mi hermano pequeño. La verdad es que nos impresionó mucho. Por su belleza, claro está. Estuvimos casi una semana.

No se dieron cuenta que el tren había parado y que mucha gente se disponía a bajar. Ellos hicieron lo mismo y anduvieron unos cinco minutos ya que el palacio se encontraba muy cerca.

—Por cierto, Simon, ¿a qué se debe tu gran afición a las rosas?

—Mi afición se la debo a mi madre. Ella se encargaba de nuestro pequeño y bonito jardín. Le encantaban las flores, especialmente las rosas, de todos los colores, sobre todo las rojas y las blancas. También me gustan otras como las margaritas, de pétalos blancos o amarillos, las hortensias, los crisantemos y las dalias. Pero mis preferidas son las rosas, por su forma y colorido. Y actualmente hay más especies híbridas y con ello más variedad.

La joven Berta era culta y tenía una buena formación académica, aunque no fuera universitaria.

— Sí —afirmó sonriendo—, cada vez hay más especies diferentes de flores debido a la mezcla entre ellas. Incluso de frutas, lo cual todavía resulta más sorprendente.

Entonces, Simon se paró un momento y cogió a la joven por el brazo con delicadeza. Y le dijo unas palabras que ella nunca olvidaría:

—Berta —le dijo con cierta solemnidad y llamándola por su nombre —, me gusta mucho que tengas afición a la botánica. Y que prefieras la montaña al mar. Y que seas creyente y católica. Creo que tenemos muchas cosas en común… tu compañía me es muy grata.

Ella quedó tan impresionada por aquellas palabras que no le respondió, dada su timidez. Pero le sonrió emotivamente. Los dos se estaban conociendo mejor y, sin saberlo, se estaban enamorando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

Berta nunca olvidaría la entrada de aquel palacio tan hermoso, de estilo Tudor, que le recordaba un poco la entrada del domicilio de los Wenston, tan señorial y elegante, con aquellas torres altas, hexagonales, de un color rojizo suave y de ventanas alargadas y estrechas con marcos de color blanco. Incluso la puerta se parecía, ancha y en forma de herradura. Enseguida se dio cuenta de que era un palacio muy importante e imponente: por su historia, por su grandeza y por su belleza.

Al ver aquella multitud tan notoria y para aprovechar el tiempo al máximo, lo primero que hicieron los dos jóvenes fue comprar lo que les encargaron, ya que de esta manera podrían disfrutar de la visita sin prisas durante toda la mañana. Simon compró lo que la señorita Wise le pidió: dos tijeras para podar de diferentes tamaños y unas semillas de las flores preferidas de esta. Tras pagar al joven encargado, este amablemente se lo guardó hasta que volvieran y le dio un papel a modo de comprobante.

Un simpático guía turístico de mediana edad empezó a explicar, a un grupo de unas veinte personas reunidas allí, las características del palacio y de los jardines. Hablaba rápido, con seguridad y cierta altivez. Todo resultaba muy interesante. Mientras observaban el exterior del palacio, el guía continuó con sus explicaciones.

—El aristocrático, elegante y barroco palacio de Hampton Court data del siglo XVI y es de estilo Tudor, época en la que el rey Enrique VIII compró unos terrenos al cardenal Wolsey donde este tenía su residencia. Y luego el rey lo amplió todo y reformó. Ahora, como pueden comprobar ustedes, nos encontramos en el primer gran patio interior llamado “patio bajo”, de los cuatro que hay, una vez ya hemos atravesado la entrada principal. A cada lado del patio hay los aposentos del rey y de la reina y también una capilla. Cuando miremos un poco el interior del palacio, podrán ver como las paredes están decoradas con tapices y los techos cubiertos de las mejores sedas. También hay bellas pinturas de la época. Los triunfos del César del pintor renacentista italiano Mantegna es la más importante de todas. También es muy conocida una gran sala, llamada “la galería”, que se utilizaba para conversar y también para divisar los grandes y bellos jardines.

Empezaron a ver el palacio con mucha ilusión, un poco emocionados. Primero visitaron la capilla y luego algunos aposentos del rey Enrique VIII. También impactó mucho ver la gran cocina, que en realidad constaba de cincuenta estancias y tres bodegas ya que el rey tenía una corte de mil personas.

—¿Cómo les llegaba el agua? —preguntó con curiosidad un joven visitante alto y delgado.

—El agua potable llegaba desde un manantial a través de una red de conductos subterráneos de ladrillos y tuberías de plomo.

Caminaron con lentitud mientras iban escuchando las explicaciones del guía que conocía a la perfección el castillo y los jardines. Y el tiempo iba pasando sin que se dieran cuenta. Ahora se dirigían a las estancias de la reina.

—¿Es verdad que se dice que el espíritu de una de las esposas del rey Enrique VIII vaga por aquí? —preguntó una simpática mujer bajita y rolliza de pelo rubio.

—Así se comenta —contestó el delgadísimo, calvo y enérgico guía—. Algunas noches se dice que se pueden oír sus lamentos por todo el palacio. A la joven reina la ejecutaron aquí. Se trata de su quinta mujer, la bella Catalina Howard.

—Eso no me lo creo yo —dijo Berta a Simon con la voz muy flojita.

—Ni yo —le contestó.

—Seguro que debe decirlo para hacer todavía más publicidad del palacio. Y no entiendo qué necesidad tiene. Si siempre hay mucha gente que lo visita.

—Yo pienso lo mismo que tú —asintió el joven— pero hay gente que cree en estas cosas: fantasmas y espíritus.

—Yo no, Simon. Sí que es cierto que a la pobre reina la ejecutaron aquí. Órdenes del rey, su esposo. Qué cruel.

—No sabía la historia, Berta. Sí, pobre joven. ¡Sí que sabes cosas! —exclamó de pronto en un tono de admiración.

—Luego veremos otro patio llamado el “patio del reloj” que está asociado a otra reina, Ana Bolena, segunda esposa del rey Enrique VIII —dijo el guía.

—A quien también ejecutaron. Qué rey más cruel —dijo Berta muy flojito, casi para sí.

Y una mujer mayor que estaba a su lado la oyó, la miró con tristeza y asintió con la cabeza con lentitud.

Cuando acabaron de ver las estancias de la reina, el guía les dijo con determinación ya que lo tenía todo muy bien calculado.

—Ahora saldremos al exterior para ver por fin los jardines. Son las doce en punto.

Y así lo hicieron. Todo el grupo se dirigió al exterior y el guía empezó a hablar y explicó las características de los jardines.

—George London, nacido a mediados del siglo XVII, fue un gran diseñador de jardines, quizá el mejor. Realizó para el rey Guillermo III la ampliación de estos jardines barrocos y el diseño definitivo de estos. Se caracterizaban por poseer elementos que antes no existían, como por ejemplo los estanques-espejo que reflejaban las edificaciones construidas junto al jardín, aportando una nueva óptica. También tenían elegantes y bonitos parterres, de diferentes tamaños y hechos de flores y arbustos, que podían divisarse desde el palacio. En estos parterres también había esculturas de piedra, muchas de los cuales eran personajes mitológicos y se ponían en la parte más externa y así lo delimitaban. También era importante la simetría en los diseños y construcciones.  Y abundaban las fuentes y surtidores, así como los canales de agua. Además…

— Estoy aprendiendo cosas que no sabía – dijo Simon muy contento.

—Y yo también – añadió la joven con una sonrisa.

—Los jardines tienen influencia francesa —continuó el guía—, a la vez que esta la tiene de italiana. Fíjense en este parterre, por favor: el césped parece como una gran alfombra verde, adornada de bellas estatuas y repleta de caminos de piedra. Variedad, equilibrio, belleza y una sensación de calma y recogimiento: esto era lo que querían transmitir estos jardines, para los que paseaban en ellos. Ahora también pueden verse algunos bancos de piedra parta sentarse. Deben pensar que este palacio y estos jardines son los más importantes de Inglaterra y que diariamente tenemos a muchos visitantes, sobre todo en verano.

Anduvieron una media hora más. Hasta que llegaron al conocido e importante Jardín de las Rosas, que Simon y Berta ansiaban conocer.

—Este jardín es famoso por las bellas composiciones florales, por el colorido de las rosas y por la gran variedad de estas. Deben saber que el cultivo de las rosas es muy antiguo. Ya existía en tiempo de los romanos y estos las apreciaban por su belleza y suave aroma.

Simon pudo ver, mientras andaba despacio, los cuatro tipos de rosas que él tenía en el invernadero y se alegró de ello. Pero había más, de colores y tonalidades muy diversas, muchas especies híbridas, algunas de las cuales no conocía. Le sorprendió ver una muy grande y vistosa, de un color granate muy fuerte, casi de color negro.

Berta también se fijaba en el bello paisaje, con los rosales y las rosas como protagonistas principales. A ella le gustaban las rosas de colores pálidos, sobre todo las blancas. También se dio cuenta que algunos rosales tenían espinas y otros no. Y en un impulso, impropio de ella, se lo quiso preguntar al guía.

—La naturaleza es sabia, señorita —le respondió—. Las espinas de los tallos de las rosas desempeñan una función defensiva, ya que son incómodos en la lengua de los herbívoros que las comen. Como por ejemplo la rosa que les enseño ahora, una de mis preferidas, la rosa canina.

—Timothy —dijo entonces una mujer gruesa de edad madura—, son las rosas que tenemos en el jardín, con las que siempre te pinchas.

El grueso y paciente marido asintió con la cabeza sin decir nada, ante la mirada cómplice y simpática de los dos jóvenes que oyeron aquellas palabras.

—Personalmente, yo nunca corto una rosa con espinas —dijo el guía—. Las dejo que luzcan en el jardín con las otras de las mismas características. Solo corto las rosas que no las tienen, como esta otra que ven ahí: la rosa pendulina.

Continuaron andando y explorando el gran jardín. Pero al cabo de unos minutos, los dos jóvenes se pararon un momento y se apartaron un poco del grupo. Simon quería hablar con ella de algo que quería que supiera.

—Berta, hará cosa de dos años, la señorita Laura y yo salimos unas cuantas veces. Con la excusa de que yo no conocía Londres, ella quiso enseñarme algunos lugares de interés.

—¿Ah, sí? —exclamó la joven, que ya lo sabía.

—Sí. Aunque creo que también le gustaba un poco. A mí, no, aunque debo reconocer que es muy simpática, como Verónica. Pero somos muy diferentes y tenemos gustos completamente opuestos. Recuerdo que me dijo que cuando se casara lo haría en una catedral. Me comentó que ya le gustaban desde de niña.

Quizá le gusten por su historia y por sus grandes dimensiones —dijo Berta dudosa—, o quizá debería impactarle mucho cuando las vio de pequeña, por su grandeza. Además, es el lugar idóneo para casarse, la gente rica e importante como ella, una bella joven de la alta sociedad londinense. Quizá su madre se lo dijera de niña y ella se lo imaginara y le gustara mucho la idea. Quién sabe.

—A mí me complacen por el silencio que hay en ellas cuando no hay nadie. Puede parecer extraño, pero siempre me ha gustado esa sensación. El silencio de un lugar tan grande, religioso y con historia. La verdad es que no sé cómo explicarlo. Quizá no haya explicación. Hay vivirlo y sentirlo para comprenderlo.

—Yo no me casaría en una catedral, demasiado grande —observó Berta—. Preferiría una iglesia más bien pequeña y hacer una boda más íntima, con pocos invitados. Más acorde con mi carácter y manera de ser.

—Como yo, Berta —dijo Simon que la escuchaba pero que también miraba los jardines, un poco absorto.

—Qué limpios y bien cuidados que están. Y qué hermosos, por su colorido —dijo la joven dando un suspiro.

—Sí, Berta. Y a tu lado, todavía más.

La joven no respondió porque se ruborizó. Pero le gustó aquel comentario tan personal.

Cuando eran casi la una menos veinte, se encontraban en otra zona muy diferente a la anterior.

—Y ahora veremos el bosque, donde se intenta reproducir un bosque natural atravesado por muchos senderos —dijo el infatigable guía—. Cuando acabemos de verlo, yo me despediré de ustedes, y así podrán ver, y si quieren también entrar, al gran y cuidado laberinto realizado en 1690, cuyo diseño actual reemplazó al antiguo, que está formado por diferentes tipos de setos. Les recomiendo que no vayan solos, mucho mejor en pareja o en grupo. Puede resultar muy divertido. Pero recuerden lo que significa esta palabra y todo lo que conlleva —dijo el guía con una sonrisa.

Simon y Berta disfrutaron mucho en el bosque, quizá más romántico aún que los jardines. Y también entraron en el laberinto, pero solamente un rato. No llegaron al final pues el tiempo pasaba rápidamente y ya era la hora de regresar. Al salir del laberinto ya dieron por terminada la visita, que nunca olvidarían.

Entonces, los dos jóvenes se dirigieron con cierta celeridad a la entrada principal del palacio para recoger las tijeras para podar que Simon había comprado junto a las dos bolsitas de semillas.

Las casi tres horas que estuvieron en Hampton Court pasaron feliz y rápidamente. Fue una bonita mañana en la que por primera vez estuvieron los dos solos, lejos de la mansión Wenston. Simon y Berta se conocieron más y mejor. Y también se dieron cuenta de que se habían enamorado.

Quizá repitieran la visita en un futuro no muy lejano, pensaron los dos. Y entonces sí que pasarían juntos casi todo el día. Ahora debían regresar a la mansión Wenston ya que la señorita Wise los esperaba hacia las dos de la tarde.

No tuvieron ningún problema en encontrar un tren con destino a Londres. Incluso tuvieron la suerte de poder sentarse como la vez anterior, al lado de la ventanilla y de frente. Y hablaron de sus impresiones de la visita y un poco de la familia de Berta. Simon se dio cuenta que su vida también había sido dura y que con esfuerzo, tenacidad y suerte había podido salir adelante.

Llegaron a la estación de Waterloo al cabo de unos veinte minutos y sin perder tiempo cogieron un autobús, que pasaba en aquel momento, que los conduciría a casa.

Lo que Berta no se imaginó en absoluto es que al llegar a la entrada del domicilio de los Wenston, Simon le dijera de forma cariñosa y un poco nervioso.

—Berta, ayer escuché que tú también vendrás mañana domingo, cuando esté Verónica. Por favor, háblame de ella cuando puedas. Y de cómo ha ido la velada. Mi futuro depende de ello.

La joven quedó muy impresionada al oír aquellas palabras, pero le contestó afirmativamente.

—Algo pasa en esta casa, algo extraño, misterioso, callado —dijo el joven con preocupación—. Yo me di cuenta perfectamente, al igual que Frank y la señora Hallington, y los demás miembros del servicio de la casa. Pero hay un extraño hermetismo. Debe haber algún motivo muy serio e importante por el cual Verónica se marchase hace casi un año. Sin llamadas telefónicas, ni cartas… Berta, sé que eres muy observadora e intuitiva. Por favor, llámame a este número de teléfono y háblame de cómo ha ido todo. Estos días no estaré en casa, supongo que lo sabes, hasta que Verónica se vaya otra vez a París, creo que dentro de una semana.

—De acuerdo, Simon —le respondió con su bonita y dulce voz—. La verdad es que realmente debe suceder algo grave.  Intentaré saber lo que ocurre sin molestar a nadie. Ya te contaré.

—Muchas gracias, Berta… Mi pequeña detective —dijo de forma cariñosa y mirándola con ternura.

Entonces, el joven se despidió con una sonrisa y le dio la mano. A lo que ella correspondió, pero con cierta tristeza. Luego, Simon se dirigió al invernadero con rapidez, llevando en su mano derecha una bolsa blanca con todo lo que había comprado en el palacio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 VI

         Y por fin llegó el ansiado domingo.

A diferencia del día anterior, no hacía buen tiempo. El cielo gris amenazaba tormenta y, a intervalos cortos, empezó a llover.

Cuando Berta llegó puntualmente a las doce, la señora Hallington ya la estaba esperando en la puerta de la cocina y con la mano le hizo una señal para que entrara.

—Buenos días, señorita Sutcliffe. ¿Por qué no me dijo usted que venía? Ay, esta timidez y prudencia suyas… Están todos dentro y tan elegantes que da la sensación que vayan al teatro o a la ópera. Por ese motivo también me he arreglado un poco. Y por lo que veo, usted también.

—Perdone por no decirle ayer que venía. Cosas mías —dijo un poco preocupada mientras se quitaba la chaqueta y le daba el paraguas. La joven llevaba un bonito vestido azul claro, del mismo color que el de la señora Hallignton, aunque la de esta fuera de un tono más fuerte y estampado.

—Verónica ha llegado hoy por la mañana, muy pronto, a primera hora. Todavía no la hemos visto. Está en su habitación, descansando. Me ha escrito una nota, que me ha dejado en la cocina. En ella ponía que necesitaba dormir, que no la despertáramos, que ya bajaría sobre las doce y media. Había tormenta en el Canal de la Mancha.

—¿Cómo ha podido entrar en casa?

—Por la misma puerta donde ha entrado usted, querida. La puerta estaba cerrada pero no con llave. Ella tenía la llave de la verja del jardín. Yo la llamé a su domicilio de París. Soy la única que ha estado en contacto con ella. Y suerte que ha sido así pues alguien tenía que hacerlo. La verdad es que nos llevamos muy bien. La cuidé de pequeña, cuando enfermó a los nueve años de un resfriado, que casi se convierte en una pulmonía. Pero era una niña muy fuerte y gracias a Dios lo superó y se recuperó perfectamente.

—La verdad es que tengo muchas ganas de conocerla —dijo con un tono de voz más seguro y un rostro muy feliz.

—¿Todo bien ayer, querida? —dijo la intuitiva y lista señora Hallington que pensó que la visita que hicieron los dos al palacio de Hampton Court había sido un éxito en todos los sentidos.

—¡Oh, sí! Todo fue maravilloso. Todo —dijo Berta antes de dar un suspiro.

—No sabe cuánto me alegro. Me lo suponía —le contestó al tiempo que afirmaba con la cabeza.

—¿Han llegado ya todos?

—Sí, querida. La familia se encuentra en el salón. Los encontrará sentados a la espera de que baje Verónica. Ya solo falta media hora. También es muy puntual, como usted. La verdad es que yo también estoy impaciente por verla.

—Como todos, supongo.

—Sí, Berta. Recuerde que hoy, Leonard y yo nos encargaremos de servir la mesa. Pero la señora me ha dicho que puedo estar con ellos hasta que baje Verónica. De esta manera podré verla y saludarla. Después vendré aquí.

—De acuerdo. Creo que la señora Wenston ha tenido una buena idea —le contestó.

Cuando las dos salieron de la cocina, vieron al señor Humfries que se dirigía a ella con paso apresurado.

— Están bastante animados, hablando del tiempo y de cine. Incluso el señor, que es a quien le gusta menos —comentó bastante contento el inexpresivo hombre—. Y hablando del tiempo, creo que va a llover, Victoria.

—Hemos hecho muy bien en poner la mesa en la terraza, pero en la zona cubierta.

—En efecto. Y solamente falta poner los cubiertos de postre que ya los pondré en un momento, no te molestes.

—Gracias, Leonard.

El hombre no dijo nada y asintió. La señora Hallington continuó con su charla bastante contenta.

—El cine creo que es lo único que gusta y une a toda la familia. Y mucho. Y a mí también, no crea. Casi siempre voy con mi hermana.

—Las películas inglesas son mis preferidas —dijo el señor Humfries con cierta solemnidad patriótica.

—A mí también, pero, si ofender a nadie ni a nuestra cinematografía, todavía me gustan más las películas norteamericanas, por su variedad y ritmo —comentó Berta que sabía mucho de cine ya que era su hobby preferido.

—Reconozco que hay películas americanas que son de mi agrado, como los westerns, que aquí no tenemos. Y también alguna que otra película, sobre todo de misterio —dijo el inexpresivo hombre—. Y ahora, si me disculpan.

Leonard se dirigió hacia la cocina y las dos mujeres al bonito salón, que era muy grande y estaba distribuido en tres partes bien diferenciadas. La primera era la que estaba situada delante de una gran chimenea de ladrillo, donde había dos altas butacas negras, una lámpara de pie  y una mesita pequeña. Era el lugar preferido del señor Wenston, pues allí leía el Times y hacía crucigramas para distraerse. En la segunda, había dos sofás de color granate y situados paralelamente. Entre los dos había una mesita cuadrada del mismo color donde había una bandeja plateada con un lujoso juego de té. Y en la tercera, donde se encontraban, había tres sofás negros dispuestos en forma de herradura y otra mesita del mismo color. Y el piano de cola, que a veces tocaba el señor Wenston. Un gran ventanal, con unas cortinas blancas, daba al jardín. Y era precisamente este ventanal el que parecía un bonito decorado teatral.

Berta pudo ver perfectamente a toda la familia, quizá como si fueran actores que estuvieran interpretando el primer acto de un drama o de una tragedia.

En primer lugar, en el sofá de la izquierda, se encontraba el señor Wenston, que hacía muy buena cara y parecía muy feliz. Iba muy elegante con un traje azul oscuro. Era un hombre atractivo, aunque no fuera guapo, y se le veía mayor por sus arrugas faciales, sobre todo las de la frente. A su lado, su mujer, la bella señora Wenston, amable, educada, distante, también se la veía contenta. Llevaba un bonito y sofisticado vestido negro. En el sofá central, a la izquierda, se encontraba Laura, muy bella y con un bonito y elegante vestido color granate, que hablaba con fluidez y alegría con todos. Era tan sociable y simpática que una reunión con ella era signo de éxito. A su lado, su futuro marido, que llevaba un elegante traje de color marrón, disfrutaba hablando tanto como su mujer. Se llevaba muy bien con sus futuros suegros, a los que adulaba sin que se dieran cuenta. O lo disimulaban muy bien. Quien no lo hacía era la señorita Wise, a su izquierda, sincera y directa, que ya se había dado cuenta de cómo era en realidad el joven. Menos mal que había alguien de la familia que lo pensaba y demostraba. Por primera vez, iba muy bien vestida, de gris claro y no parecía la misma, pues lucía un nuevo peinado y se había maquillado y pintado un poco. Ahora sí que podía verse un cierto parecido entre las dos hermanas. El otro gran sofá, el de la derecha, estaba vacío. Sabía que la ocuparían ella y en breve, Verónica.

Todos se saludaron con amables palabras y finalmente Berta se sentó. La señora Hallington hizo lo mismo, pero cogió una silla que puso entre la señorita Wise y la joven, a la espera de que Verónica bajara por las escaleras que daban al primer piso. En aquellos momentos estaban hablando de cine, en concreto de una película del gran director inglés Alfred Hitchcock, llamada Alarma en el expreso, que se había estrenado el año anterior con mucho éxito de crítica y de público.

La señora Wenston hablaba con interés de la película. Estaba muy elegante pero también se la veía nerviosa y con cierta ansiedad. Hablaba más fuerte de lo habitual.

—A mí me encantó cuando la vi por primera vez. Es sobresaliente: el argumento, la interpretación y la dirección. Lo más importante de una película es la trama, si esta es mala, adiós película. No hay director, por más bueno que sea, que la salve.

—Director e intérpretes, Camilla, las dos cosas —añadió su hermana—. He visto películas insoportables con muy buenos actores.

—Pues yo creo que algunas películas malas, con buenos actores, son salvables —dijo Frank.

—Oh, no, cariño —le contestó de inmediato su prometida—, todo tiene que estar bien por igual. Cuando todo es muy bueno, la película será extraordinaria, y cuando no, mediocre. Claro que también hay términos medios pues hay películas que están muy bien hechas, sin ser obras maestras.

—El argumento de Alarma en el expreso es intrigante, muy misterioso, incluso con momentos de comicidad. Y el suspense se mantiene hasta al final. No me extrañaría que ganara más premios. Creo que ya tiene uno, el de mejor película —recordó la señorita Wise.

—La historia, aparte de ser muy original, también es actual, con el tema del fascismo y espionaje de fondo. No es una historia romántica —dijo ahora Frank.

—Sí que lo es, cariño —afirmó Laura contradiciéndolo otra vez—, en la película hay una historia romántica entre los dos protagonistas que queda muy disimulada ya que el argumento principal es la búsqueda de la anciana señora en el tren.

—Señorita Sutcliffe, supongo que habrá visto la película, ¿verdad? —dijo el señor Wenston—, porque si no la ha visto, creo que no hará falta que lo haga. Hemos explicado casi toda la historia.

Berta sonrió y le contestó:

—Sí, la vi el año pasado y me encantó. Margaret Lockwood, la protagonista principal, está maravillosa. Una joven muy guapa y seria. En la película, su personaje era incomprendido por todo el mundo. Tenía mucho dominio de sí misma, aunque casi nadie le hiciera caso. Cómo debería sentirse, la pobre. Menos mal que apareció Michael Redgrave. Y ahora que lo pienso, la joven tuvo mucha suerte ya que, de no haber sido por el personaje del actor, todo hubiera sido una tragedia. La anciana mujer sin aparecer y ella completamente confundida y considerada como una joven enferma con alucinaciones por los ocupantes del tren.

—Michael Redgrave también me gusta mucho, aunque no sea muy guapo, pero su personaje tiene su atractivo ya que ayuda a la joven y poco a poco se va enamorando de ella. Y hacen una pareja perfecta, con la seriedad de ella y el sentido del humor de él. —dijo ahora la señora Wenston.

—Hay muy buena sintonía entre ellos —observó ahora Frank—. Y los actores secundarios son muy variopintos y también creíbles. Menos la monja, la única que me extrañó desde un principio.

—Pues a mí me encanta la actriz que interpreta a la valiente y simpática espía británica, May Whitty. Es una gran actriz teatral. Hace poco la vi representando una obra titulada Night must fall —dijo la señorita Wise.

—A veces las cosas no son como parecen —observó el señor Wenston—. Una inofensiva viejecita espía que trabaja valientemente para el gobierno inglés. No me lo hubiera imaginado por nada del mundo.

—Misterio y suspense —comentó ahora la señora Hallington—. Este director me gusta muchísimo por eso. Creo que se hará muy famoso. Ahora está en Hollywood rodando una película que se llamará Rebeca, al igual que el título del gran libro de Daphne du Maurier.

—Me encanta esta escritora, tan joven y talentosa. Una gran promesa de la literatura inglesa actual —dijo la señora Wenston como si recordara.

—Creo que la película tendrá mucho éxito —afirmó Laura—. Además, este año se estrenará otra película de Hitchcock inspirada en otra novela de esta escritora, La posada de Jamaica. Qué curioso. Y todos los actores y equipo son ingleses.

—Pues espero que los actores que interpreten esta nueva película también lo sean. —observó el señor Wenston.

—Sería lo ideal —añadió Berta—, pero si la película está hecha en Hollywood seguro que habrá algún actor o actriz americanos, como es lógico. Yo creo que será una actriz, pues las hay muy buenas, además de ser muy guapas.

—Creo que tiene usted razón, señorita —dijo una bonita y clara voz de mezzo que provenía de arriba de la escalinata.

Se trataba de Verónica, que había escuchado parte de la conversación y que ahora se disponía a bajar la escalera, como si fuera una estrella de cine. Berta la pudo observar muy bien. Era muy hermosa, quizá más que su hermana, y más alta y esbelta. Tenía un ligero parecido a la actriz Heddy Lamarr, que trabajaba en Hollywood desde hacía poco. Berta vio como descendía las escaleras: despacio, con gracia y seguridad, mientras los observaba sin decir nada. A diferencia de su madre y hermana, tenía el pelo castaño claro y llevaba un vestido anaranjado muy elegante. Estaba espectacular. Por un momento, Berta se sintió como el patito feo del cuento.

Pero también, a medida que se iba acercando, observó su extraña mirada: una mezcla de seriedad, tristeza y resignación. Una mirada poco habitual. Y no se la esperaba en absoluto dado el carácter temperamental de la joven.

Cuando llegó al final de la escalera, todos se levantaron contentos, algunos llamándola por su nombre, y fueron hacia ella para saludarla y abrazarla después de tanto tiempo sin verla. Y Berta se fijó en el reencuentro con los suyos. Todo era importante y significativo.

La primera persona a quien saludó fue a su padre, con un fuerte abrazo y dos besos, uno en cada mejilla; al igual que a su tía Deborah. Con su hermana y cuñado, vio que solo les daba dos besos, pero sin abrazo. Y con su madre se fijó en que solo le daba la mano, y esto la sorprendió y extrañó mucho. La última en saludar, también con dos besos y un abrazo, fue a la señora Hallignton.

—La señorita Sutcliffe trabaja conmigo desde noviembre, Verónica, y es la perfecta secretaria. Quiero que os conozcáis y seáis amigas. Para mí sería muy importante, hija mía —dijo el señor Wenston.

— Mucho gusto en conocerla, señorita Sutcliffe. Espero que sea feliz en esta casa —comentó con aquella mirada tan especial—. Y que siempre se encuentre a gusto en ella.

—Es usted muy amable. Yo también estoy muy contenta de haberla conocido.

—He tenido mal viaje pues había tormenta en el Canal y no he podido dormir. He llegado a las siete de la mañana y lo primero que necesitaba era descansar para volver a encontrarme bien.

—Has hecho muy bien, hija mía —dijo el señor Wenston—, haces muy buena cara y estás muy guapa.

—Gracias, papá.

—Sí, hija —añadió la señora Wenston con una sonrisa.

Todos volvieron a sentarse en el mismo sitio y Verónica lo hizo al lado de Berta. Ahora el tema de conversación era, naturalmente, la joven y su vida en la capital francesa.

—Háblanos de tu vida en París. ¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó su madre.

—No lo sé, lo único que puedo deciros es que soy muy feliz allí. El año pasado me matriculé de un curso de dibujo arquitectónico. Dificilísimo, ya que teníamos que dibujar grandes edificios y esculturas. Pero ha sido gratificante y todo un éxito, ya que he sacado muy buenas notas. También, gracias a este curso, he conocido a gente muy interesante.

—¿Qué tipo de dibujo o pintura, le gusta principalmente? —preguntó Berta con curiosidad.

—Mi tema preferido son las flores. Pero también hago retratos y bodegones.

—Siempre te gustó dibujar y pintar. Ya lo hacías muy bien de pequeña —dijo la señorita Wise.

—Es verdad. Lo más seguro es que cuando acabe me dedique a la enseñanza. Y abriré una escuela, para todo el que quiera dibujar y pintar. Todavía no sé si será en París o aquí. Por cierto, muchos recuerdos de los Barton. Ya sabéis que vivo en un apartamento muy cerca de ellos. Se han portado muy bien conmigo y me he hecho muy amiga de uno de sus cuatro hijos, William. A él también le gusta mucho el dibujo. Es arquitecto.

—El hecho de que hables francés a la perfección ha sido determinante en tu estancia en París —dijo entonces Frank.

—Es verdad – le contestó con una bella sonrisa.

—¿Recuerdas a la señorita Isabelle, hija? —preguntó su madre.

—Claro que sí. La recuerdo perfectamente y todavía nos carteamos. Ya es mayor, pero nunca olvidaré que estuvo siete años con nosotros, de pequeñas, y que aprendimos perfectamente francés gracias a ella.

—Siempre la llamo por Navidad —dijo su madre.

—Yo también lo hago. Y se pone muy contenta y me da muchos recuerdos.

—¿Y haces alguna cosa más en París? —preguntó su hermana con optimismo.

—Pues debo deciros que estoy aprendiendo español. Me gusta aprender idiomas y tengo cierta facilidad. Un amigo de William, nacido en Barcelona, tuvo que exiliarse a París por sus ideas políticas. La política está muy mal en Europa. Los fascismos avanzan terriblemente. Y en España ha habido una horrorosa guerra civil de tres años. Una tragedia.

—Te echamos mucho de menos, Verónica —dijo con sinceridad la señora Hallington, un poco melancólica.

—Me lo imagino y yo también. Pero la vida puede ser tan complicada. Quién sabe lo que puede ocurrir mañana —dijo ahora con una expresión trágica en su rostro.

Berta no entendió bien aquellas palabras. Lo que sí entendió a la perfección y la sobresaltó, como a todos los demás, fue la frase que dijo a continuación:

—¿Y Simon, no está aquí? No lo he visto y me haría mucha ilusión. Y también quisiera hablar con él.

—Ha debido ausentarse unos días, pero muy pronto estará con nosotros, hija mía —dijo con rapidez el señor Wenston, sin decir la verdad.

—Me imagino dónde estará —afirmó de pronto como si recordara y para sorpresa de todos otra vez—, debe hospedarse en el hostal Wellignton. Es donde vivía antes de entrar aquí. Y se encuentra cerca. Cuando acabemos de comer, después de pasear por el jardín, me acercaré un momento para comprobarlo.

Nadie dijo nada. También era obvio que no podían impedírselo.

—¡Cuánto lo echo de menos! —exclamó tensando un poco el ambiente.

—¿Qué tal si nos disponemos a comer en la terraza? —dijo la sensata y eficiente ama de llaves para cambiar de tema de conversación y alegrar la velada—. Ya son más de la una.

Todos asintieron y se levantaron en dirección a ella. La mesa rectangular donde comerían estaba muy buen puesta, con cubertería de plata y platos de porcelana francesa de Brives.

—Me gustaría que hoy comieras con nosotros, Victoria —dijo de pronto Verónica en uno de sus impulsos característicos.

—Oh, querida, qué amable eres. Pero otro día, hoy mejor que no.

—No, Victoria. Verónica ha tenido una buena idea. La verdad es que te lo mereces. Únete con nosotros, por favor —dijo el señor Wenston, a quien le gustó mucho la idea de su hija.

—Es una buena idea —añadió su mujer.

El señor Wenston dijo con cierta solemnidad a su hija:

—Hoy presidirás la mesa y yo estaré en la otra punta, frente a frente, para verte mejor. A tu izquierda, se sentarán tu madre, tu tía y la señora Hallignton. A tu derecha, tu hermana, Frank y Berta.

Leonard y Ethel se encargaron rápidamente de arreglar el sitio donde se sentaría la señora Hallington y fueron a la cocina para traer el primer plato.

—Victoria, seguro que me habréis preparado mis platos preferidos —dijo la joven con una bonita pero triste sonrisa.

—Así es, querida. Pero quiero que todo sea una sorpresa. Plato por plato. Quiero que todo vaya muy bien.

—Gracias por todo, Victoria. Gracias a todos.

Leonard y Ethel empezaron a servir la comida. Llevaban unas grandes bandejas que contenían unos variados canapés, que dejaron encima de la mesa para que empezaran a degustarlos, posteriormente servirían un cottage pie y para finalizar un pudin de Yorkshire. Estuvieron comiendo hora y media, aproximadamente. Al final brindaron con champán. Por Verónica, por su regreso y por su felicidad.  La conversación fue amena y fluida, todo estuvo muy bien. La presencia de Berta y la señora Hallignton ayudaron mucho a crear un buen ambiente.

                                

 

  *      *      *

 

Cuando terminaron de comer, la tarde mejoró y salió el sol. Era el momento perfecto para caminar por el gran y bello jardín, que Simon cuidaba y arreglaba casi a diario. Antes de pasear con su padre, el único elegido para tal ocasión, Verónica fue un momento a la cocina para ver y felicitar a Hermione, que se puso muy contenta de verla y hablar con ella ya que la conocía desde que era una niña. Cuando regresó, empezó a pasear con lentitud en dirección a la zona más septentrional, donde había un bosquecito, su lugar preferido, y no podía verse a nadie desde la casa. La señora Wenston y su hermana permanecían en la terraza con Berta, hablando con tranquilidad. Laura y Frank también decidieron pasear por el jardín, pero por la zona este, por un pequeño camino entre un mar de yerba. La señora Hallignton se encargó de quitar la mesa, con la ayuda de Leonard, y luego se fue a la cocina. Los protagonistas del drama ahora aparecían dispersos en aquella especie de segundo acto.

El tiempo pasaba lentamente. Las campanas de una iglesia cercana dieron las cuatro e inesperadamente unas nubes hicieron acto de presencia. El tiempo volvió a cambiar.

Fue entonces cuando pudo ver el regreso del grupo familiar, pero con un cambio en la posición de los personajes. Ahora, Verónica se encontraba con su hermana e iban cogidas del brazo, en animada conversación, y aquello le gustó y tranquilizó. Por fin las dos hermanas juntas hablando seguramente de sus cosas después de tantos meses sin verse. El señor Wenston, que aquel día se encontraba perfectamente de las piernas, aunque llevaba bastón, caminaba despacio al lado de Frank, pero un poco separados y detrás de ellas. La señorita Wise no se encontraba en la terraza, sino en su habitación, descansando desde hacía una media hora. Era la parlanchina señora Hallington la que se encontraba con Berta y la señora Wenston, y menos mal que era así, ya que las dos mujeres eran más de escuchar que de hablar. Las tres estaban hablando de recetas de cocina y, en concreto, de la elaboración de los diferentes tipos de canapés que habían servido como entrante.

Cuando la señora Hallington se marchó a la cocina para comprobar que todo iba bien, las dos mujeres se quedaron a solas durante un largo rato, pero no hablaron. La señora Wenston a veces cerraba los ojos ya que parecía cansada y un poco somnolienta. Solo se oía el silbido del viento que soplaba con bastante fuerza. Y en aquellos momentos de tranquilidad y concentración, Berta pensó, analizó y reflexionó sobre la velada. Y se hizo tres preguntas que le preocupaban ya desde un principio: ¿Verónica todavía amaba a Simon?, ¿y Simon a ella?, ¿de qué quería hablar tan urgentemente con él?

Los celos aparecieron en la mente de la joven ¿Ella también estaba celosa? ¿Qué pasaba con Simon, que transformaba a todos los integrantes de la casa? Ella lo amaba, aunque no fuera tan hermosa y rica como Verónica y Laura; pero no quería sufrir como ellas.

Y de pronto, cuando menos se lo esperaba, la señora Wenston se levantó de golpe. Berta tuvo un buen susto. La mujer no se movía de su sitio y tampoco decía nada. Miraba, como si estuviera hipnotizada, a los cuatro miembros de su familia. Su mirada era penetrante, con sus pequeños ojos grises bien abiertos. ¿Qué le debe suceder a la señora Wenston?, ¿a quién estará mirando de aquella manera?, ¿o a quiénes?, ¿por qué ha reaccionado así? Algo pasaba, sin lugar a dudas. Lo que no se imaginó es que cuando llegaron a la terraza, la expresión de la señora volvió a ser la de siempre. Sonrió a sus hijas, se mostró muy cariñosa con su marido, incluso bromeó con Frank.

Y entonces, empezó a llover. Tuvieron que dirigirse con rapidez al salón para no mojarse. Fue el momento idóneo para despedirse de ellos y marcharse, pues Berta alegó cansancio, cosa que en parte era cierta. Pero lo que quería realmente es que ahora solo estuviera reunida la familia.

Se despidió de todos con amables palabras y buenos deseos. La verdad es que aquella íntima y esperada velada sirvió para conocerlos un poco mejor. Pero en grupo.

Mientras andaba en dirección a su apartamento, pensó un poco preocupada en lo que le diría a Simon por teléfono al día siguiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VII

 

Dada la aparente normalidad que había en casa de los Wenston, después del regreso de Verónica, Simon volvió al cabo de dos días, aliviado y contento. Verónica lo había encontrado finalmente en el hostal y hablaron y aclararon muchas cosas. Berta también habló con el joven al día siguiente por teléfono y le contó una parte de sus impresiones de la velada. Aparentemente, todo iba bien.

Y ahora empezaba un tercer acto, con un incidente muy grave y desagradable, que nadie pudo imaginar que sucedería. Aquello fue el detonante de la tragedia.

Era viernes por la tarde. Laura y Frank no se encontraban en la casa pues habían salido para Exeter aquella misma mañana ya que unos amigos suyos se casaban el domingo y quisieron estar con antelación. Verónica estaba en su habitación, a punto de salir al cine con unas amigas. La señorita Wise preparaba sus maletas, a punto de regresar a su domicilio del centro de Londres y para hacer posteriormente un viaje con una amiga por la costa de Cornualles. Simon, feliz, trabajaba en el jardín. La señora Wenston estaba casi siempre en la terraza, mirando el jardín y leyendo, su actividad favorita, pero sin su marido, que se encontraba todavía trabajando en el despacho con Berta, a punto de finalizar la jornada.

    Cuando estaban a punto de dar las cinco, alguien llamó a la puerta y la abrió con fuerza antes de que el señor Wenston contestara. Se trataba nada menos que de Simon, que estaba muy sobresaltado.
— ¿Qué te pasa, Simon? —exclamó el hombre también muy sorprendido.

—Ha sucedido una cosa espantosa, en el invernadero — dijo el joven muy impresionado.

—¿En el invernadero? — preguntó al señor Wenston que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.

—Simon, intenta tranquilizarte y dinos que ha pasado, por favor…  —añadió Berta.

—Alguien... alguien ha destrozado sus rosas, señorita, con una tijera para podar que compré el otro día con usted. No ha quedado casi nada. Incluso han partido la maceta. Además, había una nota en el suelo que decía… que decía…

El joven no se atrevía a decirlo.

—Di, Simon —insistió el señor Wenston muy preocupado y nervioso.

—Decía: “Usted será la siguiente, señorita Sutcliffe”.

—¿Cómo dices? —exclamó Berta muy asustada.

—¡No puede ser! —dijo serio y enfurecido el señor Wenston—. Vayamos a verlo ahora mismo.

Los tres se dirigieron al invernadero. Efectivamente, casi todas las rosas blancas de la señorita Sutcliffe estaban destrozadas y la enorme maceta donde se encontraban, partida en varios trozos. En el suelo, había las tijeras para podar y también el papelito con la nota amenazante, escrita en una máquina de escribir, que cogió y leyó Berta y que luego entregó al señor Wenston.

—¿Quién tiene las llaves del invernadero? —preguntó el hombre muy seriamente.

—Siempre las dejo en el cajón del mueble del hall. Ya lo saben ustedes.

—¿Quién ha podido ser? ¿Quién haría algo semejante? ¿Y por qué? —se decía la joven.

—No lo sé, Berta. No entiendo nada.

—Ahora viene Deborah —dijo el señor Wenston que se tocaba su frente sudorosa—. La cara que va a poner cuando vea todo esto y lo que ha pasado.

La señorita Wise parecía feliz y satisfecha cuando entró.

—¡Hola! ¿Qué hacéis aquí?   

Simon le explicó a duras penas lo que había sucedido en pocas palabras.

—Pero, ¿quién ha podido ser?  —dijo también muy consternada.

—No lo sé, Deborah, pero alguien de nosotros...

—Me niego a creerlo, James.

Pero no continuó. Era obvio que había sido uno de ellos

— Será mejor que informemos a Camilla de lo sucedido. Está en la terraza, quizá con Verónica —dijo la señorita Wise con determinación.

Y así lo hicieron.

*     *     *   

 

Al llegar los cuatro, vieron solamente a la señora Wenston leyendo tranquilamente en la terraza, con sus gafas de sol puestas, ya que aquel día sí que hacía mucho sol.

—¿Sucede algo? —preguntó extrañada al verlos tan alterados.

—Sí, Camilla —pareció titubear su marido—. Verás, es un asunto muy desagradable y no sé cómo empezar.

—Tranquilo, James — dijo intentando consolarlo mientras se quitaba las gafas de sol.

—Querida… alguien ha entrado en el invernadero… y ha destrozado las rosas de la señorita Sutcliffe. También hemos encontrado una nota amenazadora.

—¡¿Cómo dices?! —exclamó ahora muy nerviosa, levantándose inmediatamente de la silla—. ¿Cuándo ha pasado?

—Debió pasar ayer por la noche o esta mañana a primera hora —dijo Simon recordando lo sucedido.

—Parece una pesadilla —se lamentó la señorita Wise.

—Lo es —sentenció su cuñado.

—¿Se encuentra bien, señorita Sutcliffe? —dijo la señora Wenston dirigiéndose a ella para consolarla

— Asustada, la verdad.

—Cuando descubramos quién ha sido... no quiero ni pensarlo, no quiero ni pensarlo. —dijo la señora Wenston negando con la cabeza.

Fue en ese momento cuando Verónica apareció de repente. Pero ahora tenía otra mirada, una mirada que por unos momentos le recordó a la de su madre el otro día. Estaba seria y muy enfadada. Furiosa.

—¿Sucede algo? —preguntó mirando a su madre.

—Ay, hija mía —le contestó casi llorando—, alguien... alguien ha destrozado las rosas de la señorita Sutcliffe y también….

— ¿Ah, sí? —observó sin que acabara la frase—, ¿A qué rosas se refiere, madre? ¿A las rosas blancas del invernadero contiguas a las suyas, que hay delante del gran ventanal?

—Las mismas —respondió con asombro.

Todos también la miraron extrañados. ¿Cómo lo sabía? ¿Había sido ella?

Lo que hizo la joven a continuación también les sorprendió, ya que se dirigió hacia Berta y le dijo con mucha tristeza, cogiéndole de las manos:

—Lo siento mucho, señorita Sutcliffe; mucho. No he sido yo.

—Gracias, Verónica, te creo contestó Berta un poco más calmada.

—Deberíamos avisar a la policía dijo el señor Wenston—. ¡Maldita sea! Habrá sido alguien de fuera. ¿Pero quién y por qué?

    

     Pero Berta estaba convencida que había sido alguien de la casa. Había visto que no se había forzado la puerta del invernadero. Alguien tenía la llave y debió abrirla con toda normalidad. Las ventanas estaban intactas, nadie las había forzado ni roto. Además, las rosas se encontraban en la zona central, un poco escondidas. El culpable o la culpable sabía perfectamente donde estaban y había ido allí directamente. La nota amenazante y las rosas destruidas estaban dirigidas a ella y solo alguien de la casa la conocía lo suficientemente bien para escribir la nota y destruir sus rosas.

También pudo deducir que el servicio no pudo ser ya que nunca entraban en el invernadero. No tenían ni sabían dónde se encontraba la llave, a excepción de la señora Hallington. Así que sus sospechas se centraron en ella y en la familia Wenston.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIII

 

Berta no durmió bien aquella noche por la impresión producida por los hechos. Se encontraba nerviosa, pero todavía con fuerzas para analizar todo lo sucedido. Y pensó en cada uno de los integrantes de la casa. ¿Quién pudo ser? ¿Quién pudo destrozar sus rosas? Solo dos personas sabían dónde estaban las llaves: la señorita Wise y Simon. Pero también era cierto que alguien pudo ver como la cogían. Y analizó a todos los inquilinos principales de la casa.

La señorita Wise: ¿Estaría celosa de su relación con Simon?  Trabajaban muchas horas juntos en el jardín.

La señora Hallington: ¿Estaba secretamente enamorada del joven? Porque fue ella quien lo introdujo en aquella casa.

La señorita Laura: ¿Quería también a Simon?

La señorita Verónica: ¿Todavía estaba enamorada del joven?

El señor Wenston: ¿Celoso de su relación con Simon?

La señora Wenston: ¿Celosa de que hubiera congeniado con el joven?

Y Simon: No, Simon no podía ser. No podía ser una persona tan peligrosa y desequilibrada, a la vez que amable y considerada. Pero nunca podía saberse con certeza y esto también la atormentaba.

Berta continuaba pensando, echada en su cama. Su cabeza no paraba de recordar y analizar. Pero en un momento dado, halló el principio de la solución:

—Mis rosas blancas y las rosas rojas. Blancas y rojas... blancas contra rojas... ¡Qué curioso! ¿Blancas contra rojas?... ¿Sutcliffe contra Wenston? —Y de repente le vino a la memoria una palabra: guerra.    

Recordó con atención todo lo ocurrido desde que llegó Verónica. Reflexionó y analizó las diferentes reacciones, comentarios, expresiones, miradas y silencios. Qué difícil era todo. Aunque, por otra parte, la lógica también era muy clara y evidente. Pero no tenía ninguna prueba. Sí, podía ser lo que pensaba. Todo iba encajando poco a poco. ¿Por qué nadie se dio cuenta antes?

Qué doloroso sería para todos conocer la verdad. Aunque, en parte, quizá ya la sabían. Ahora debería trazar un buen plan para descubrir al culpable, con delicadeza y tacto, antes de que las cosas empeoraran. Había que actuar antes de que quizá interviniera la policía. ¿Pero sería capaz?

Después de pensar media hora más, a la joven se le ocurrió una brillante idea. Y decidió ponerla a la práctica al día siguiente. No había otra solución.      

                  

                                     *    *    *   

 

       Aquella noche, la señora Wenston vio un sobre pequeño encima de su mesita de noche y lo abrió cuando no estaba su marido. Quedó muy sorprendida al leer unas palabras escritas en una máquina de escribir, en mayúsculas, y se asustó. Ponía lo siguiente: “Venga sola al invernadero el domingo a las once de la mañana “. Pero la nota empezaba con unas palabras que no entendió. La verdad es que no tenía ni la más remota idea de quién podía ser y quién se lo había puesto. Pero no dijo nada a nadie y decidió que iría.
    

     La señorita Verónica Wenston también recibió un pequeño sobre que alguien dejó por debajo de la puerta de su dormitorio. La letra era también de una máquina de escribir, con lo que no pudo deducir de quién se trataba. En el papel ponía lo mismo que en la otra nota enviada. La joven estaba muy intrigada por saber quién se la había mandado. Estaba convencida que se trataba del tema de las rosas, de eso estaba segura. Extrañamente, no se alarmó, sino al contrario. Creyó que por fin se desvelaría la verdad de todo.
   

                                                                       *          *         *

A la mañana siguiente, cuando Camilla Wenston llegó al invernadero, en él ya se encontraba Verónica y también, para sorpresa suya, la señorita Sutcliffe.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó muy extrañada cuando entró.

—¿Y tú, qué haces aquí, mamá? —respondió su hija.

—He venido por el anónimo. Es horroroso. Tengo los nervios de punta —dijo muy alterada.

—¿Un anónimo? ¿A ver lo que pone?  —dijo Berta muy seria mirando el papel.

Verónica también se acercó muy curiosa y lo leyó en voz alta.

—“La Guerra de las Dos Rosas. Venga sola, el domingo a las once de la mañana, al invernadero.”

—¿La Guerra de las Dos Rosas? — preguntó la señora Wenston.

—Sí — afirmó Berta —. Una guerra civil que afectó a nuestro país en el siglo XV. Me vino a la memoria hace muy poco. Recuerdo que de niña me impresionó mucho. De hecho, lo que sucedió con mis rosas tiene que ver un poco con aquello.

—¿Cómo dice?  —se extrañó Verónica.

—Explíquese —dijo la señora Wenston, que tampoco entendía nada.

—Verá —empezó a decir Berta con lentitud, aparentemente segura, pero en el fondo muy nerviosa por lo que iba a explicar—, hay alguien en esta casa que quiere mucho a su familia pero que también quiere mucho… a Simon.

La joven hizo una breve pausa, dio un suspiro y cogió fuerzas para poder continuar. Nunca se imaginó lo que diría por su forma de ser, pero Berta también había cambiado y eso lo explicaba todo.

—No solo los hombres de cierta edad pueden enamorarse de mujeres jóvenes. También puede suceder al revés. Que mujeres un poco mayores —pronunció esta última palabra con cierto énfasis— se enamoren de hombres más jóvenes. Alguien me dijo una vez que los celos se desencadenaron entre las dos jóvenes de la casa. Y luego pensé y reflexioné ¿Solo dos personas?... ¿Y por qué no tres?

—¿Tres? —exclamó alarmada la señora Wenston— ¿Pero de quien se trata? ¿De mi hermana Deborah? ¿De la señora Hallington? No puede ser, no puedo creerlo. ¿Una de las dos? Nunca me lo hubiera imaginado.

—No se trata de su hermana —respondió con aparente naturalidad la señorita Sutcliffe—. Es verdad que trabaja con Simon casi cada día. Pero, no; no se trata de ella. Y tampoco se trata de la señora Hallignton, todavía enamorada de su difunto marido. No se trata ellas, no, sino de usted — concluyó mirándole fijamente a los ojos.

—¿Yo? ¡Pero cómo se atreve! —exclamó muy enojada.

Su hija la interrumpió en actitud seria y desafiante.

—Tu juego ha terminado, mamá —dijo Verónica con dureza—, has ido demasiado lejos. Hace tanto tiempo ya de todo esto. Tú fomentaste los celos y la tensión entre nosotras cuando Simon se instaló aquí.  Estás enferma, mamá. Creo que siempre lo has estado. Quieres destacar siempre en todo, de todos, incluso de nosotras. También vi enseguida que te gustaba Simon. Qué disgusto, mamá. Y qué vergüenza. Vives en esta casa como prisionera, casi nunca sales de ella. Y el motivo ahora es muy sencillo: quieres estar cerca de él —. Y a continuación añadió con pesar— Pobre, papá.

—¡Estás loca, hija mía! ¡Estáis locas las dos! —exclamó ahora ya muy enfadada—. ¿Qué monstruosidades se os ocurren?

—Usted quiere a su marido, señora Wenston, pero también a Simon —dijo ahora Berta aparentemente calmada—. Me extrañó que fuera mayordomo y jardinero a la vez. De esta forma pasaría más tiempo en casa y usted estaría con él sin que nadie sospechara.

—Ya está bien, señorita, cállese ya —dijo con una expresión de odio—. Todo lo que ha dicho es falso, una absurda y cruel mentira. Voy a avisar a mi marido. Queda usted despedida.

Pero la joven no hizo caso de la amenaza y continuó con su explicación.

—El disgusto que debió tener al ver que Simon plantaba unas rosas blancas para mí. Seguro que las suyas fueron plantadas porque usted se lo pidió. El hecho de que sus rosas y las mías estuvieran de lado fue demasiado doloroso para usted.

La señora Wenston se acercó despacio hacia las dos jóvenes. Sus ojos desorbitados le daban un aspecto loco y trágico.

—¡Ha sido usted una estúpida!

—¿Qué vas a hacer ahora, mamá?

—Nada. ¿Quién os va a creer a las dos?

Pero de una zona del invernadero, a lo lejos, se oyó la voz grave y triste del señor Wenston que iba acompañado de su cuñada y de la llorosa señora Hallington. Los tres se dirigieron lentamente hacia ella. Al cabo de unos segundos, también al fondo, apareció Simon que no se movió de su sitio.

—Yo, Camilla.

—¡James! —gritó sobresaltada que se dirigió corriendo directamente hacia él—, ¿has oído lo que dicen de mí? Es todo falso. Te lo juro.

—Lo hemos oído todo, Camilla —contestó su marido que parecía otra persona, resignada y triste, como Verónica anteriormente.

—¡Yo no he hecho nada, nada! ¡Todo son mentiras! —exclamó muy excitada.

—Camilla, tranquilízate, por favor. Ya pasó.

—¡Mentiras! —gritó enfadada—. Mentiras —repitió un poco más calmada—. Mentiras —dijo ya calmada.

Se hizo entonces un largo y tenso silencio. La señora Wenston se separó de su marido y fue directamente hacia sus rosas rojas. Las miró y las olió. Y mientras las tocaba, se sinceró con una voz débil.

—Es verdad —empezó a decir sonriendo—. Quiero a Simon … desde el primer día que lo vi.

Entonces, su rostro se fijó en la cara del joven, que todavía permanecía a lo lejos, y prosiguió con su monólogo. Ahora parecía contenta y aliviada. Hablaba con lentitud.

—Cuando trabajabas en el jardín, yo te veía desde el salón o la terraza. Otras veces era yo la que se dirigía al jardín. Me sentaba con el pretexto de leer un poco y me ponía las gafas de sol para verte mejor. Podía mirarte sin que me vieras. ¡Qué feliz era!… Pero estaba casada, claro, era mayor que tú, y éramos tan diferentes en todo, que era imposible nuestra relación. No podía ser, no podía ser —repitió en aquel irreal monólogo para luego continuar con celeridad, fuerza y desprecio—. Pero lo peor de todo, no fue eso. Lo peor de todo es que me ignorabas, me evitabas y casi no me decías nada durante todo el día. ¿Por qué? ¿Qué te hice para que actuaras así conmigo? Y luego simpatizaste con naturalidad con mis hijas y después con esta… esta… esta desgraciada. Y esto estuvo mal. ¡Muy mal!  Por eso te odié, sí, te odié con todas mis fuerzas. Cuando apareció la señorita Sutctiffe, hallé la solución. Me di cuenta enseguida de que habíais congeniado mucho, demasiado, y quise romper vuestra absurda relación. Quise que pensara que tampoco la querías. ¡Que la odiabas, que la odiabas! Pensé este plan para destruiros. Así que pensé y pensé. Y encontré una buena solución. Ella hubiera dudado de ti, estoy segura, y a la corta te hubiera dejado. Y yo me hubiera alegrado. ¡Y mucho!

Entonces, la señora Wenston pasó del odio al infantilismo. Todos permanecían inmóviles. La señorita Wise, a punto de llorar y el señor Wenston, muy serio, cogía fuertemente una silla para no desvanecerse. La señora Hallington lloraba en silencio.

—A la gente mala hay que castigarla, escarmentarla. Lo dice la ley, ¿verdad, James?

Finalmente, la señora Wenston calló en su locura y su marido le dijo con una dulzura infinita:

—Camilla, querida, deberías venir conmigo. Ya pasó todo, ya pasó —y añadió tristemente—. Yo lo sospechaba.

—¿Me vas a dejar ahora? —dijo con una voz cansada y rota.

—No, claro que no. ¿Por qué no vamos a casa un momento? Tienes que descansar. En nuestra habitación. Conmigo, a tu lado.

—Sí, debo descansar —le respondió como ausente— Siempre fuiste muy bueno conmigo, tan educado y atractivo: pero has envejecido tanto. No me gusta la vejez, me asusta. La temo y la odio.

El señor Wenston rodeó con su brazo a su mujer y, cuando estaban a punto de salir del invernadero, la señora Wenston se giró un momento y dijo, con una sonrisa en su trágico rostro, a su hermana y a su ama de llaves:

—¿No venís con nosotros? ¡Deborah, Victoria! ¡Pero si sois mis mejores amigas!

Las dos mujeres, llorosas, no dijeron nada, pero fueron hacia ellos en silencio.

—No debes llorar, Deborah —le regañó con delicadeza como si fuera su hermana mayor—. Siempre fuiste muy fuerte. Y tú también, Victoria, siempre cuidándome cuando no estaba bien. Recuerdo que una vez...

Sus palabras se perdieron en el viento y los cuatro desaparecieron al poco rato de su vista.

Simon, Berta y Verónica permanecían todavía de pie dentro del invernadero. La tensión disminuyó.

—Me alegro de que seas feliz con Berta, Simon —dijo Verónica, emocionada.

—¿Qué harás ahora Verónica? —preguntó Berta.

—Me quedaré aquí, con papá. La que no se quedará será Laura cuando se case con Frank. La boda, claro está, deberá atrasarse. Y ya será la segunda vez. Frank no se encontraba a gusto en esta casa, aunque le gustara. Notaba algo raro. Y tenía razón.

La joven calló un momento para luego continuar con tristeza y preocupación:

—¿Y qué será ahora de mamá? ¿Deberá ir a una clínica especializada?, ¿a un manicomio?, ¿a un sanatorio?… Qué triste final. Y pobre papá, pobre.

—Y yo que creía que eras una joven triste y resignada —se lamentó Berta.

—No. Me volví triste y resignada dada la situación en la que me encontraba. Aunque, en mi interior, nunca dejé de ser la joven que era en realidad. Además, mi tristeza me sirvió como un escudo de protección para no sufrir ni hacer sufrir a los demás. Pero debe saber que siempre fui una niña muy alegre y divertida. Aunque cueste creerlo.

—No cuesta creerlo. Ahora, no.

—Por cierto, ¿fue idea suya lo del anónimo? —preguntó Verónica.

—Sí. Era la única manera de encontrarnos cara a cara y de que alguien nos escuchara. Cuando expliqué a tu padre lo que pensaba y lo que quería hacer, pensé que me despediría en el acto por creer que tu madre había sido la responsable de todo. Pero se calló. Y luego me dijo tristemente que lo hiciera. Confiaba en mí. Él también lo debía sospechar.

—Pobre papá. Es usted muy inteligente… y atrevida, señorita Sutcliffe —dijo Verónica, que hizo una mueca de sorpresa en su rostro.

—Suerte que tu hermana Laura no ha estado aquí. Y Frank, tampoco. Han podido evitarse todo esto —puntualizó Simon.

—A veces me pregunto si mi madre nos quiso realmente a mi hermana y a mí.

—Por supuesto que sí —le animó Berta—. Solo que, al conocer a Simon, se trastornó.

—Yo creo que ya estaba un poco trastornada. A veces hacía cosas raras. Mi tía Deborah pasaba temporadas aquí. Pero yo creo que venía para vigilarla. ¡Y pensar que mi madre hacía ver a todo el mundo que era al revés, que mi madre quería que viniera para que mi tía no se sintiera tan sola!

—Ya sé qué es lo que me extrañaba de la fotografía del salón —dijo de pronto Berta con tristeza.

—¿Qué era? —preguntó Verónica.

—Vuestra madre se encontraba en el centro de la foto; bella, sonriente. Vosotras estabais muy serias y con la imagen un poco difuminada. Qué raro. Por eso debió ponerla, para destacarse de vosotras. Una extraña fotografía con mucho significado. No soportaba estar en un segundo plano, aunque lo disimulara muy bien y engañase a todo el mundo.

—La recuerdo bien. Nos la hizo un fotógrafo aficionado en un parque, un poco antes de nuestra discusión... ya me entiende. A mi madre le encantaba. A Laura y a mí, no mucho. Finalmente no nos importó que la tuviera en el salón.

—Mi pequeña detective — dijo cariñosamente Simon que besó a Berta en la mejilla. 

Esta se ruborizó por aquel primer beso.

—Bueno... —se excusó Verónica al ver aquella escena—. Ya me voy. Os deseo lo mejor para los dos. Que seáis muy felices. Os lo merecéis. 

Verónica les estrechó la mano y se marchó, dejando a los dos jóvenes a solas.

—¿Sabes, Simon?, alguien me dijo una vez que el amor podía ser peligroso.

—Sí, pero también es maravilloso. Y espero que algún día Verónica sea tan feliz como nosotros.

Los dos se abrazaron y volvieron a besarse. Y luego dirigieron su mirada hacia las rosas blancas que los habían unido, para volverse a abrazar fuertemente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IX

 

Londres, 29 de julio de 1939

 

Querido John:

Te escribo esta carta para explicarte los últimos acontecimientos acaecidos en el domicilio del señor Wenston, donde trabajo, que han sido muy tristes y graves y con consecuencias aún peores.

Este mes de julio ha sido muy intenso, para lo bueno y para lo malo. Y te hablaré desgraciadamente de esto último, pues ayer hubo el desenlace de una trágica historia. Con mucha tristeza he de decirte que la señora Wenston fue la responsable de mandarme una nota amenazándome y de destrozar unas rosas blancas que Simon, el joven jardinero de los Wenston, con quien he simpatizado mucho, había plantado para mí en el invernadero. La mujer me odiaba prácticamente desde que entré a trabajar aquí, sin que yo lo supiera. Estoy consternada, pues nunca imaginé que me haría una cosa así. Nunca le hice nada malo y siempre fui amable con ella. Al igual que ella conmigo.

En cuanto a mis rosas, puedo decirte que las destrozó con unas tijeras de podar que Simon había comprado conmigo hacía pocos días en el palacio de Hampton Court. La ingenua, desesperada y a la vez cruel idea de la señora Wenston era que, también de esta forma, las sospechas recayeran sobre él y nuestra relación se rompiera. Lo que la pobre no debió pensar, es que con Simon como sospechoso y quizá culpable, hubiera tenido que abandonar la casa de inmediato. Y si nuestra relación hubiera terminado, la suya, platónica, también. Pero ya estaba muy trastornada y no sabía lo que hacía. Ha llegado al límite. Y a qué precio, pobre mujer. Y pobres de nosotros.

Yo tenía que actuar de alguna manera, hacer algo, no podía quedarme con los brazos cruzados sabiendo que las sospechas se dirigían hacia él, principalmente. Se comprobó que nadie del exterior pudo entrar en el invernadero; la verja no había sido forzada, ni la puerta ni las ventanas del invernadero. La llave de este se encontraba en el cajón de un mueble del hall. Estaba claro que había sido alguien de la casa. Y por ese motivo me asusté y preocupé muchísimo, como te puedes imaginar. Y me pregunté, con cierta calma y frialdad, quién podía haberlo hecho.

Te sorprenderás de lo que te estoy explicando, John. Yo, haciendo de detective en una mansión de una rica y prestigiosa familia de Londres. Parece irreal y de película. Pero ha sido así porque he cambiado, ya no soy la de antes. Fue la necesidad de demostrar la inocencia de Simon, al que quiero, lo que me obligó a actuar de esta manera. Antes de que interviniera la policía que el señor Wenston estuvo a punto de avisar. Pero yo le dije que por favor esperara. Y gracias a Dios me hizo caso.

Yo acabé sospechando de ella porque no me imaginaba a nadie más capaz de hacerlo. Lo peor de todo es que se ha visto y comprobado que la pobre mujer se ha vuelto loca. O que ya lo estaba, lo más seguro, disimulándolo muy bien durante todos estos años.

Es cierto que el señor Wenston y su cuñada sabían que la señora Wenston no estaba bien. Sufría de leves depresiones que disimulaba muchas veces con éxito (motivo por el cual casi siempre permanecía en casa). Pero sobre todo lo que más les preocupaba eran sus obsesiones y sus rarezas, que iban peligrosamente en aumento. Naturalmente, no iba al médico, y tampoco hacían esfuerzos en acompañarla. Ella no quería ir y ellos no insistían. Siempre la disculpaban con naturalidad para aparentar la máxima normalidad posible. Y también la protegían porque la querían, a la vez que tampoco deseaban que se supiera lo que le pasaba. Porque eso podía representar una mancha para la prestigiosa familia. Para ellos, que daban tantas fiestas en la que participaba la alta sociedad londinense, hubiera significado el fin de todo. Y también hubiera afectado al trabajo y negocios que tenía el señor Wenston.

Y tampoco quisieron decir nada a Laura y a Verónica. E hicieron mal pues, con el fin de protegerlas para que fueran felices y no supieran la verdad, las engañaron. Pero ellas se dieron cuentan, claro está, de que algo en su madre no funcionaba bien. Solo sabían con certeza que tenía rarezas y a veces estados depresivos, motivos por los cuales casi siempre permanecía en casa, aparte de que también le gustara mucho estar allí. Verónica fue la primera en comprobar que su madre estaba mucho peor, que era una mujer muy inestable, enferma, con el triste episodio de sus dibujos, de los que luego te hablaré. Pienso mucho en la felicidad de estas jóvenes que casi tienen mi misma edad. En la pobre Verónica y ahora en Laura, que iba a casarse con un joven rico y muy ambicioso, que finalmente la ha dejado al saber que su futura suegra no estaba bien de la cabeza, por miedo a que sus futuros hijos heredasen sus trastornos. Creo que para Frank también ha sido difícil la ruptura. Sé que hablaron a los pocos días de lo sucedido. Él todavía está enamorado de ella, pero la idea de la locura hereditaria lo ha bloqueado y aterrado ¿Y si al cabo de un tiempo también afectara a Laura? Estas cosas nunca se saben y todavía sería mucho peor. La pobre Laura está afectadísima, como comprenderás, primero su madre y ahora su prometido. Lo que es sorprendente es que también ha perdido a algunas amistades y conocidos. ¿Puedes creértelo? En lugar de animarla y ayudarla, la han abandonado. Hay tabús en esta hipócrita sociedad. Y algunas enfermedades lo son. Ella, que es bastante frívola, creo que madurará, cambiará y lo superará. Yo la ayudaré si me necesita.

Volviendo a la señora Wenston, la verdad es que la salud mental de la pobre mujer empeoró desde que Simon vino a trabajar aquí, hará cosa de tres años. Y empeoró porque se enamoró de él. Una bella y elegante mujer mucho mayor. Y casada. Hubiera sido un escándalo, a nivel familiar y social, si se hubiera descubierto que era ella la que se había enamorado e insinuado con sutileza. A Simon no le gustaba y menos mal que siempre fue así. Y como la señora vio que aquella relación era imposible, solamente con que el joven estuviera cerca de ella el máximo de tiempo posible, ya le bastaba. Su trabajo como jardinero le vino muy bien. Él, en el jardín, casi toda la semana, y ella en la terraza leyendo un libro o aparentándolo, con sus gafas de sol puestas para verlo mejor sin que nadie se diera cuenta.

Hasta que, como por una extraña maldición, sus hijas también se interesaron por el joven. Parecía una tragedia griega. Y la señora Wenston ya no las vio como a dos hijas, sino como a dos rivales, como a dos enemigas, pues pensaba que lo alejarían de él y lo arrebatarían. Y esto todavía la trastornó más. Despertó y fomentó los celos entre ellas, con mucho tacto y delicadeza, su táctica preferida antes de atacar. E intento que sus relaciones con Simon, también fuera mal. Así me lo contó Verónica con mucha tristeza.

Y ahora empieza otra historia paralela a esta e igual de trágica, pero que empezó un poco antes y que fue el detonante de que la joven se marchara a París. El comportamiento de Verónica, tan triste, serio y resignado, fue debido a otro desagradable incidente donde su madre también se vio involucrada. Me lo dijo también hace muy poco e hizo bien. Ha sido como una especie de catarsis para ella.

Una tarde, en su habitación, la señora Wenston estaba mirando unos dibujos que había realizado su hija y que esta quería exponer en una galería de unos amigos que eran muy importantes en los ambientes artísticos de Londres. Pero no estaba contenta y satisfecha cuando los observaba, sino que los miraba con odio. Y lentamente, para disgusto de la joven que la estaba observando con disimulo detrás de la puerta del dormitorio, los fue destrozando con unas tijeras, uno a uno. Aquello fue tan fuerte que afecto muchísimo a Verónica, como comprenderás, y su carácter cambió del disgusto. Y para no entristecer y preocupar a nadie, no quiso decir nada. Se lo calló para sí misma y, sin quererlo, aquello todavía la afectó más.

Cuando Simon apareció en casa de los Wenston, creyó encontrar su salvación. Le gustó desde un principio, congenió mucho con él, y se ilusionó. Pero las cosas no mejoraron, sino que empeoraron, al ver que su hermana y su madre también estaban interesadas en el joven. Su hermana Laura tonteó un poco con él cuando la relación con su prometido se enfrió y lo dejaron una temporada. Y cuando la señora Wenston, comprobó que yo también lo estaba (sí, ya sé que resulta inimaginable e imposible que a todas nos gustara Simon, pero es la verdad, por más increíble que parezca), estalló. Y entonces fue cuando planeó escribir la nota amenazadora y la destrucción de mis rosas, sabiendo que eran mis flores preferidas y que él las había plantado expresamente para mí.

Fue curioso que yo tuviera mis rosas blancas y que la señora Wenston y sus hijas las tuvieran rojas. Y que estuvieran juntas, las mías frente a las suyas. Aquello despertó mi imaginación y lo relacioné como si fuera un enfrentamiento. O una guerra. ¿Habría una similitud con la Guerra de las Dos Rosas, una guerra que hubo en el siglo XV en Inglaterra? En aquella ocasión fueron las rosas blancas de York contra las rosas rojas de Lancaster. ¿Serían ahora las rosas blancas Sutcliffe contra las rosas rojas Wenston? Pensé que sí, Y aquello me preocupó y disgustó muchísimo si fuera verdad. Y pensé: ¿Quién podía haber sido? Al principio todos parecían culpables, como en una pesadilla. Pero poco a poco, pensando y analizando con más calma, vi que no.

El señor Wenston quedaba descartado. Era absurdo que me odiara si me había contratado y trabajábamos tanto tiempo en el despacho. Y nada de flirteos, solo trabajo duro, puro y a veces agotador. La verdad es que el señor es un poco adicto al trabajo y estaba poco con su mujer, pero la quería. Lo que ambos compartían y alguna vez los había visto a última hora de la tarde, cuando ya salía de trabajar, era que jugaban al ajedrez. Quizá fuera el momento más íntimo de la pareja que presencié.

En cuanto a la señorita Wise, ¿por qué debería odiarme? ¿Por qué había congeniado con Simon y quizá porque yo era más joven que ella? Ya sé que casi siempre estaban los dos trabajando juntos, pero esto no indicaba ningún romance. Además, siempre me dio la impresión que lo consideraba como a un hijo. Y yo le caía bien. La idea de que fuéramos al palacio de Hampton Court fue suya. Así que no tenía sentido que hubiera sido la responsable de destrozar mis rosas y de enviarme la nota.

Al igual que la señora Hallington, el ama de llaves. Se la veía una mujer sincera, práctica y trabajadora. Y congeniamos muy bien, siempre ha sido amable conmigo. Es cierto que recomendó a Simon para trabajar para los señores y hablaba siempre muy bien de él. Pero nada más. No estaba celosa de mí, ni quería hacerme daño. La mujer todavía está enamorada de su difunto marido. Alguna vez me lo nombraba y se emocionaba. En señal de recuerdo casi siempre lleva un bonito camafeo que le había regalado.

¿Y Laura? Tampoco podía ser. ¡Si se iba a casar en breve!, aunque parecía que la boda no llegara nunca. Como así ha sido. Pobre Laura. No podemos luchar con el destino y creo que el suyo era que la boda no se celebrara. Y en el fondo, y que Dios me perdone, mejor. Ya que a la larga o a la corta, no habría sido feliz con Frank. Y Laura es muy buena, no soporta la maldad. Así lo creí cuando me lo dijo.

Tampoco sospeché mucho de Verónica ya que hablaba muy entusiasmada de un joven que había conocido en París, del cual creo que está muy enamorada, cuyo nombre es William. Es el hijo de unos conocidos de su padre. Creo que, si la cosa va igual de bien como ahora, acabarán casándose. Y yo me alegraré muchísimo por ella. Tanto sufrimiento. Ella también merece ser feliz.

El último que faltaba por analizar como sospechoso era Simon. Y aquello me trastornaba. ¿Simon, loco? Era el peor de mis pensamientos. Si hubiera sido él… no quiero ni pensarlo. Me hubiera destrozado la vida. Pero confiaba en él, y creí en su bondad y sinceridad. Y no me equivoqué.

Así que deduje que la culpable era la señora Wenston, mi primera sospechosa, el personaje más extraño de la casa. No tenía pruebas, pero sí fuertes suposiciones.

Ahora recuerdo un hecho significativo que sucedió cuando Verónica llegó el domingo. Sucedió por la tarde, cuando su familia regresaba de un largo paseo por el jardín. Verónica estaba con Laura y el señor Wenston con Frank. La señora Wenston los miraba a lo lejos, en silencio, como hipnotizada y con una mirada trágica. Yo pensaba qué le estaría sucediendo. A quién o a quiénes miraba de aquella manera. La verdad es que no vio nada de malo. Sino al revés, vio a una familia feliz. Y eso es lo que no le gustó. Otra vez sus hijas juntas y riendo. Seguro que la señora Wenston debía hacerse muchas preguntas y formular las correspondientes respuestas: “¿Y si hablaban mal de ella?” Quizá. “¿Hablarían también de Simon?” Seguramente. “¿Hablaría Verónica otra vez con el joven?” Lo más seguro para aclarar las cosas. “¿Sus hijas lo alejarían de él?” Pobre mujer. En el fondo, cuanto debería sufrir con sus engañosos razonamientos. Y cuando finalmente regresaron todos del paseo en el jardín, cambió completamente. Se comportó con normalidad y como una muy buena anfitriona.

También recuerdo el día que Verónica regresó a su domicilio, después de tanto tiempo de no ver a su familia. Todos hablamos durante mucho rato de una película de Hitchcock llamada Alarma en el expreso, donde la protagonista principal de la historia, una joven bella y seria, incomprendida, preocupada y ansiosa en el tren por encontrar a una mujer anciana desaparecida, me recordó bastante a Verónica, después de conocer su triste historia. Encontré algunos curiosos paralelismos entre las dos. Verónica también estaba muy preocupada y ansiosa, pero en su casa. Y se sentía terriblemente incomprendida y sola con su doble secreto: el triste suceso de sus dibujos y el tema amoroso con Simon. La verdad es que creo que hizo muy bien en marcharse a París. Y aquello la salvó.

Volviendo al trágico desenlace, John. El momento de decírselo al señor Wenston también fue muy duro pues pensé que me despediría. Lo expliqué de la mejor forma posible y el buen señor me escuchó, no me interrumpió y me creyó. Fue él quien informó a la señorita Wise, a la señora Hallington y a Simon de que fueran con él al invernadero aquel domingo por la mañana. Laura y Frank pudieron ahorrarse aquella terrible escena ya que estaban en una boda. Qué disgusto tuvieron cuando llegaron por la tarde.

Para descubrir la verdad, envié una nota a Verónica y a la señora Wenston de que fueran al invernadero. Y menos mal que vinieron las dos pues así pudo descubrirse todo. Yo estaba con ellas. Todo fue muy triste, tenso y desagradable. Y después de un monólogo inacabable de locura, ella se delató ante todos. Sé que Simon llamó al médico personal de los señores, que vino rápidamente, y la llevaron primero a una clínica y posteriormente a un sanatorio.

La que se ha mantenido firme como una roca y muy eficiente y resolutiva ha sido la señora Hallignton, que se ocupa de todo y a la perfección. Se ha quedado en casa y ayuda mucho, al igual que la señora Bradford, la cocinera, Ethel, su ayudante, y el señor Humfries, que cuida al señor Wenston, Todo el servivio se ha quedado y apoyado en un gesto y actitud admirables. La pobre señora Hallington nunca imaginó que su señora acabaría así, pero sospecho que sabía perfectamente que no se encontraba nada bien, de que estaba realmente muy enferma. La verdad es que la cuidaba, protegía y quería mucho. Y hacía que también se sintiera como una reina en aquella mansión de la que casi nunca salía y se sentía tan a gusto.

A veces me da la sensación que es la más lista e inteligente de todos y hace que nos movamos, según la ocasión, como si fuéramos fichas de ajedrez. Ella sería la torre, siempre vigilante, en un extremo del tablero, un poco apartada (¿no está casi siempre en la cocina con Hermione y Ethel? El rey sería el señor Wenston, en el centro, que es el miembro más importante de la familia, el prestigioso abogado. A su lado la reina, la bella señora Wenston, bien protegida entre el rey y el alfil, la señorita Wise. El caballo, siempre saltando con su peculiar movimiento, es Simon. Los peones, delante de todo, son más pequeños y seríamos los más jóvenes: como Laura, Verónica, Frank y yo, siempre avanzando y abriendo camino.

El destino ha hecho que la partida casi tenga un triste final con “la muerte de la reina”. Pero ha sido un jaque, no un jaque mate. La partida continua pues el señor vive, y por muchos años, y recibe la ayuda de todos los que le quieren. Que son muchos.

 Y ahora me viene a la memoria una fotografía del salón que siempre me extrañó. En ella se puede ver a la señora Wenston en el centro y sonriente, destacando de sus hijas que se mostraban serias y tristes, con una imagen difuminada. Cuando se hicieron aquella fotografía (Verónica me dijo que un fotógrafo aficionado se las hizo en un parque un domingo por la mañana), Laura se había peleado con Frank y Verónica estaba muy afectada por el incidente de los dibujos que rompió su madre. La señora Wenston, alegre, triunfante, celosa de sus hijas, sobre todo de Verónica, la puso adrede para destacarse de ellas. Y finalmente, ya por curiosidad, pude fijarme muy bien en otro camafeo que lucía la señora Wenston en su abrigo, pero más pequeño. Eran nada más y nada menos que dos rosas unidas en un mismo tallo. ¡Qué curiosa coincidencia!

Todavía estoy trabajando en casa del señor Wenston, pero la semana que viene ya empiezo las vacaciones. Agosto para descansar. Agosto para una nueva etapa de mi vida y de las suyas. De momento, Laura y Verónica se encuentran en casa con su padre. Se quedarán con él, dadas las circunstancias, una larga temporada. La señorita Wise se encuentra en Cornualles con una amiga. También está muy afectada y necesitaba descansar. Pero ya vendrá la semana que viene.

Y esto es todo, John. Ya nos veremos pronto. Muchos recuerdos a mamá, a Robert, a Sylvia y a los niños. A mamá dile que estoy bien y cuéntale un poco lo que me ha pasado, si quieres. Pero no mucho para no preocuparla. Ya se lo contaré yo. Espero que muy pronto conozcáis a Simon.

Tu hermana que te quiere,

 

Berta

 

 

 

 

 

 

 

 

   X

 

Londres, 26 de diciembre de 1949  

Querido John:

Acabo de regresar del funeral del señor Wenston, que falleció hace unos días, de una manera repentina y sin sufrir. Se encontraba en su hermoso jardín con sus hijas, las cuales tuvieron un fuerte shock, como es natural, por su inesperada muerte. El señor Wenston gozaba de buena salud, aunque últimamente tenía tos y a veces se cansaba. Suerte que mamá se ha ocupado de Nathaniel que, como sabrás cumplirá nueve años el próximo mayo. Así he podido ir con Simon, sin el niño, ya que nos dijeron que la ceremonia sería larga y habría mucha gente.

A partir de ahora mi marido, que está muy afectado, continuará trabajando como jardinero, aunque no todos los días, solamente los lunes y los viernes, pues ha encontrado un empleo en una floristería, muy cercana al bufete, como vendedor y está muy contento de ello. El negocio va muy bien y hay muchas expectativas de que prospere más. Yo trabajaré en un bufete de abogados muy importante en la City y estoy impaciente por comenzar, si Dios quiere, a principios de enero. Cuando acabó la guerra, alquilamos un piso en el centro de Londres, cerca del bufete, El señor Wenston nos ayudó a encontrarlo y allí vivimos muy felices.

Finalmente, Laura y Oliver serán los nuevos propietarios de la mansión. Y era lógico que fuera así, ya que Verónica vive en París con William. Desde que acabó la guerra y, por primera vez en muchos años, me alegra ver como juegan niños en el jardín. Son los hijos de Laura y Verónica, casi de la misma edad, la tercera generación. Oliver, que tiene mucho ingenio, tiene pensado instalar unos columpios y tobogán delante de la pista de tenis, muy cerca de la terraza para que los niños se diviertan. Y también así verlos mejor.

Sé que alguna vez has visto el exterior de la casa de los Wenston. Te diré que la encontrarías un poco cambiada, pues han modificado y ampliado el garaje y la caseta donde vivía Simon. Además, han quitado mucha hiedra de las paredes del exterior. Querían hacerlo una vez finalizada la guerra, pero no pudo ser. Lo que sí se hizo, como muy bien recordarás, fue la doble boda de las hermanas en octubre de 1945. Laura con Oliver y Verónica con William. Yo fui con Simon y Nathaniel. Fue una boda muy bonita e íntima en una iglesia cercana. Y cuando se casaron recordé con nostalgia la mía, cinco años antes.

La gran idea que tuvo el señor Wenston, como sabrás durante la guerra, fue adaptar y transformar su casa en un centro de convalecencia para los heridos y también en un centro de acogida para niños huérfanos sin hogar. Aunque en total no eran muchos, ocupaban casi toda la casa y el gran aliciente para todos, cuando hacía buen tiempo, era el enorme jardín, donde se hacía prácticamente la vida allí. Los cambios que tuvieron que hacerse afectaron principalmente al gran salón y al comedor (donde dormían los heridos en unas sencillas pero cómodas camas plegables) situados en el ala oeste de la casa y en las dos otras habitaciones enormes en el ala este: la biblioteca (donde dormían los niños) y una habitación de invitados (donde dormían las niñas). Había algunas enfermeras y voluntarias por toda la casa, que dormían en la segunda planta, o a veces en la caseta donde vivía Simon. Laura y Verónica las ayudaron mucho ya que vivían allí, como yo, aunque no pude dedicarme tanto pues debía cuidar a mi hijo. El señor Wenston insistió en que me quedara con ellos ya que era un lugar seguro, sobre todo la zona norte del jardín que parece como un bosque. Gracias a Dios, los alemanes no nos atacaron, aunque vimos los aviones muchas veces. El miedo que teníamos al verlos quedaba en parte disimulado por la emoción y gritos de los niños cuando los divisaban en el cielo. Para ellos era como un juego.

Te estarás preguntando por los miembros del servicio y por la señora Wenston. Recordarás, y ya hace tiempo de eso, que a Frank lo mataron en Francia a principios de la guerra. Se alistó al mismo tiempo que Simon. Pobre Frank, a veces pienso en él, y no es que me cayera muy bien. Hace poco vino a casa una hermana suya, con quien Laura todavía tiene relación. La pobre quedó muy afectada durante un buen tiempo, hasta que conoció a Oliver. La señora Wenston todavía vive y se encuentra en un sanatorio cerca de casa. Pero a veces ya no reconoce a nadie. Está muy bien cuidada, tiene muy buen aspecto y todos la van a ver muy a menudo. La señora Hallington todavía se encuentra en la casa y durante la guerra ayudó muchísimo, al igual que la señorita Wise (que, por cierto, y cambiando de tema, nunca supe de qué vivía, realmente. Me enteré hace poco que tenía una tienda de ropa infantil, desde que era joven. Ella era, y es, la propietaria y el negocio va estupendamente. Aunque su pasión siempre ha sido la botánica). Las dos se encuentran estupendamente bien de salud, pero como todos, con diez años más. La que se jubiló y ya no está con nosotros, es Hermione, la cocinera. Ahora la substituye Ethel, que ha resultado ser tan buena como su predecesora. Además de ser también una gran organizadora y coordinadora, ya que durante la guerra tenía que preparar la comida con Hermione y un pequeño ejército femenino de voluntarias, con la señora Hallington al mando, y distribuirlas tres veces al día para todos los que vivían allí: familia, personal, heridos, niños, enfermeras y voluntarias. Suerte que la cocina es muy grande y la gran habitación que estaba al lado y que no se utilizaba, sirvió de despensa.

El señor Humfries también ayudaba bastante, pero ahora con la muerte del señor, se marchará dentro de poco a Dublín donde viven sus hermanos y sobrinos. Está a punto de cumplir sesenta años y ya ha encontrado un buen trabajo en casa de una familia importante de la ciudad.

Sobre Laura, supongo que te acodarás que conoció a Oliver durante la guerra en casa de los Wenston, durante su convalecencia. Él venía muy mal herido. De hecho, tiene el brazo izquierdo con poca movilidad. Se conocieron y se enamoraron. Ellos dos sí que hacen muy buena pareja y están esperando felizmente su tercer hijo, que nacerá en febrero. No lo sabía, y lo sé ahora, que es dos años menor que ella y de una rica familia inglesa con ascendencia holandesa. Y ya sabe la triste historia, al igual que William, de la locura de la señora Wenston.

Los padres y hermanos de William vinieron a Londres, un poco antes de que los nazis ocuparan París. Él quiso quedarse allí ante el desespero de Verónica, trabajando en la resistencia francesa. Estuvieron cinco años sin verse (yo no lo hubiera aguantado, estoy segura) y pudieron soportarlo con valentía, resignación y fuerza. Él en Francia y ella en Inglaterra. Por eso, la doble boda de las dos hermanas fue tan esperada como deseada. En 1946, nacieron las gemelas de Laura (Angela y Hester) y la hija de Verónica (Joan), y al año siguiente, el hijo de esta (Jack). Son dos matrimonios felices y yo me alegro muchísimo de ello.

Verónica vive en París muy feliz con William y sus hijos. Se cambió de piso hace muy poco y ahora reside cerca de la catedral de Notre Dame. Siempre vienen por Navidades y durante las vacaciones de verano. Y entonces nos reunimos todos en la mansión. A mí y a Simon se nos considera de la familia; es un gesto muy hermoso. Por cierto, ¿sabes que en el jardín hay abetos, hayas y cedros de más de doscientos años de antigüedad? Hace poco descubrimos un libro muy interesante en la biblioteca del señor Wenston, de forma casual, cuando una de las criadas estaba haciendo limpieza. Este libro hablaba de toda la zona que afecta a la casa y a los alrededores. Y decía que había sido un inmenso bosque, propiedad de un familiar del rey. Incluso había algunos dibujos muy bien realizados.

Todavía recuerdo cuando vi por primera vez la mansión de los Wenston, con su característico estilo Tudor. En ella conocí a la familia, al personal de la casa y a Simon. Allí trabajé, me enamoré, viví y tuve a mi hijo. Fue una etapa muy importante de mi vida. Y cuando pasen los años, y me acerque a la vejez, la recordaré con melancolía, por lo feliz que fui.

Cuídate mucho. Y muchos recuerdos a Sylvia y a los niños.

Hasta pronto.

Tu hermana que te quiere,

 

Berta

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

       2.- LA DAMA DEL PARAGUAS (Joan Roig i Solé)

–¡Quién lo iba a decir! Ahora la escultura se encuentra tan escondida en este bello jardín de Barcelona, al lado del zoológico, que nunca me lo hubiera imaginado –dijo un hombre.

–Ni yo –respondió desilusionada una joven- Y pensar que antes era el símbolo de Barcelona, que todo el mundo la visitaba con asiduidad ya que el acceso era mejor.

–Es verdad – observó con resignación su acompañante, dando un suspiro.

Entonces, pudieron divisar la figura de un anciano hombre que se aproximaba con lentitud y la joven continuó ahora con más alegría:

-Mira, ya viene como todos los años, el 24 de junio, día de su santo…para recordar la Exposición Universal de 1888 en Barcelona. Aunque esta vez es diferente, más emotivo, ya que se celebra el centenario.

A medida que se acercaba lo pudieron ver con más claridad. Era un hombre muy anciano que usaba bastón, alto, delgadísimo, de bellas facciones, con una espalda sorprendentemente recta para su edad y con bigote y pelo blanco, que se sentó en un banco para contemplar la bella escultura llamada “La dama del paraguas”. La mañana era espléndida y hacía un sol radiante, aunque no había casi nadie.

–“Qué bonita es – se dijo con mucha emoción el anciano señor que ejerció antaño de arquitecto mientras la observaba detenidamente, al igual que la fuente, encima de la cual se encontraba la obra –. Una escultura de mármol blanco, que por desgracia ya no lo es tanto por el paso de los años, situada encima de una fuente en un estanque circular. La bella y distinguida joven de la escultura, ataviada a la moda con un traje con polisón (como han cambiado los tiempos. Me pregunto cómo se vestirá la gente dentro de cien años), tiene un paraguas en su mano izquierda y en su mano derecha comprueba, sin mirarla, si todavía está lloviendo. Qué delicada es.

Lo que mucha gente no sabe, y mucho menos ahora con los tiempos actuales, es que realmente no es un paraguas lo que lleva (de color marrón y metálico, un poco deteriorado), sino un antucá, palabra que siempre me ha hecho mucha gracia, ya que viene del francés (en tout cas) y se ha traducido fonéticamente, que es más pequeño que un paraguas y más sencillo que una sombrilla. Y que podía usarse de las dos maneras, según la ocasión.

Al principio, había gente que no la veía con buenos ojos, de qué quizás era demasiado sencilla para ponerla aquí en comparación con el resto. Pues ella siempre ha resistido, se ha mantenido y no la han derribado. El gran ingenio que tuvo mi tío bisabuelo fue que siempre cayera un poco de agua del paraguas debido a una canalización interior. Esto la hace importante a nivel técnico. Y la escultura tiene influencia francesa, quizás igual que el gran parque de la Ciutadella, de inspiración europea, como los grandes, bonitos y limpios parques de París, Londres y Viena; con árboles, césped, flores, incluso estanques y cómodos bancos para sentarse. Todo lo contrario que ahora. Y encima, para rematar lo feos que son, casi siempre hay cemento en el suelo y por eso algunos las llaman plazas duras, cuyo nombre es acertadísimo ya que también son duras de ver”.

Los ojos del anciano se cerraron con lentitud, pero los volvió a abrir. Estaba un poco cansado y desoyó la voz de su mujer e hijos que insistieron que esta vez no fuera, aunque hiciera lo contrario al celebrarse el centenario que casi nadie sabía.

–“Qué contento estoy, y también toda mi familia, de que mi tía abuela llamada Josepa esté inmortalizada como una bella señorita de la burguesía. Y que la escultura fuera realizada por su tío, es decir, mi tío bisabuelo, Joan Roig i Solé. Lástima que esté demasiado escondida y por ese motivo poca gente la visite. Pero en el fondo, mejor así. Hay tanto incivismo en la actualidad que de esta forma se conserva mucho mejor. Y la verdad, aunque ahora resulte ridículo, es que fue una escultura atrevida para su época, pues no se hacían esculturas de jóvenes damas en traje de calle. ¡Cómo han cambiado los tiempos! – se dijo y lamentó al compararlo con los tiempos actuales”.

Al cabo de unos minutos de contemplarla, se levantó con un poco de dificultad, la saludó inclinando un poco la cabeza y se fue con paso lento.

 

–Mira, ya se va – dijo con dulzura la joven llamada Josepa.

–Como nosotros, querida sobrina. Es hora de irse.

 

Entonces, los dos fantasmas se miraron, sonrieron, dirigieron la mirada al cielo y volaron hacia el infinito.

El hombre se giró un momento, un poco extrañado, como si notara algo… para luego volver a mirar la bella escultura diciendo para sí:

“Es como un instante congelado en el tiempo. El gran encanto de oír cómo cae el agua al descender todavía la embellece más. Y este bonito jardín que recuerda prácticamente al de su inauguración, como si volvieras al pasado, silencioso, bien cuidado, con los árboles tan altos y frondosos que la acompañan hacen del lugar… único – concluyó”.

Y finalmente volvió a girarse y empezó a caminar, recordando la historia de la bella e importante escultura, hasta que desapareció lentamente del jardín.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.-LOS ADIOSES

9 de noviembre de 2019

Anoche tuve una pesadilla espantosa. Me encontraba en una sala no muy grande, silenciosa y bastante oscura, esperando a que empezara el tercer movimiento de la Sinfonía de los Adioses, de Haydn. Esta sala se encontraba en el museo de Patricksville, un pueblo montañés de Inglaterra en el bosque de Dean, donde veraneaba desde pequeño. El museo albergaba algunas veces actuaciones musicales. En esta original sinfonía, los músicos, casi al final de la obra, se van marchando hasta quedar solamente el director. Pero en esta sinfonía había muchos más “músicos” de lo habitual que no llevaban su instrumento. Permanecían sentados, en silencio, mirándome. Y vestían todos de negro, hombres y mujeres, no pudiéndose ver su rostro con claridad ya que tenían la cara difuminada.

Cuando la sala se iluminó y empezó a escucharse la obra, siendo yo el único espectador, los pude ver perfectamente. En ella había familiares, amigos y vecinos de Patricksville, todos ellos ya fallecidos hacía años y muy queridos por mí.

Escuchaba con mucha atención la melodía, viendo aquella escena tan extraña que daba pena y miedo a la vez, y esperaba ver lo que sucedería. A medida que la música iba acabando, y cada vez se oía con menos instrumentos, pude ver cómo también iban desapareciendo poco a poco, de forma seguida, y se iban difuminando por completo. Pero antes de hacerlo, se levantaban y me saludaban, inclinando un poco la cabeza, con elegancia.

Allí estaban todos, los más importantes para mí. Cuando había dos o más personas, veía cómo desaparecían a la vez.

1. –Adiós, señora y señor Farrington.

2. –Adiós, hermanas Mullins…

3. –Adiós a otros conocidos de Patricksville, algunos que vivían allí y otros que eran veraneantes, en total unos seis o siete…

4. –Adiós, matrimonios Rivers y Harris.

5.- –Adiós, tío Alistar…

6. –Adiós a otros vecinos del barrio que conocí cuando yo era pequeño.

7. –Adiós también a otros vecinos, ya mayores, de la escalera del edificio donde vivía con mis padres y hermanos en mi niñez…

Ahora que estoy a punto de cumplir sesenta años pienso mucho más en la muerte y en el ayer. Afortunadamente, todavía existe un mañana con mi pareja, Marion. También con mis hermanos, sobrinos, sobrinos-nietos, primos y amigos de edades parecidas a la mía. Menos mal y gracias a Dios que no estoy solo. Aunque soy consciente de que, a los sesenta años y digan lo que digan, empieza la vejez que actualmente puede durar muchísimos años.

La sinfonía estaba llegando a su fin y faltaban los últimos, ya sin música.

8. –Adiós, tía Terry…

9. –Adiós, querida abuela Anne Marie y abuelo James al que conocí siendo muy pequeño y que apenas recordaba…

Y entonces ya empecé a llorar en silencio.

Quedaba solamente el director, que finalmente se giró y me saludó. Era papá. Pero no podía ser ya que vivía y toda la gente que había desaparecido ya había fallecido, algunos de ellos hacía ya muchísimos años. ¿Estaba siendo aquello un sueño premonitorio?

Pues lo fue, ya que papá murió a finales de año. Quizás me prepararan para aquello, que fue terrible. Quedé en shock.

10.- Adiós, queridísimo papá…

Y todavía lloré más.

La muerte de papá, junto con la de la abuela Anne Marie, han sido las pérdidas más dolorosas de mi vida. No quiero pensar cuando falte mamá, por no decir a Marion, mi compañera, o mis hermanos, sobrinos… No, no quiero pensarlo porque no quiero sufrir y entristecerme. O lo peor de todo, desesperarme.

Por primera vez, la Muerte hizo presencia en mi Vida de forma trascendental y la visión de mi mundo, cambió. En 2019 vi la muerte más cercana, más próxima. Ya no tenía miedo a morir, aunque sí al sufrimiento. Una muerte rápida y no dolorosa, como la que tuvo papá. 

Y cuando yo muera, y espero que sea de aquí a muchos años, tengo la certeza y esperanza que me reuniré felizmente con ellos para siempre y empezaré una nueva vida, una nueva etapa, en la eternidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.-EL EXPERIMENTO                

 

–Sí, Vivian – contestó el señor Bowles.

– ¿Verdad? – dijo entonces su mujer que iba enjoyada y vestida de negro, tan elegante como su marido, el cual llevaba un traje gris oscuro.

El matrimonio de clase alta tenía casi setenta años y había nacido a principios de la década de los años diez del siglo pasado. Habían residido siempre en Londres.

Los dos se encontraban en una bella y sobria salita, un poco oscura, hablando delante del televisor, cada uno sentado en una cómoda butaca negra, y viendo un documental sobre Asia en un vídeo, continente que le gustaba mucho a la esposa. Poco después, la mujer tenía la intención de ir a un concierto de música clásica, afición que su marido no compartía, aunque siempre la acompañaba. Hacía calor veraniego de agosto.

 –El próximo año deberíamos ir al Japón – dijo, con la rapidez que la caracterizaba, la mujer de pelo negro, muy delgada como su marido y con un rostro pintado en exceso. – A ti te gustaría por la tecnología y a mí por la belleza de los jardines.

– Sí, Vivian – respondió el hombre con lentitud y con un tono de voz apagado.

– O a China. También es un gran país y dicen que ha cambiado mucho, a mejor. Pero no vayamos a la Gran Muralla ya que el acceso es muy incómodo –contestó entonces su mujer, con una curiosa voz bien modulada que oscilaba entre aguda y grave, un poco desequilibrada.

– No, Vivian.

– Y hay qué ver su escritura. Qué difícil es, como la japonesa.

 –Sí, Vivian.

 –Y tampoco podría comer con los palillos. Si vamos, debes prometerme que nos alojaremos en un hotel de cinco estrellas y sobre todo que comeríamos con cubiertos. Como aquí.

– Sí, Vivian.

 –Su arroz es buenísimo. Y para ellos es importantísimo y básico.

– Sí, Vivian.

– Y tampoco me obligues a ir en bicicleta. Ya sabes que no se me da bien, puedo caerme, hacerme daño y…

–No, Vivian.

–Gracias, John. Tu siempre tan considerado.

Pero esta vez su marido le respondió de una manera diferente.

–También podría venir Ruth.

Entonces, la faz de su mujer cambió por completo, se extrañó, esperó unos segundos y luego le respondió enfadadísima:

– ¡Cómo tienes la desfachatez de nombrarla, después del mal que nos hizo a los dos!, ¡y de qué coincidieras con ella en aquella maldita fiesta, estando yo enferma en casa! Quién lo iba a decir. Aquella víbora desgraciada a quien le encantaba conducir, como a mí. Ella te cambió. ¡Te cambió! Ya no fuiste el de siempre. Y sólo hará poco más de un año de todo esto.

El tono de su voz se hizo cada vez más fuerte, desprendiendo mucho odio:

– ¿Pero qué te hizo? ¿Por qué tuvisteis que enamoraros? ¡Si era más fea que yo y encima mayor! –Para volver inesperadamente a una aparente normalidad – Al final… tuve que mataros, no había otro remedio. Corté los cables del freno del coche. Os lo merecíais.

Y de pronto, la mujer estalló, gritando como una loca:

– ¡Te odio! ¡Os odio! Hicisteis mal. ¿Dejarme a mi edad? Ah, no. No lo permití. ¡No, no y no! – Y entonces, con mucha fuerza, dio unos golpes a su marido y a este se le cayó la pierna derecha y el brazo izquierdo, mientras su mujer negaba y pegaba cada vez más fuerte. Al final también se le cayó la cabeza. Y luego cogió el pequeño televisor y lo estrelló al suelo.

 –Ya es suficiente – dijo el eficiente comisario de unos sesenta años, delgado y muy alto, a los otros agentes que estaban con él, en una habitación contigua a la sala donde se activó la voz del hombre. – Caso resuelto. Por fin. Has tenido muy buena idea, Gilbert, en recrear esta escena que insistía tanto en que se hiciera tu mujer. Ha sido como un experimento. La idea del maniquí ha sido necesaria, y la señora Bowles pensaba que realmente era su marido, no se dio cuenta de nada. Y, sobre todo, suerte de los casetes que tenía con la voz grabada de él. Estaba tan enamorada que quiso conservar su voz. Buena labor los de montaje. La mujer grabó bastantes conversaciones y por suerte salía el nombre de Ruth, tu suegra. Qué curioso y triste ha sido todo, quién lo iba a decir. La pobre mujer solo vio al señor Bowles en tres ocasiones y no había nada entre ellos. La señora Bowles era enfermizamente celosa y al final se volvió loca. Y los mató. Lo siento mucho, Gilbert.

Todos miraron por última vez aquel escenario. La mujer, como ida, sentada hacia adelante e inmóvil en su butaca, moviendo las manos sin parar y con los ojos bien abiertos. El maniquí del hombre, destrozado, al igual que el televisor.

Y lo que parecía una bonita salita, ahora era un lugar de espanto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5.- LOS GORRIONES

 

Hoy, 2 de abril, en el funeral de mi primo y casi al final de la ceremonia, el organista ha empezado a tocar una bella melodía de despedida, que me ha recordado mucho a una que compuso mi hijo cuando tenía siete años en un concurso de música que ganó en la escuela. Me he emocionado, ya que Miguel, mi hijo menor de ocho años, de grandes ojos azules y pelo castaño, falleció hace más de cuarenta, en 1972, en Barcelona. Todavía recuerdo cómo comenzaba. Y la recordaré siempre hasta el fin de mis días.

A Miguel, un niño callado y muy sensible, le gustaba la música ya de bien pequeño y yo mismo le enseñé a partir de los seis años ya que tenía muy buenas aptitudes. Le gustaba el piano y, sobre todo, la guitarra.

Un fin de semana que nos fuimos en coche a la torre para descansar de la dura semana, parecía muy preocupado y le dije qué le sucedía. Me respondió que debía componer una breve canción para un concurso en la escuela, en la clase de música, pero que no le salía ninguna. Yo le animé y le dije que cuando menos se lo esperase se le ocurriría una. Mi hijo suspiró y se encogió de hombros. También mi mujer le animó al igual que sus hermanos mayores.

Y sucedió durante el viaje de vuelta. Y nos la cantó.

Le dije que la melodía, aunque breve, era muy bonita. Y él la cantaba con afinación y cierta tristeza, como un lamento. Eso es lo que más me impactó. También le dije que quién le había ayudado pues estaba demasiado bien para un niño de su edad. Y él enseguida me respondió con su bonita voz, con determinación, que le ayudaron “los gorriones”. No entendí nada. Mi mujer me lo explicó días después. “Se ha fijado en el cableado eléctrico, en los cinco cables que hay durante parte del camino, como si fuera un pentagrama. Y cuando te has detenido para poner gasolina, se ha fijado en la posición de los gorriones en los cables. Cada gorrión representaba la figura musical de una negra. Si estaban dos muy juntitos eran como dos corcheras y los espacios eran silencios. Luego lo ha memorizado y escrito todo en su pentagrama.”

“Qué curioso, original y bonito a la vez. Y qué inteligente que es Miguel” pensé muy contento. Nos hizo mucha gracia a mi mujer y a mí.  Y también a sus hermanos y demás familia cuando se supo.

Pero esta no sería la última vez que aparecieron los gorriones, sus pájaros preferidos.

Poco después de aquello, mi hijo enfermó gravemente y por desgracia no había ningún remedio para su cura. Para nosotros fue un shock tremendo. Lo único que nos consoló era que apenas sufrió, el pobrecillo.

Y cuando murió, estando todos a punto de perder la razón, con la tristeza y el desespero al límite, en el cementerio, al acabar unas bellas oraciones religiosas frente a su tumba, vimos a una bandada de gorriones que volaban y volaban, y que también cantaban hacia el cielo azul; libres y felices. Habían salido de unos cipreses que se inclinaban con majestuosidad al lado de su tumba, ya que el día era ventoso, aunque hiciera un sol radiante. Aquello nos emocionó mucho. Quizás el espíritu de nuestro hijo iba con ellos, al cielo. Pero nuestro hijo iba todavía más allá, se dirigía al Paraíso.

Y en aquel momento, dije con gozo y emoción: “Acógelo, Señor”. Y el resto de la familia y amigos respondió con un sentido y sereno “Amén”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                      6.- RITUALES EGIPCIOS

La poco agraciada y extraña joven llamada Raquel, callada, de mirada enigmática y voz suave, alta, un poco rolliza y pelirroja, de unos veinte y pocos años, abrió la puerta que daba a la oscura calle, en una silenciosa y calurosa noche de julio. Y pudo ver a un joven delgado, distinguido, de pelo rubio, con una mirada triste y ausente. Pasaría la noche en aquella casa de huéspedes que regentaban ella y sobre todo su tía, la señora Rogers. No llevaba equipaje. El joven tampoco quiso telefonear a nadie. Eran pasadas las once.

Después de una breve charla, los dos jóvenes se dirigieron a un pequeño despacho decorado con muchos objetos relacionados con los egipcios (con cuadros y sobre todo con muchas pequeñas estatuas) y en el que había dos bellos gatos; uno negro y el otro gris. Al joven, llamado Saúl, también le gustaban los felinos y este hecho le gustó mucho a Raquel. Incluso hicieron un brindis antes de acostarse, unos diez minutos después, con un excelente y fresquito vino de Oporto. Al día siguiente, el joven cogería el primer tren con destino a Exeter, donde vivía. Fue una suerte encontrar aquella casa de huéspedes que se hallaba a las afueras de Londres, pues había perdido el último tren. Y por extraño que pareciera, aquel día era el único huésped.

Por la noche, cuando Saúl dormía plácidamente en su habitación, Raquel entró silenciosamente y se preparó para practicar un extraño ritual. Aquel joven era la persona ideal, como los del año pasado. Lo cubrió con una gran, lujosa y bonita túnica de raros y significativos dibujos egipcios y empezó a hablar, como si recitara, en aquel idioma. Extrañas palabras y frases salieron de su boca. Al acabar de decirlas, unos cinco minutos después, toda la habitación se iluminó fuertemente durante unos segundos, como si fuera un flash fotográfico de color dorado. Y entonces, la joven salió lentamente de allí y esperó al día siguiente lo que ya sabía que iba a ocurrir.

Por la mañana, la señora Rogers, una bella mujer cuarentona fuerte y dinámica, de pelo color ceniza, que en realidad era la que regentaba aquella pequeña casa de huéspedes, estaba trabajando en la cocina cuando se le apareció otro gato de color amarillento que parecía un poco perdido.

 –Es el joven de ayer –suspiró la chica – Era tan guapo y parecía tan triste por su vida… que lo convertí.  Con disimulo tuve que echarle un narcótico en la bebida para que no se despertara. Así vivirá feliz conmigo para siempre en esta casa, junto con Osiris y Ra. Ellos también tenían vidas desgraciadas según me contaron. Así podré jugar con ellos y no me rechazarán como hacen los humanos.

–Recuerda que hoy debe hacerse tu ritual –dijo con seriedad su tía – El que te realizo cada dos años, para que tus poderes permanezcan con fuerza y también para que te suceda lo que ya sabes. Recuerda que los efectos empiezan siempre a partir de las doce de la noche hasta el amanecer, excepto cuando hay luna nueva, en que los efectos son inexistentes– dijo con su hablar pausado y apagado, igual que su sobrina.

–Sí, tía. Todo está preparado.

Aquella noche, hacia las once y media, fue la mujer la que hizo el otro ritual egipcio en la habitación de la joven. Un ritual muy parecido al que Raquel hizo a Saúl, salvo que en este la joven debía beber una extraña poción. Y cuando dieron las doce, fueron cuatro los gatos que aparecieron y jugaron por allí. Tres machos y una hembra, esta última un poco rolliza y pelirroja, a la que la señora Rogers llamaba cariñosamente Isis. Y los efectos duraban casi todas las noches, aunque a la mañana siguiente, ella volvía a la normalidad.

Las dos locas continuaron con su apacible y delictiva vida sin levantar sospechas de nadie durante mucho tiempo, hasta su detención doce años después, en 1959. Nadie entendió cómo y por qué había tantos gatos allí. Más de veinte. Menos mal que el patio, situado al lado del edificio de dos plantas donde vivían, era grande y muchas veces los gatos jugaban y vivían allí.

Lo que extrañó y sorprendió mucho a la policía, y luego a la opinión pública, era que todos los gatos eran machos, vivían en muy buenas condiciones y parecía que no les faltaba de nada. Vivían como reyes, quizás como faraones.

Y la única gata que encontraron fue la que tenía la mujer cuando la llevaron detenida a la comisaría; aunque poco después, la gata desapareció misteriosamente y nunca más se vio ni pudo encontrarse.

 

 

  7.-LA ALEJANDRITA

         ¡Quién no recuerda su primer disgusto! También yo tuve uno y muy grande. Fue en 1967 en Saint Laurent, pueblo costero al sur de Inglaterra cerca de Torquay donde veraneaba, en la playa, en una soleada mañana de agosto. Me encontraba con toda mi familia y los primos y tíos Gardiner. Yo contaba siete años.

         Mi madre Gwenda y mi tía Thelma eran hermanas y se parecían mucho: delgadas, guapas, con el pelo castaño claro y ojos almendrados de color azul, aunque mi madre era unos años menor. Los Gardiner sólo pasaban unos días en Saint Laurent y les encantaba también bañarse y tomar el sol; tenían que aprovechar al máximo sus pequeñas vacaciones en el pueblo.

         Fue precisamente cuando yo estaba con mi inseparable hermana Geraldine, de nueve años, (mis dos hermanos mayores estaban con mis dos primos Gardiner, casi de su misma edad) cuando se acercaron tres niños, de mi edad, aproximadamente, y empezamos a hablar. Parecían muy simpáticos y por lo que pude saber, los tres también eran veraneantes.

 –Hola  –me dijo el más parlanchín – ¿quieres jugar con nosotros a la petanca?

–Claro – respondí de inmediato muy contento – en casa siempre jugamos y es muy divertido.

         Entonces, me dirigí hacia mi madre muy feliz ante la expectativa.

–¿Puedo ir con ellos?

–Sí, Thomas – me dijo mientras se ponía crema protectora en los brazos –. Id a jugar cerca del bar, donde hay el pavimento asfaltado.

         Los cuatro nos dirigimos allí, donde se podía jugar con tranquilidad ya que era bastante grande. Nos lo pasamos muy bien, tan bien que por unos momentos pensé que algo pasaría. Como así fue. De repente, se presentaron los dos hermanos Necker, que eran veraneantes, y les dijeron aquellas terribles palabras para mí.

–¿Queréis jugar a fútbol con nosotros?

        

Qué considerados los hermanos Necker. Me fastidiaron sin importarles nada. Mis tres nuevos amigos aceptaron encantados, pues debían ser muy aficionados al fútbol. Ni se despidieron de mí y se fueron corriendo con ellos. Yo me senté en un banco durante unos momentos, sin reaccionar. Yo detestaba jugar al fútbol y a otros deportes. Y los hermanos Necker lo sabían.

         Aquella escena la vio la señora Carolina Cooper, antigua profesora de la escuela, ya jubilada, de unos sesenta y tantos años, delgada, más bien baja, con el pelo negro y que usaba gafas, desde una terraza muy cerca del bar. Y leyó en mí lo que yo pensaba en aquellos duros momentos y se le ocurrió una brillante idea. La señora Cooper era muy buena, inteligente y tenía clase.

         Después de tomar su aperitivo se dirigió a la playa donde se encontraba toda mi familia y habló con mi madre. Yo ya estaba con ellos. Les dijo que le haría mucha ilusión que fuéramos por la tarde a su casa, que estaba situada muy cerca de la nuestra, porque venía un tío de su marido, ya muy anciano, que nos hablaría de la recién fallecida cantante de ópera Melita Mellini, nonagenaria como él, y de su fascinante vida. Y como sabía que a mi madre y mi tía les encantaba la ópera y la música en general, accedieron en seguida. Lo que debió sorprender a mi madre es que la señora Cooper insistió en que fuéramos toda la familia, hijos incluidos. Y en concreto le comentó que esperaba mi presencia en particular y que luego debía hablar con ella (qué buena era la señora Cooper, enseguida quiso informar a mi madre de lo sucedido, pues yo no dije nada a nadie, me lo guardé para mí). Su insistencia tenía un bonito motivo pues conocería a su nieto Jonathan, de gustos parecidos a los míos.

         También les informó que el tío del señor Cooper había conocido a la gran cantante italiana a principios del siglo XX, cuando la Mellini era considerada la contralto más importante del mundo. Decían que la Mellini fue muy amiga de Carmen Melis, la profesora de la gran cantante Renata Tebaldi, que sí que nos era conocida, y en uno de sus viajes en la costa de Cornualles, Melita Mellini perdió un pequeño cofre que contenía 14 alejandritas, unas curiosas piedras preciosas que cambian de color, que cayó a un profundo río a veces navegable, un río que desembocaba en otro, situado cerca del pueblecito donde veraneábamos.

   

                                              *      *      *

 

         Por la tarde, hacia las cuatro, los siete (mis padres, mis hermanos, tía Thelma y yo) fuimos a la bonita y gran casa de dos pisos de la señora Cooper. En el gran salón donde destacaban unos sofás y butacas negras y unos grandes cuadros con paisajes marinos, había gente que no conocíamos, sobre todo gente mayor: unas conocidas de la señora Cooper, un matrimonio que debería rondar los ochenta años y una mujer de unos sesenta que era la hija del tío del señor Cooper, llamado Amyas, que era un hombre muy anciano; nonagenario. Era muy delgado, llevaba gafas y tenía el pelo y bigote muy blancos. Iba en silla de ruedas y parecía que estaba dormido, pero era todo lo contrario, estaba pensando, analizando y a punto de darnos una lección magistral de ópera; a su edad.

" – Estoy muy contento de estar aquí con todos ustedes – dijo el hombre bastante impresionado- y veo que ha venido gente de todas las edades, lo que me produce una inmensa satisfacción.

 –Cuenta el principio de la historia, papá – dijo su bella hija Melissa, delgada, con el pelo rubio y de unos sesenta y tantos años, como el matrimonio Cooper.

–Por supuesto. Pero antes quería informarles, a modo de introducción, que el mundo ha dado muchos artistas, algunos de primer orden, pero pocos genios. Lo fueron la Malibran, en el siglo XIX, la Callas en el XX y entre el XIX y el XX, Melita Mellini, por la belleza de su voz, por su interpretación y por su potencia vocal que hacía vibrar al público de una forma inusual. La gente parecía a veces trastornarse al escucharla y a nadie dejaba indiferente. Sí, el mundo ha dado pocos genios, ¡pero qué genios, Dios Mío! Y la Mellini lo fue y tuvo también una vida extraordinaria.

         El anciano calló por unos momentos y recordó a continuación con tristeza.

–Me emociona hablar de ella. Es triste decirlo, pero ahora casi nadie sabe quién es. Debo decirles nada más y nada menos que Melita Mellini llegó a ser la contralto, la voz más grave en las mujeres, más famosa del mundo y yo la conocí a principios de siglo. Sus orígenes fueron muy humildes ya que era hija única de un matrimonio pobre; barrendero él y mujer de la limpieza ella, pero aficionada a la ópera y con una bonita voz.  Precisamente, el último trabajo que tuvo doña Amelia, la madre de nuestra contralto, fue en la Fenice, famoso teatro que se encuentra en Venecia. Un día que Doña Amelia se encontraba indispuesta, fue su hija quien la reemplazó en el trabajo. Era un domingo por la mañana del mes de enero. La joven Melita era muy hermosa; alta y esbelta, con el pelo negro y  con un largo y delicado cuello. En sus comienzos a la Mellini se la conoció como “El cisne”.

         Y luego hizo otra pausa y miró a todo el mundo a modo de interrogación:

–¿Creéis en el destino, en la buena y mala suerte de los humanos, en lo misterioso e inexplicable, en las curiosas y extrañas coincidencias? Yo sí, por supuesto.   

         Un día se encontraba en la Fenice nada más y nada menos que la hermana de la Malibran, Pauline Viardot, famosa cantante y compositora, personaje muy relevante en el mundo musical europeo de finales del siglo XIX. Estaba con un acompañante en el despacho del director del teatro, cuando los tres pudieron escuchar una maravillosa voz. Era el año 1885.

–¡Qué hermosa voz! ¿Quién canta? – preguntó la Viardot un poco sobresaltada.

–No hay nadie en el teatro. Ya sabes que está cerrado. Solo estamos los tres y Guido, el portero – dijo el director del teatro muy serio y preocupado.

–Pues alguien canta a lo lejos y muy bien –continuó la Viardot muy intrigada.

–¿No será un fantasma? – preguntó entonces el otro hombre, bastante grueso y con gafas, un poco asustado –. Siempre se habla de estas cosas, en teatros, mansiones…

–Calla, Nicolai, –dijo enérgica pero cariñosamente a la vez – tú siempre tan supersticioso. No, esa voz no es la de ningún fantasma, es la de una joven de carne y hueso, ¿o no lo creéis así? Está cantando el papel de Rosina del Barbero de Sevilla, de la ópera de Rossini.

–Ahora la voz se está apagando – observó el director haciendo una mueca en su rostro y dirigiéndose a la puerta del despacho, abriéndola.

–¿Dónde debe estar? – preguntó el otro hombre.

–Yo creo que está cerca del escenario. ¿No la oís? ¡Vuelve a cantar con fuerza! – exclamó la Viardot.

         Y así fue, la voz volvió a oírse con claridad. La Viardot estaba muy impresionada y no se anduvo con rodeos.

–Sigamos la voz, como si fuera un camino, como si fuera un imán y cuando la descubramos… ¡Por favor, que no se vaya!, pues quiero hablar con esa joven; como sea. 

         Y así lo hicieron. La voz cada vez se oía con más claridad, hasta que llegaron al palco de honor y se sentaron allí en silencio. Todo estaba a oscuras, excepto el escenario poco iluminado donde cantaba la joven…y allí la pudieron ver por primera vez.

         Se trataba de una joven de unos dieciséis años que estaba nada más y nada menos que… fregando el suelo (el señor Cooper hizo una pausa y sonrió al recordarlo). Muchos años después me enteré que Melita Mellini se sabía todos los papeles de contralto o mezzo de las óperas cantadas en aquel teatro, pues vivía prácticamente allí, con su madre, que en el fondo siempre quiso que su hija fuera famosa y cantante, por este orden, al contrario que su hija, a quien solo le gustaba cantar. No fue a la escuela, hecho que siempre lamentó, y por ese motivo no sabía ni leer ni escribir. Mientras los niños iban a la escuela, la niña y luego la joven Mellini asistía a escondidas a los ensayos y luego a los estrenos y siguientes representaciones.  Memorizaba los papeles y luego los interpretaba en casa. Posteriormente, y gracias a Dios, tuvo una educación elemental en todos los aspectos. Luego aprendió francés, inglés y algo de alemán. Tuvo la gran suerte de tener a un extraordinario profesor para ello, así como posteriormente a un abogado-representante. Los dos, de primer orden. La ayudaron mucho en todos los sentidos, pero quien la introdujo en el mundo de la ópera fue la Viardot. Fue el abogado-representante quien cambió su nombre de Amelia Mellini, por el de Melita, que no deja de ser un diminutivo de su nombre; Amelia, Amelita… Melita. Ella siempre les estuvo muy agradecida y permanecieron con ella más de treinta años.

         La sorpresa de la Viardot fue todavía más grande al descubrir que aquella hermosa muchacha se parecía bastante a su hermana, la gran mezzosoprano María Malibran. El impacto fue enorme para ella pues su hermana había muerto muy joven y en todo su esplendor hacía casi cincuenta años. Los tres reunidos sabían que se trataba no de un diamante en bruto, sino de un diamante ya pulido que debía brillar para los demás.

         Cuando acabó de fregar el escenario, la joven continuó cantando, pero esta vez se puso de pie, gesticulando con los brazos y dando un aire trágico a lo que cantaba (una aria de la obra Orfeo, del compositor Gluck), todo sin música, “a capella”. En aquel momento, se vio lo que se apreció en la Malibran y ahora en Maria Callas; parecía una actriz que cantaba de forma extraordinaria: con fuerza, pasión, expresividad y con una presencia majestuosa en el escenario que dejaba hipnotizado al espectador. Para ella el texto era todavía más importante que la música, la música debía estar subordinada al texto. Era importante cantar muy bien, pero sobre todo saber lo que se estaba cantando. No solo una bella voz, como en la actualidad, que no es poco.

         Al acabar aquella aria, la Viardot se levantó y no pudo aguantar más; aplaudió rápidamente y con fuerza a la vez que gritaba: “¡Brava, brava, magnífica, magnífica! Los dos hombres también la imitaron y la aplaudieron acaloradamente. Y la joven Melita, que no sabía que la escuchaban, al oír aquellos aplausos, debió asustarse y salió corriendo del escenario. Y ya ves a los tres corriendo por el gran teatro detrás de ella para alcanzarla. Parecía una escena cómica. La Mellini era muy ágil y corría muy deprisa, pero tropezó con un cable y cayó al suelo cerca de la puerta de la conserjería. Si no se hubiera caído, quizá no la hubieran encontrado y no hubiesen hablado con ella… Y no hubiera existido la Mellini.

–Es sorprendente – dijo entonces una de las mujeres allí congregadas de unos setenta y tantos años – no sabía cómo fueron sus orígenes, ni que tú, Daniel, la hubieras conocido. ¿Y luego qué pasó?

–La Viardot contrató a un profesor de canto. Quería estar segura de las condiciones técnicas de la joven. Todos quedaron asombrados, aunque ya lo intuían, de su extraordinaria técnica. Así que la Viardot preparó su primer papel, que fue el de Rosina, de “El barbero de Sevilla”, de Rossini, el que habían oído por primera vez.

–Creo que no hay muchos papeles protagonistas de contralto, ¿verdad? –preguntó otra de las mujeres.

–Es verdad. Los papeles protagonistas son para las sopranos y hay menos para mezzos y aún menos para contraltos que a veces tienen un papel secundario. La Mellini podía cantar en las dos tesituras e interpretó obras de Bach, Handel, Gluck, Mozart, para ir finalmente a los románticos Rossini, Donizetti y Verdi. También cantó “Carmen” de Bizet” y últimamente, Mahler. La Mellini nunca cantó Wagner pues no le gustaba su estilo y no se sentía cómoda en aquellos papeles.

–Debió ser una mujer muy ambiciosa – observó mi tía Thelma, más extrovertida que mi madre.

–Pues no lo era. – contestó el señor Cooper ante el asombro de esta – Melita Mellini era una mujer seria, sensata que viendo sus enormes posibilidades quiso cantar por toda Europa y viajar…y ganar mucho dinero. A la Mellini le encantaba el dinero, pero no para gastarlo, que lo gastó, pues se compró una preciosa casa en Milán y otra en Londres, sino para poder ahorrar y así garantizar que nunca pasaría estrecheces. Para ella, en aquel momento, lo importante era cantar y viajar (sus padres la acompañaron en todos sus viajes que empezaron por toda Italia, luego Francia, toda Alemania, Inglaterra y finalmente Rusia). Allí, cuando el último zar Romanov fue proclamado, la Mellini era invitada cada año. Y también cada año, a partir de 1900, le daban una alejandrita como regalo y recuerdo, hasta 1914, cuando estalló la “Gran Guerra”. También viajó a los Estados Unidos y conoció a varios presidentes del país.

–¿Cuándo duró su carrera? –preguntó la señora Cooper.

–Empezó ya en 1885 y terminó en 1914. Se casó un poco mayor, después de disfrutar de una larga vida de recitales y viajes, y de conocer a reyes, zares y otros personajes importantes de la época, con un industrial inglés cuando contaba casi cuarenta años y tuvo dos hijas. Después de la 1ª Guerra Mundial se estableció en Londres donde daba clases en el conservatorio, hasta 1940, año en el que se retiró definitivamente. En los años veinte de este siglo, tuvo la gran suerte de grabar dos discos, uno de los cuales tengo aquí.

Y dirigiéndose a su bella hija le dijo:

–Hija mía, ponlo en el tocadiscos, así podremos escuchar como cantaba la gran Mellini.

         Eso es lo que hicieron durante unos minutos y todos quedaron impresionados con aquella voz y su gran expresividad y fuerza.

         Cuando acabaron de escucharla, su hija preguntó sonriéndole y tocándole cariñosamente la mejilla.

–¿Y tú, cómo la conociste, papá?

–Pues entré como secretario y estuve con ella más de cuarenta años. Una vez jubilado, los visitaba con bastante asiduidad, hasta que el año pasado, la Mellini, ya viuda, enfermó y no quiso recibir visitas. Sus hijas y nietos la cuidaron hasta el último momento. Y hablando de viajes... debo decirles que yo la acompañé en dos viajes a Rusia, durante el verano, y conocí a toda la familia imperial. Y para demostrarlo, tengo una fotografía que siempre llevo conmigo para confirmarlo.

         El señor Cooper se la sacó del interior de su chaqueta y la enseñó a todos los presentes. En ella, podían verse los últimos zares Romanov de Rusia, Nicolás y Alejandra, a sus hijos, a la Mellini con sus padres, a su representante, a otro hombre desconocido y a un joven bien apuesto a la derecha que se parecía mucho al señor Cooper.

–El hombre de la izquierda soy yo – afirmó complacido – y la fotografía es de 1909. A la hija mayor de los zares, Olga, le gustó mucho mi presencia y por ese motivo me dio una piedra preciosa llamada alejandrita, una curiosa piedra que a veces cambia de color, que siempre llevo en esta medalla.

–¡Oh! –exclamó toda la gente al oír aquellas palabras que nadie se esperaba. Y entonces el señor Cooper se quitó su medalla del cuello y todo el mundo pudo ver aquella piedra preciosa de color rojiza, poco conocida por los presentes.

–Olga era muy bella y simpática. No merecían tener un final como el que tuvieron… – añadió entristecido el señor Cooper – Siempre les recordaré.

     Se hizo el silencio por unos momentos y fue en ese preciso instante cuando apareció una mujer con su hijo. Era Jonathan, que cuando me vio me saludó con la mirada y me sonrió. Yo hice lo mismo e intuí en aquel momento que seríamos amigos para siempre.

–¿Y qué pasó con el cofre? –dijo su sobrino, marido de mi querida señora Cooper y que se parecía bastante a su tío.

–En uno de sus viajes por la costa de Cornualles, cuando iba en coche, la Mellini tuvo un pequeño accidente de coche, sin importancia, pero el cofre que tenía en sus manos salió disparado por la ventana y cayó al río. De las 14 alejandritas, se recuperaron 7. La gente, como loca, fue al río para encontrarlas. Fue en 1915. La Mellini iba con su marido a visitar a un joyero para hacerse un collar con aquellas piedras que la zarina en concretó le daba cada año, desde 1900. La Mellini tuvo una impresionante colección de joyas, pero aquellas alejandritas siempre fueron especiales para ella y mucho más cuando la familia imperial rusa fue asesinada en 1917.

– ¿Y se encontraron? – preguntó la señora Cooper, mientras cogía una pasta de té que se encontraba en una gran bandeja encima de la mesa.

 –Pues sí, Carolina. Por lo que sé, se encontraron tres en 1915 (un honrado hombre encontró una y se la dio a la Mellini quien siempre le estuvo muy agradecida por el gesto), y luego dos a principios de los años veinte y otras dos a principios de los treinta. Hay siete que nunca han sido encontradas, motivo por el cual en estos dos ríos siempre hay curiosos y “buscapiedras” como digo yo, hombres, mujeres y niños a la captura de las famosas piedras preciosas, con la esperanza de encontrarlas y hacerse ricos. Todo resulta muy misterioso. La última que se encontró fue en el río de la Suerte, aquí en Saint Laurent. Y el nuevo nombre del río fue debido a lo que pasó, pues anteriormente a este río se le conocía simplemente como el río de Saint Laurent....."

         El señor Cooper continuó hablando y hablando, parecía como una enciclopedia viviente, pero ya faltaba muy poco para acabar la historia. Cuando dieron las seis y media en el reloj de pared del bonito salón, la historia ya había concluido.

         Aquella velada fue tan extraordinaria que todavía la recuerdo con claridad. Evidentemente, a mis siete años no recordaba tantas cosas como las que he contado. Pero al pasar los años, mi madre y mi tía me lo explicaron infinidad de veces y al final he podido explicar muy detalladamente la extraordinaria historia de la cantante de ópera Melita Mellini y de conocer por fin a Jonathan, que se convirtió en uno de mis mejores amigos de toda la vida.

 

                                                                  

 

 

 

 

 

         

 

 

 

 

 

                                         8.- AMANDA

         Mi historia sucedió cuando yo contaba trece años, a finales de julio, en concreto el 30 de dicho mes y lo sé perfectamente porque el día anterior era el cumpleaños de mi buen amigo Jonathan Cooper y se celebró una gran fiesta en su casa ya que venían, por primera vez y última, creo recordar, unos familiares que vivían en Canadá, en total unos quince, aparte de los que ya venían cada año. Creo que éramos unas treinta personas en la celebración y pude comer de todo y en exceso, lo que me provocó que al día siguiente no me encontrara nada bien. Siempre me ha gustado mucho comer, pero aquel día con el gran aperitivo, los sabrosos bocadillos y el enorme pastel de nata y chocolate para finalizar la fiesta, pasó lo que pasó. Debo decir que aprendí bien aquella lección y nunca más volví a comer de aquella manera tan exagerada.

         Al día siguiente, mis padres, Geraldine y yo nos dirigimos al museo de la ciudad, ya que había una bonita exposición de esculturas inglesas de los siglos XIX y XX. Era domingo y había mucha gente. Aquel gran museo era la antigua mansión Wilkinson, que se encontraba al norte del pueblo, al final de una de las avenidas principales. Como todavía no me encontraba muy bien, después de visitar el museo, me dirigí hacia una zona que no había nadie, solamente una silla plegable, que ahora que lo pienso debería estar por equivocación, ya que aquel espacio con césped y flores era diminuto. Mis padres y hermana estaban hablando con unos conocidos y se encontraban en otra zona del museo, en el ala este. Yo estaba solo, un poco aislado, pero sentado cómodamente, relajado y parecía que ya me encontraba mejor. Hacía un día radiante; el sol y una agradable brisa acariciaban mi piel. Podía oír como los cipreses se movían con majestuosidad y el canto alegre de los pájaros que daban vueltas alrededor de ellos. Qué bien se estaba y qué silencio. Y allí, quizás medio adormecido, fue cuando vi a una niña que se me apareció de repente y que me sobresaltó un poco, ya que apareció como por arte de magia. Era muy hermosa, delgada, bastante alta, con el pelo largo muy rubio y un bonito vestido blanco que me pareció un poco anticuado. La hermosa niña, que debería tener una edad parecida a la mía, se acercó y sonrió. Me cayó bien enseguida pues irradiaba simpatía y bondad. Qué raro y bonito a la vez. Fue ella la que empezó a hablar mientras yo estaba sentado en la silla. Ella permanecía de pie, a mi derecha. Los rayos del sol la iluminaban.

–Hola – empezó a decirme con una bonita voz infantil muy acorde con su bello rostro – ¿Cómo te encuentras? Me llamo Amanda Wilkinson, ¿y tú?

–Yo, Thomas – le contesté educadamente y dando un bostezo –. Hoy no me encuentro muy bien, pero mejor que ayer. Ya se me pasará… Esto… – dije entonces cambiando de tema –. ¿Eres nueva en el pueblo? Nunca te he visto.

–Antes veraneaba aquí, pero ahora sólo vengo a veces – dijo sonriendo y con dulzura.

–Sí, –asentí yo – cómo los Harris. Hacía tiempo que veraneaban y, de repente, ya no vinieron más.

–Qué curioso, como nosotros.

– ¿Y dónde vivías?

–Aquí, en esta casa que ahora es museo.

Su respuesta al principio no me sorprendió debido a mi estado. Luego ya sí, como comprenderéis.

–Debe hacer mucho tiempo de eso – dije bostezando de nuevo.

 –Sí, hace muchísimos años. ¿Y has visto qué gran jardín? Mis hermanos Alice, Peter y yo jugábamos mucho en él. Sobre todo Alice, pobrecita. Y también otros veraneantes y niños del pueblo. Yo formaba parte de un grupo de dos niñas y dos niños. La niña se llamaba Cristina y era mi mejor amiga en el pueblo.

–Como yo con Jonathan, que es el mejor amigo que tengo aquí. Seguro que lo debes conocer: Jonathan Cooper.

–Pues no lo conozco. Pero sí que me suena el apellido Cooper.

–Eres muy simpática. ¿Has venido sola?

–Sí. Ahora siempre vengo sola al pueblo, en verano. Saint Laurent está precioso, pero ha crecido mucho, no lo hubiera reconocido en muchos aspectos. Hay muchas más calles y casas nuevas.

–Yo vivo cerca de la playa, en la plaza Normandía.

         Amanda no me contestó, pero me sonrió. Sus últimas palabras fueron las siguientes:

–Lo que has visto es verdad –afirmó sonriéndome – hasta siempre, Thomas.

         Entonces, la niña señaló con el dedo el ala este del museo y en aquel momento apareció mi familia. Cuando volví a girarme la niña ya no estaba, hecho que me sobresaltó y asustó muchísimo pues no podía haberse marchado por ningún otro sitio.

         Mis padres y hermana se acercaron con lentitud. Fue mi madre la que me habló cuando llegó a mi lado, tocándome cariñosamente mi cabeza.

–¿Te encuentras mejor, Thomas?

–Sí, mamá – mentí muy impresionado por todo lo sucedido.

– ¿Te encuentras bien, Thomas? – dijo ahora mi padre, que se llamaba Arnold, al verme así.

–¿No habéis visto a una niña que estaba aquí? – pregunté entonces muy extrañado y nervioso.

–No – negaron a la vez mis padres con naturalidad.

–¿De qué niña hablas? –preguntó ahora mi curiosa e inteligente hermana Geraldine.

–De una niña muy guapa que se encontraba a mi lado. Estábamos hablando y de repente desapareció. Era delgada, rubia y muy simpática. Se presentó diciendo que se llamaba Amanda Wilkinson.

         Mi madre dio un pequeño grito y se tapó la boca con su mano derecha, de forma instantánea.

–¡¿Has dicho…Wilkinson?!  –exclamó muy asustada.

 –Sí. Y tiene dos hermanos: Alice y Peter, lo recuerdo perfectamente. Me ha contado que veranearon aquí hace ya muchos años.

–No puede ser, es imposible – dijo mi madre muy nerviosa.

 –¿Qué sucede, Gwenda? – preguntó entonces mi padre preocupado.

 –En casa te lo recordaré. Y también a mi madre que ya sabe la historia. Pero vosotros dos, niños, no digáis nada a nadie, ¿de acuerdo? Prometédmelo.

         Así lo hicimos pues éramos dos niños muy obedientes, (no como ahora, en 2015). Aquello me extrañó y me asustó un poco. No entendía nada de lo que pasaba.

           Pero muy pronto, para gran sorpresa mía, lo entendí todo.

         Al cabo de tres días, el miércoles 2 de agosto, nos dirigimos al domicilio de dos hermanas amigas de mi abuela desde hacía muchos años: las gemelas McDermott, famosas en el pueblo y en Inglaterra porque eran como dos gotas de agua y se parecían en todo. Se parecían tanto que casi nadie las distinguía, pero sí mi abuela quién después me reveló la sutil diferencia. Las gemelas McDermott tenían el mismo rostro, el mismo peinado y pelo rubio plateado, los mismos ojos redondos de color gris, la misma baja estatura, el mismo estilo en su sobrio vestir, los mismos gestos con las manos, las mismas aficiones y la misma voz, grave, pausada y melancólica. Hasta tenían el mismo tic nervioso qué hacían con la boca de vez en cuando. Como se diría ahora, parecían dos clones. No eran bellas,  aunque tampoco feas. Las dos eran ya viudas y las dos tenían una hija. Para mí, las hermanas McDermott que eran sexagenarias también eran un misterio por resolver.

         Cuando llegué con mis queridísimas madre y abuela, llamada Ariadne (de setenta años, guapa como mi madre, delgada, morena y con el pelo blanco que la favorecía mucho), las gemelas McDermott que se llamaban Celia y Julie, se presentaron con educación y amables palabras. Nos hicieron pasar al confortable salón y todos nos sentamos alrededor de una gran mesa rectangular donde había un bonito y gran jarrón de cristal en el centro. 

          Las gemelas McDermott me estaban observando disimuladamente (mi abuela les había contado lo sucedido el lunes) y estaban viendo unos álbumes antiguos, pues en ellos había viejas fotografías de cuando eran jóvenes y también de niñas.

–Y esta es Jane – continuó hablando la señora Julie con cierta nostalgia – Todavía no usaba gafas. Pues debo decir que está mejor con ellas que sin ellas. El otro día me la encontré en la pastelería Hollander.

–Mirad estas fotografías –dijo entonces la señora Celia – Aquí éramos muy pequeñas. Qué tiempos aquellos. Y qué vestidos y sombreros. Cómo ha cambiado todo, madre mía.

–¿Te gustaría mirarlas también, Thomas? – preguntó la señora Julie con amabilidad.

–Sí, señora, gracias. Me gusta mirar fotos.

         Las hermanas McDermott me habían dejado expresamente el álbum de fotos de cuando eran niñas y allí, en una de ellas vi lo que me pareció imposible. Reconocí perfectamente a Amanda y me asusté. Y dije con una voz entrecortada:

–Qué raro... A esta niña la conocí el pasado domingo… en el museo. Se llama Amanda Wilkinson… y era muy guapa y simpática. Pero no puede ser. Es imposible… pero tiene que ser ella... son iguales.

         Nadie dijo nada durante unos tensos segundos. Y las dos se sobresaltaron muchísimo, como era de suponer.

Fue la abuela quién cortó aquel silencio tan incómodo.

– ¿Veis como mi nieto tenía razón? –dijo con seriedad y determinación –. Él nunca miente, ¿verdad Thomas?

–Sí, abuela. ¿Por qué tenía que mentir? –.Y callé para continuar con lentitud – Esta niña era muy guapa –y ahora sí que vi lo irreal que resultaba todo aquello y que iba en aumento –. Me dijo que tenía dos hermanos, Alice y Peter y que veraneaban aquí hace muchos años, pero que ya no. Y que formaba una pandilla con otros tres niños, creo recordar. Me habló de su mejor amiga, vecina del pueblo.

–¡No puede ser! –exclamó la señora Julie muy asustada y nerviosa.

–¡No puede ser! – repitió también su hermana con su mismo estado de ánimo.

–Tendremos que hablar con ella –dijo la señora Julie.

–¿Con ella? –pregunté yo.

 –Sí – afirmó entonces la señora Celia – tendremos que hablar con la amiga de Amanda. ¿Te acuerdas de su nombre, Thomas?

Asentí con la cabeza y respondí a continuación lentamente y con temor:

–Se llama… Cristina.

Al oír aquellas palabras, como si fuera una sentencia, las dos hermanas se sorprendieron aún más. Entonces, maquinalmente, se miraron, se levantaron, se disculparon  y se dirigieron con celeridad al despacho para telefonear. Aquello se estaba complicando por momentos.

–Si te encuentras mal, dímelo, Thomas – dijo con voz tenue mi preocupada madre que ya se veía envuelta en una historia sobrenatural.

–No tengas miedo, cariño. – continuó entonces mi abuela –. Haremos lo que dice mamá. Si no quieres continuar, nos vamos de aquí y nos olvidamos del asunto.

–No, ahora no –negué con ingenuidad– Quizás aquella niña quiera decirme algo… ¿o era un fantasma? Qué raro es todo esto.

         Más tarde oímos voces y vimos como entraba una mujer mayor y un hombre que acompañaba a un niño. Aquello no podía ser. Iba de sorpresa en sorpresa. Aquel adolescente era nada más y nada menos que mi amigo Jonathan y entonces ya me calmé por completo. Pero, ¿qué tenía que ver Jonathan con todo aquello?

         Fue curioso cuando hicieron aparición los tres en el salón pues este oscureció debido a la presencia de una gran nube tormentosa. El encuentro parecía todavía más misterioso. Una vez se hicieron las presentaciones conocí a la señora Cristina Archer, al señor Reginald Hall, tío de Jonathan, que era un carpintero alto, fuerte y con barba y bigotes castaños. Me alegré mucho de ver a mi amigo Jonathan, que enseguida mi dio un fuerte abrazo. Era un chico alto, delgado, muy simpático y a veces bastante irónico.

         Nos sentamos en la mesa en un orden del que todavía me acuerdo perfectamente: mi abuela, la señora Julie, la señora Celia, la señora Cristina Archer, el señor Hall, Jonathan, mi madre y yo. En total, ocho personas.

         Pude ver bien a la señora Archer. Era también sexagenaria, quizá un poco más joven que las hermanas McDermott y era mucho más guapa y elegante, con su gran moño plateado, sus ademanes distinguidos y su bonito vestido estampado de color rojo. Tenía la boca grande y el mentón un poco pronunciado. Y los labios muy pintados de un rojo fuerte.

–Así que tú eres el pequeño Thomas Mildford, el de la aparición – dijo con seriedad una vez nos sentamos todos.

      Yo asentí con la cabeza sin decir nada.

–Cuenta lo que te pasó, Thomas –dijo la señora Celia, quizá la más parlanchina de las dos hermanas.

     Lo conté otra vez, todavía muy impresionado por todo.

–Quizá si ahora explicaras tu historia, Cristina – dijo otra vez la señora Celia, esperanzada – se entendería todo mejor.

–Es verdad – dijo la mujer que finalmente me sonrió y que daba un poco de respeto.

     Y en medio del silencio, de la parcial oscuridad del salón, que hacía más mágico y misterioso el momento, la señora Archer empezó a explicar los hechos acaecidos hacía más de cincuenta años.

–Como sabéis, Saint Laurent es un pueblo precioso y cada vez más grande. Pero cuando yo era pequeña, cuando sucedió todo, solo existía la mitad del pueblo: la zona costera, la principal avenida, de las tres que hay ahora, y finalmente, la zona norte, llena de bellas torres y mansiones, en una de las cuales vivía yo y en otra muy cerca de la mía con un inmenso jardín, el actual museo, vivía la familia Wilkinson.

–¿Cómo os conocisteis? – preguntó la abuela.

 –Fue toda una casualidad, como suele pasar en muchas ocasiones. Los conocí una tarde que iba en bicicleta con mis padres. Yo era hija única y más bien tímida. Se me cayó el sombrero cuando pedaleaba –y mirándonos a Jonathan y a mí nos dijo: – Sí, en aquellos tiempos las niñas los usábamos, aunque parezca mentira… Amanda me avisó y lo cogí. Así de sencillo. Y luego hablamos un poco en la verja para acabar invitándome a que fuera a la mañana siguiente.

–Decían que el bello jardín, que parecía un bosque en la parte norte, también tenía un bonito surtidor en un pequeño estanque, en el cual había peces de colores – dijo la señora Julie.

–Sí, es cierto. La verdad es que todo era muy bonito, de ensueño, pero en el fondo también tenía su explicación y utilidad.

–¿Ah, sí? – exclamó entonces la abuela.

         La señora Archer la miró pensativa para luego proseguir con su relato, esta vez más lentamente y un poco más flojo.

–El matrimonio Wilkinson tenía tres hijos: la mayor, Amanda, era muy guapa y simpática. Tenía el pelo largo, de color rubio ceniza; era más bien alta para su edad y delgada. Pero, sobre todo, lo que la caracterizaba era una bondad extrema y un gran encanto personal que no he encontrado en nadie nunca más. Se convirtió, de repente, en mi mejor amiga; las dos teníamos la misma edad, siete años.

–¿Y la otra hermana? – pregunto el señor Hall que no conocía mucho el pueblo y que resultó ser el ahijado de la señora Archer que no conocía la historia.

         La mujer se calló otra vez y miraba un poco apurada a las dos hermanas McDermott.

–La otra hermana se llamaba Alice – empezó a explicar – y se parecía físicamente mucho a su hermana, pero a diferencia de ella era callada e introvertida. Estaba enferma, la pobre…

–Cuéntalo, Cristina, todo aquello ya pasó – intentó animarla la señora Julie.

         La señora Archer prosiguió con unas palabras que me asustaron muchísimo. Al igual que a Jonathan. Lo dijo lentamente y con cierta solemnidad.

–Alice estaba… loca.

Se hizo un silencio que duró varios segundos. Mi corazón palpitaba muy deprisa. Sin lugar a dudas la historia parecía muy dura. Pero todavía continuaba.

–¿Loca? – exclamé tragando saliva.

–Sí – afirmó con pesar – La pobre niña ya nació así. Qué gran disgusto se llevaron todos. Debéis saber que el gran jardín era como una segura y confortable prisión para la niña que siempre jugaba sola en la parte norte, la más bonita, y con sus hermanos en la parte sur. Dicen que jugaba con las estatuas de piedra, de motivos mitológicos, que había alrededor del gran surtidor. Que reía con ellas jugando al escondite. Sus padres no quisieron ingresarla en ningún manicomio, al menos por el momento. Para ellos Alice, en su tormento interior, si es que se daba cuenta de lo que le ocurría, debía ser lo más feliz posible. No era violenta, sin embargo, daba miedo cuando su locura hacía aparición cuando menos te lo esperabas.

–Y el pequeño Peter, querida, ¿qué se hizo de él? –preguntó la señora Julie.

–Qué niño tan gracioso. Sí, el pequeño Peter se parecía a su padre físicamente, nada a sus hermanas, que eran muy parecidas a su madre. Peter fue la salvación del matrimonio. El niño tenía dos años cuando los conocí y todavía vive en la actualidad. Alguna vez viene a Saint Laurent, aunque nunca en verano, y hablamos de los viejos tiempos. El pequeño Peter ya es abuelo –dijo para finalizar con un suspiro.

–Así que cuando los conocisteis tenían siete, seis y dos años, respectivamente – dijo la abuela con seriedad y pena.

–Sí – afirmó la señora Archer.

Otro silencio para recordar y coger fuerzas. La señora Archer continuó.

–Todos los veranos nos veíamos, durante el mes de agosto, y estuvimos así siete años seguidos, hasta 1919. Aquel verano Amanda, que gozaba de una salud de hierro, enfermó de un resfriado que se complicó al mes siguiente, falleciendo dos meses después de una neumonía. Aquello fue una tragedia enorme para los padres, que creo que nunca lo superaron, la familia, amistades y para nosotros, los más pequeños del grupo: yo y los hermanos Carter, (Bryan y Gerald), que éramos inseparables. Luego perdí el contacto con ellos, hasta hace muy poco.

–Qué gran tragedia – dijo la señora Celia que ya sabía la historia y la había vivido indirectamente, pues ella también fue al funeral de Amanda con su hermana y familia.

 –Todo aquello fue tan rápido y doloroso… Son hechos que nunca asimilas... Debes convivir con ellos, si es que puedes… El matrimonio –continuó entonces con más determinación – dejó la mansión al año siguiente. Aquella desgracia los unió más en lugar de separarlos. Luego, como ya sabéis, la ocupó la familia Stevenson con sus siete hijos hasta hace cinco años en que también se marcharon. El ayuntamiento la compró y la convirtió en museo. El pueblo había crecido enormemente y se necesitaba uno. Aunque la mansión se llamó “Los cipreses”, después de la tragedia, todo el mundo la conocía como “Villa Wilkinson”. El tiempo pasa para, afortunadamente, y las nuevas generaciones ayudan a ello.

 –Sí –  afirmó entonces mi madre – yo nunca la había conocido con otro nombre. Qué casa tan bonita. Era de estilo victoriana, todas las habitaciones tenían chimenea y un bonito suelo que parecía un mosaico.

–Amanda fue muy feliz en esa casa – continuó la señora Archer con tristeza – Cuánto la echo de menos… Aquello fue una tragedia... Pero no terminan aquí los hechos.

–¿No? – exclamó Jonathan.

–No, cariño. A finales de noviembre se hizo un funeral por Amanda en la que asistió toda la familia y mucha gente del pueblo. La gran iglesia estaba abarrotada. Todavía recuerdo lo que pasó durante la ceremonia. En un momento dado, Alice se levantó de su asiento, se dirigió al altar, se puso delante de todos…y de pronto empezó a reírse fuertemente y a decir palabras malsonantes y otras sin sentido delante de todo el mundo. Aquello fue también otra tragedia. Todos supieron entonces y con certeza que estaba loca, la pobre, y que por eso no salía nunca de Villa Wilkinson. Incluso la gente murmuraba que era una pena que la hermana mayor hubiera muerto y no la otra. Yo misma lo pensé algunas veces, lo encontraba tan injusto y triste. Y parecía una contradicción. Alice vivió finalmente en una importante institución mental y la familia (el matrimonio y su hijo Peter) decidió cambiar de domicilio, en Londres, y ya no vinieron más aquí, en Saint Laurent. Y aunque parezca mentira, pudieron rehacer la vida poco a poco. Suerte tuvieron de ver crecer al pequeño Peter que, cuando se hizo mayor, estudió derecho y se casó, tuvo cuatro hijos y ahora ya es abuelo de diez nietos. Sí, suerte tuvieron de Peter.

–Y Alice, ¿qué ha sido de ella? – preguntó el tío de Jonathan.

–La pobre falleció hace seis años sin recobrar la cordura. En sus últimos años decía que en realidad no era Alice, sino Amanda. Peter se hizo responsable de todo. Ha sido un buen hijo, un buen hermano, un gran marido y un buen padre. Un buen hombre, en resumidas cuentas. Me recuerda un poco a Amanda en algunos aspectos.

–Pero, todavía hay más, ¿verdad? Falta lo de la aparición de Amanda, motivo de tu visita, si es que apareció –dijo, dubitativa, la abuela.

–El misterio – empezó a decir la señora Archer ahora muy lentamente y más flojito – radica en que se rumorea que Amanda se ha aparecido en el museo durante años, pero solamente a niños; niños de su edad que están solos en el jardín.

–¡Ostras! –exclamé muy impresionado.

–Quizás tenga nostalgia de su casa –observó la señora Julie– Muchas apariciones tienen lugar en las casas, como si los espíritus no quisieran abandonarlas. Como si no quisieran partir al más allá.

–Y la niña que vi, ¿era realmente Amanda? – pregunté un poco dudoso –. A veces pienso que lo soñé. No me encontraba muy bien aquel día y quizá me dormí.

–Quizá sí… quizá no. No eres el único que afirma haberla visto, Thomas. ¡Ojalá hubiera sido yo! Ya ha habido otros niños desde 1919, uno por década, que dicen haberla visto en el jardín. Yo creo que era ella, aunque mucha gente no cree en nada de esto, y dicen que solo son imaginaciones de mal gusto, mentiras y otras cosas peores. Todo esto está muy mal visto por la gente. Pero ha habido niños que afirman haberla visto en 1920, en 1927, en 1932 creo recordar, luego en 1944, en 1952, en 1965 y ahora en 1973. Yo hablé con cuatro de ellos. Me obsesioné con el tema, como os podéis imaginar. Y hablaban de la aparición de una niña con las mismas características que ha dicho Thomas.

–Para mí, es muy difícil creer en todo esto – dijo mi madre –. Yo no creo en este tipo de apariciones, pero mi hijo ha hablado de forma muy segura y nunca ha mentido.

–Yo creo que sí la ha visto. Pero mejor no hablar de esto con nadie. Todo queda aquí, entre nosotros. Debemos prometerlo.

         Y así lo hicimos.

–El misterio de la mansión Wilkinson… – pensé en silencio – Ahora que la señora Archer nos había contado la extraordinaria historia no tenía tanto miedo de lo sucedido. No hablé de esto nunca más con mi abuela (pero sí alguna vez con mi madre y Jonathan). La verdad es que me siento privilegiado por haberlo vivido, aunque fuera muy extraño todo lo que pasó. Pobre Amanda (incluso el bonito nombre me producía tristeza; amada, la niña amada). Más tarde me enteré de que en el cementerio donde la enterraron, en su tumba y en una esquina de la gran lápida con un bello epitafio, había una bella escultura de un ángel con una niña, una réplica que estuvo expuesta en el museo cuando sucedió todo. ¿Había sido una casualidad? ¿Lo soñé realmente? Juzguen ustedes mismos.

 

 

 

 

 9.-EL TESORO DE VILLA AZUL     

          Quizá os sorprenda, pero ahora me toca a mí. ¿Que quién soy? Soy Jonathan, el amigo de Thomas, de Saint Laurent, el que está escribiendo una serie de recuerdos del bonito pueblo costero donde veraneábamos. La verdad es que me gustó mucho su idea y le dije muy contento que yo también quería participar en ello contando una historia que sucedió en el pueblo, durante los meses de septiembre y octubre de 1979.

           Es verdad que en Saint Laurent han ocurrido sucesos extraordinarios y muy intensos (recordad las historias de “La alejandrita” y “Amanda”, de la que os hablaré brevemente al final de todo). Mi relato sería el tercero: una historia sobre un posible tesoro que podía encontrarse a las afueras de Saint Laurent, en la costa oeste, donde ya empezaban a divisarse los acantilados. De hecho, la historia que os voy a narrar, gracias a la colaboración de mi mujer y de mi hermana, le sucedió precisamente a esta última, cuando ya había terminado el verano y volvíamos a nuestra vida diaria.

         Como ya os he dicho, esta historia gira alrededor de mi bella hermana mayor Marian que me lleva cuatro años. También tengo otro hermano, George, seis años menor que yo, motivo por el cual en alguna ocasión y sobre todo durante las vacaciones, me sentía bastante solo por no jugar con ellos debido a la diferencia de edad. Tuve suerte de encontrar a mi fiel amigo Thomas, que era veraneante y vivía en Londres, cuando los dos contábamos siete años y también de encontrar un poco antes a Joanna, que era una vecina del pueblo y cuya hermana era amiga de la mía. Yo y mi familia nacimos y vivimos en Saint Laurent.

         A modo de breve presentación, debo informaros que, físicamente, soy alto, delgado, moreno y bien parecido, (es la verdad, aunque resulte un poco presuntuoso decirlo) y un poco echado para adelante, pues no me asusta casi nada. Curiosamente, no me gustaban mucho los deportes, a excepción del tenis y del remo.  Pero lo que más me complacía era observar: a la gente, a los animales, a las cosas en general. Quizás por eso estudié astronomía muchos años después y también por una experiencia única que tuve en Saint Laurent, con Thomas y Joanna. Todavía tengo la fascinación de mirar la bóveda celeste durante la noche y descubrir sus misterios.    

Mi hermana Marian, de veintidós años, que es la protagonista de nuestra historia (en realidad se llama Mary Ann pero siempre la llamamos Marian, como ella quiere) es de mediana estatura, muy atractiva, de pelo largo rizado de color rubio rojizo y tez blanca. Pero lo más destacable de ella es su carácter inconformista e impulsivo, directo, natural y sincero. Cuando era niño, me encantaba cuando me contaba historias de piratas (yo me la imaginaba como una auténtica pirata). Marian era un poco mi ídolo y la admiraba mucho sin que se diera cuenta; explicaba cuentos e historias, ayudaba a la gente de forma altruista, formaba parte de asociaciones. En resumen, una mujer muy activa que no se callaba cuando veía una injusticia, un poco salvaje y aventurera.                                                                                                                  

Por eso no nos sorprendió que quisiera estudiar enfermería porque estaba muy convencida de ello, ya desde pequeñita.  Quizás influyó que mi abuela, que vivía con nosotros, estuviera tantos años enferma y tuviera que recibir tantos cuidados. Acabó la carrera con notas brillantes y estaba a punto de entrar en un hospital a finales de octubre de aquel mismo año.

Nuestra historia empezó una mañana soleada de finales de septiembre. Los veraneantes del pueblo ya se habían marchado a sus viviendas habituales. En Villa Azul, sucedió lo mismo, pues sus veraneantes de los meses de julio y agosto se habían ido hacía dos días, los Lawrence. Llegaron entonces nuevos inquilinos, muy distintos a los anteriores, amigos de uno de los médicos del pueblo, el doctor Douglas, que vivirían allí dos o tres meses por un buen motivo. A continuación os presentaré a nuestros protagonistas:

1. –El matrimonio Norton, formado por Kenneth y Diane, que rondarían los setenta años, eran altos, bastante gruesos, con el pelo ya muy blanco al igual que su piel. La distracción principal de los señores Norton era la lectura y hacer punto, respectivamente. Los dos eran guapos y simpáticos y casi siempre estaban sentados en la terraza o en el salón, en unos sillones grandes y cómodos de color granate.

2. –La señora Estelle Jacobs, que vivía con ellos, era una mujer un poco mayor que los Norton, de mediana estatura, delgada y muy morena, con el largo pelo blanco ceniza recogido en forma de un moño que parecía un poco desaliñado. Siempre iba vestida de blanco. Le encantaba pasear por la playa, especialmente por la mañana, y por la tarde navegar con un robusto y alto hombre llamado Cristopher, que trabajaba en una pescadería, y que era el hermano de la mujer que cuidaba de la casa, llamada Eillen.

3. –Eillen Peters, mujer de unos cincuenta años y vecina del pueblo, regentaba la casa para que todo funcionara a la perfección. Alta y delgada, con el pelo corto de color negro, enérgica y decidida, muy seria con sus gafas de montura doradas, pero amable y servicial. La ayudaba una joven y eficaz cocinera llamada Hazel y una empleada del hogar que venía cada día. Por la tarde, cuando hacía buen tiempo y podía, casi siempre venía su hermano, el ya citado Christopher que se hizo muy amigo de Steven.

4. –El señor Steven Norton, de casi cuarenta años, y que era abogado, es el segundo protagonista de esta historia.

Qué curiosa es la vida y el destino, luego os lo explicaré. Debo deciros que sé apreciar la belleza física y puedo afirmar que el señor Steven Norton era un hombre muy guapo. Su pelo era de color rubio oscuro, liso y bastante largo, a veces recogido en una cola o suelto, un poco atrevido para su edad. Su barba y bigote eran del mismo color y un poco espesas; la verdad es que parecía un poco hippie (de hecho lo fue en su juventud). Su cara era alargada y delgada y parecía tener menos años de los que aparentaba. Sus ojos eran de color azul cielo fuerte y su mirada muy penetrante y magnética. Su nariz era recta y bella, de un perfil clásico. Y su boca era grande, de labios finos, con unos dientes blancos y perfectos. Su piel, muy morena. El señor Norton hijo, que a partir de ahora lo llamaremos Steven para diferenciarlo de su padre, era muy alto, delgado pero fuerte, de constitución atlética. Sicológicamente era un hombre de pocas palabras, más bien introvertido aunque decidido y serio. Qué feliz sería, pensaba ingenuamente yo. Seguro que estaría felizmente casado y con hijos, que la vida le sonreía. Pero me equivocaba.                          

         Villa Azul, llamada así por tener originalmente las paredes exteriores e interiores de este color (luego las paredes interiores fueron pintadas felizmente de blanco) era realmente en aquellos momentos nada más y nada menos que una casa de reposo pues casi todos sus inquilinos estaban enfermos: el señor Kenneth Norton había sufrido un infarto, la señora Jacobs tenía momentos de demencia y Steven Norton tenía una profunda depresión por la muerte reciente de su novia.

         Y en aquellos momentos tan duros y tristes apareció mi hermana, como un soplo de aire fresco y brillante como el sol, y todo cambió.

                                      *     *      *

Como ya he dicho al principio, Marian se dirigió a Villa Azul por un camino ascendente rodeado de pinos y al final del camino, a la izquierda, pudo divisar esta bonita torre de dos pisos construida en los años diez del siglo pasado. Tenía un bello jardín con muchas flores que rodeaba la casa y un acceso a una pequeña playa, una cala, donde siempre había poca gente.

         Cuando llegó a la puerta principal, vestida con unos vaqueros azules y una camisa blanca, sabía que estaba preparada para un trabajo bastante duro. A las diez de la mañana, todos los días, el médico, el señor Douglas, ya se encontraba allí y debía hablarle del parte médico y de lo que debería hacer durante todo el día (menos los domingos y algún festivo en que iba otra enfermera) y ella tenía que estar allí puntualmente y preparada para todo.

         Apretó el timbre dos veces y esperó. Para ella empezaba un nuevo día pero también, sin saberlo, comenzaba una nueva vida. La puerta se abrió al cabo de unos momentos.

–Buenos días – dijo una mujer que resultó ser la señora Eillen Peters –pase, por favor, la estamos esperando todos en la terraza.

–Muchas gracias. Oh –exclamó de pronto – qué casa tan bonita y alegre – dijo al ver el mobiliario de madera clara y la luz que inundaba toda la estancia.

–Sí – le contestó mientras se dirigían a la terraza –. Villa Azul se construyó en 1912, al igual que las otras dos torres que están cerca de aquí. Se llama así porque se edificó en la parte más alta de la costa y muy cerca de la playa. Podía y puede verse el mar y el cielo casi fusionándose, un bonito espectáculo, de ahí su nombre… Ya hemos llegado –dijo con cierta solemnidad.

         Y fue entonces cuando  pudo ver a todos los presentes que estaban sentados tomando un aperitivo. La terraza era grande y de forma rectangular. El suelo parecía un mosaico de baldosas blancas y azules.

–Buenos días – dijo segura y con una  gran sonrisa en su bello rostro.

–Buenos días, Marian – contestó el anciano y delgado doctor Douglas – Espero que estés preparada para tu nuevo trabajo. Habrá mucha faena.

–No asustes a la chica, Allan – dijo entonces el señor Norton con una voz grave – es cierto que no estoy muy bien, pero con el descanso, la medicación, los paseos por la playa y la buena compañía me pondré como un roble, como antes. Mucho gusto, señorita, es usted muy guapa y muy joven. ¿Cuántos años tiene?

–¡Kenneth! – exclamó su mujer un poco sorprendida con una voz bastante atiplada– no hables así a la chica, a la enfermera, quiero decir. Qué nombre más bonito tienes, Marian. Me gusta mucho.

–Gracias, señora Norton.

–Mucho gusto en conocerla – continuó la señora Norton estrechando la mano a la joven –. A partir de ahora formaremos una gran familia pues nos veremos cada día, hasta finales de noviembre o principios de diciembre, que es cuando nos iremos. Ya veremos. La verdad es que Kenneth se encuentra bastante recuperado de su infarto, que fue bastante grave.

–No me gusta hablar de enfermedades, Diane, ya lo sabes – dijo un poco resignado y triste –. Sin embargo la que empieza a preocuparme más es Stelle. En cosa de dos semanas ha hecho un bajón. Espero que la playa y el mar la reanimen, pues siempre le han gustado mucho. A veces está como ausente, aunque de forma inesperada hable con una claridad admirable.

–Es verdad – contestó su mujer– es realmente sorprendente.

– ¿Vive alguien más aquí? –preguntó Marian un poco curiosa mientras se fijaba en todos los presentes.

–También está mi hijo Steven – respondió el señor Norton –. Ya sabe su tragedia. La verdad es que conocíamos poco a la chica ya que vivían en Glasgow. Qué triste e injusta es a veces la vida. El pobre no está nada bien. Es el que más me preocupa de todos.

–Le enseñaré la casa, querida – dijo entonces la señora Peters como si quisiera cortar aquella triste conversación –. Es una casa muy confortable, aunque tenga algún secreto.

– ¿Ah, sí? – respondió sorprendida.

–Debe saber – dijo el señor Norton para más sorpresas –que vine a vivir aquí, en Villa Azul, cuando me casé, pero por poco tiempo. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial nos fuimos de Saint Laurent y cuando acabó volvimos, pero la casa ya estaba ocupada por los actuales inquilinos, los señores Stevenson. Nosotros estábamos instalados en el hotel Wortley. Fue una pena que nunca compráramos esta casa.

–Y de octubre a junio. ¿No hay nadie?

–A veces venía el matrimonio con su hijo, pero ahora no –concretó ahora el doctor que los conocía bien –. El matrimonio Stevenson casi es nonagenario y me han comentado que será el último verano que pasarán aquí pues prefieren la comodidad del hotel, como su hijo y nietos. Debido a esto hemos hecho algunos cambios. Villa Azul se pondrá a la venta el próximo año.

–No lo sabía, Allan – dijo el señor Norton muy contento por aquella noticia –. A lo mejor la compro yo. Es muy bonita y me trae grandes y bellos recuerdos

–Sí que lo así es, la verdad. Y las vistas al mar son únicas – añadió su mujer.

– ¿Vamos a ver la casa? – volvió a decir la señora Peters, que empezaba a mirar el reloj con cierta impaciencia debido a su puntualidad en todo.

–Como quiera. Ahora vuelvo, doctor, solo será un momento – y dirigiéndose al matrimonio Norton, añadió – Señores, ha sido un placer conocerles, vuelvo enseguida.

–Es una chica encantadora – dijo la señora Norton mientras se alejaban.

–Sí .Y muy guapa, alegre y decidida. Creo que nos irá bien a todos – concluyó sonriendo el optimista señor Norton.

           Mientras tanto, las dos mujeres, con paso decidido, se dirigieron al primer piso de la torre. La señora Peters parecía contenta.

–Esta es la habitación de la señora Jacobs, la de la izquierda –dijo cuándo subieron el último peldaño de la escalera –  y esta otra, la contigua, es la del señor Norton hijo. Las dos son grandes y luminosas y con muy buenas vistas al mar. Mi habitación está al fondo del pasillo. Todavía queda otra, que es la que podrá utilizar usted, también bastante grande y con tres camas individuales, aunque deberá compartirla con Hazel, nuestra cocinera. Las dos habitaciones tienen bonitas vistas al jardín. También hay dos baños y el tercero está al lado de la cocina, en la planta baja.

           Estuvieron un poco viendo las habitaciones, bastante grandes, aseadas y con una sobria decoración. No había un segundo piso. Y entonces continuó a modo de recordatorio y hablando más flojito:

– Quizás algún domingo deberá quedarse a dormir, ya le informó el doctor, supongo. Por si tuvieran alguna crisis y Jennifer, la enfermera que viene los domingos y festivos, no pudiera ella sola.

–Sí, lo sé. No me importará en absoluto y lo haré encantada.

–Bien, me alegro, me alegro –añadió mientras bajaban –. Los señores Norton están en una habitación que antiguamente era un gran despacho, en la planta baja, la que tiene las vistas al mar más bonitas, al lado de la terraza. Es muy grande y espaciosa. Los Stevenson lo arreglaron en su tiempo.

–La verdad es que creo que me gustará mucho estar aquí, son todos muy agradables y la casa y vistas muy hermosas.

         A la señora Peters le gustó aquella observación y le sonrió.

         Pero antes de que fueran otra vez a la terraza a reunirse con el doctor y el matrimonio Norton, llamaron al timbre con determinación.

–Tres timbres y el último un poco largo, seguro que debe ser Steven. Ven conmigo Marian, así lo conocerás. Luego, te enseñaré el jardín y la pequeña cala que está a los pies de Villa Azul.

–Por supuesto, claro – dijo con naturalidad.

         Entonces, cuando la señora Peters abrió la puerta, pasó lo que pasó. Steven entró disculpándose de que se había dejado las llaves de casa. Había ido a comprar al pueblo ya que traía una bolsa de un supermercado cercano.

         Y vio a Marian y Marian lo vio a él. Y se miraron unos segundos cara a cara sin que nadie dijera nada. Hubo una atracción al instante y por primera vez, en meses, Steven Norton sonrió.

         También, en aquel momento, apareció una anciana mujer en la puerta que los vio y también sonrió, exclamando con voz débil, como si recitara, y extendiendo los brazos como si diera gracias a Dios o implorase:

–El amor… el amor. No hay nada más maravilloso que el amor, el mejor bálsamo para la tristeza. Yo os bendigo a los dos.

         Y hubo otro extraño silencio que duró algunos segundos más.

                                          

          *     *     *

        

 

      Después de pronunciar aquellas palabras, la mujer entró finalmente en la casa con paso bastante rápido y en silencio, dirigiéndose directamente a la terraza. No se presentó. Fue la señora Peters quien lo hizo:

–Es la señora Jacobs.  Vino hace tres días. Sabe muchas cosas de este bonito pueblo de Saint Laurent, que conoce desde hace mucho tiempo – afirmó complacida – y este joven es…  Steven Norton.

–Mucho gusto, señorita –dijo el joven con una voz grave y triste – ¿Es usted la nueva enfermera? Me alegro mucho. Yo también viviré aquí unas semanas.

–El gusto es mío – dijo decidida, aunque muy impresionada por su presencia – Me llamo Marian y espero que seamos amigos.

–Claro que lo seremos.

–El amor… – dijo finalmente como punto final la señora Jacobs que apareció otra vez mientras subía las escaleras y que se había parado un momento para ver la bella imagen.                                                                                                                                                                            

         Steven y Marian conectaron enseguida y el joven se alegró mucho de su presencia. Mi hermana se enamoró de él al momento pues así me lo contó meses después. Steven Norton también se sintió muy atraído por ella. La vida tiene sus misterios y sus momentos mágicos.

         Pero Marian, poco a poco, también fue descubriendo algunos secretos impensables de la familia Norton.

 

                                     *   *   *

Los días iban pasando con normalidad y cada vez más todos los miembros de la casa se conocían mejor y se sentían más unidos. Ya habían pasado tres semanas desde que Marian se uniera a ellos. El señor Norton y su hijo mejoraron notablemente su salud, no así la señora Jacobs. Por ese motivo, una bonita tarde, en la que mi hermana estaba muy cansada pues había dormido mal aquella noche, el doctor Douglas tuvo la gentileza de proponer un paseo en barca por la costa. Creía que sería una buena idea que beneficiaría la salud de la señora Jacobs y distraería un poco a mi hermana, ya que aquel día la vio un poco agotada. La verdad es que hubo un pequeño acuerdo a favor de Marian pues todos estaban muy contentos con ella. De hecho, no era una barca, sino que parecía una réplica más pequeña de un barco pirata del siglo XVII.

       Y llegó la hora. Hacia las siete de la tarde, los dos jóvenes se encontraron delante de Villa Azul y se saludaron cortésmente estrechándose la mano. Posteriormente, se dirigieron hacia las escaleras que conducían a la pequeña cala. Los dos iban vestidos de blanco y llevaban el pelo suelto. Hacían muy buena pareja a pesar de que se llevasen diecisiete años.

–Buenos días, Marian – ¿Cómo te encuentras esta mañana? La señora Peters me dijo que no muy bien.

–Es verdad, hoy no he dormido bien y me duele un poco la cabeza. El tiempo está empezando a cambiar y hace más viento. Se nota que ya estamos en otoño –afirmó haciendo un suspiro para luego continuar como si fuera una severa maestra –. Aunque tengo una salud de hierro, señor Steven Norton, mi punto débil son las jaquecas que aparecen muchas veces cuando hace frío. A veces creo que mi cabeza es como un gran termómetro.

         Al oír aquellas palabras, Steven miró a la joven con simpatía y esta vez no solo sonrió, sino que rió. Admiraba su sentido del humor del que él carecía.

–Me gusta que te hayas reído, Steven. ¿Sabes? Tienes una bonita risa. De hecho tú… –dijo un poco nerviosa  –tú… eres muy simpático… y guapo.– terminó por fin y como aliviada –. Vaya, ya te lo he dicho de un tirón.

–Marian, me encuentro muy bien a tu lado –dijo mirándola con seriedad y ternura.

–Ah, ¿Y eso es malo?

Steven volvió a reír. Y se pararon un momento.

–Claro que no – Y por primera vez le tocó suavemente la mejilla y ella cerró los ojos.

         Se encontraban ya al final de la escalera, en la cala, y se sentaron en un banco de madera que había allí mismo. Detrás del banco había unos árboles muy altos y frondosos, la mayoría pinos y encinas.

–Tu padre me ha dicho que hoy haremos una pequeña excursión bordeando la costa junto a la señora Jacobs y Christopher, el hermano de la señora Peters que le encanta navegar y que es el propietario del barco.

–Así es. Es una magnífica idea. A mí me encanta el mar, bañarme, broncearme, también hago submarinismo y …

           Y entonces se calló, pero en realidad quería hablarle de un tema más íntimo. Y no sabía cómo. Hizo un gran esfuerzo, parecía que no le salían las palabras, aunque quisiera decirlas:

–Marian…Marian… –empezó a decir con lentitud –  ¿No te enfadarás si te cuento una cosa muy personal? Me da la sensación de que nos conocemos desde siempre. Tengo confianza en ti y quisiera explicártelo.

–Como quieras, Steven, te escucho – le contestó poniendo un gesto serio.

–Verás, Marian –empezó a hablar lentamente y con cierta ansiedad – para empezar debo decirte… debo explicarte… que yo… yo…

         El pobre hombre parecía que no iba a acabar la frase y por un momento Marian pensó que se derrumbaría, pero la acabó.

–… estuve casado… y tengo un hijo ya adolescente.

         Marian queda paralizada de aquella confesión y sólo pudo exclamar con extrañeza:

– ¿Cómo dices?

–No te asustes, por favor –continuó el joven con lentitud –. Me casé muy joven y realmente no conocía bien a mi mujer. Poco después tuvimos a mi hijo Brian que vive con su madre y que ya tiene quince años. La relación es buena, afortunadamente. El matrimonio no funcionó, aunque duró casi siete años. Luego nos divorciamos. Posteriormente, conocí a Daphne y… ya sabes.

–Sí, lo sé. Lo siento mucho Steven, mucho –. Y entones ella le cogió suavemente las manos y el joven continuó su confesión.

–Salimos durante casi dos años y luego sucedió el accidente. Me enamoré, los dos nos enamoramos. Ya no éramos tan jóvenes y sabíamos lo que queríamos. Después de su muerte, fui a vivir a casa de mis padres y trabajé, trabajé mucho para olvidarla. Estuve así unos seis meses, pero luego sufrí la depresión que todavía padezco, aunque estoy mejor. Es verdad que tengo a mis padres, a mi hijo. Mi ex mujer también ha sido muy amable conmigo y me ha ayudado en lo que ha podido. Sin embargo, estoy como anclado, no logro salir adelante. No sé si podré superarlo. También sucede lo de mis padres.

– ¿Les ocurre algo? – preguntó preocupada.

–Mi padre… es mi padre – dijo de forma extraña y como pensativo.

–Steven, esto ya lo sé –le sonrió mi hermana de forma cariñosa.

–No, Marian, es mucho más serio de lo que crees. El primer matrimonio de mi padre no fue con Diane… sino con Stelle Jacobs … mi madre.

La señora Jacobs… ¿es tu madre? – se sorprendió otra vez.

         “¡Cuántos secretos tenía guardados la familia Norton!  –pensó la joven”.

–Sí. Y está enferma, va perdiendo la razón. A veces pienso que quizás sea hereditario, que yo también la esté perdiendo.

         Y tras aquella confesión dijo una palabra que la emocionó:

–Ayúdame.

           A lo que la joven contestó con serenidad cogiéndole otra vez las manos.

–Lo haré, te lo prometo.

–Gracias, Marian, por todo. La verdad es que mereces una explicación de mi vida y la de mis padres, de mi familia ¿Quieres que te hable de ella?

           Marian asintió con la cabeza. Sabía que Steven no hablaba mucho y por eso agradeció su esfuerzo.

–Todo empezó hace muchos años – comenzó como si intentara recordar –. Mis padres se casaron siendo muy jóvenes, como yo. Mi madre, huérfana, algo mayor que mi padre, sin familia cercana, tenía mucho carácter. Era rebelde, aventurera; indomable. Al principio, mis abuelos, los padres de mi padre, se opusieron a la boda pues temían que su hijo no fuera feliz con ella, dado su carácter, pero el matrimonio funcionó bien durante dos años y luego hicieron un maravilloso viaje al Caribe donde mi madre se aficionó al submarinismo y a interesarse por los tesoros; tesoros encontrados y sobre todo tesoros perdidos, que llegó a ser su obsesión. Vivieron en Puerto Rico, en la capital, en una bella finca situada cerca del mar durante un año. El problema fue que, al finalizar el año, mi padre quiso volver a Londres ya que mi madre se encontraba embarazada de mí y quería otro estilo de vida. Mi madre accedió a ello por un tiempo y viajaron a Londres, donde nací. Pero su espíritu de aventura, su carácter indómito hacía que su vida en Londres le resultara insoportable. Aguantó tres años y luego se fue. Nos abandonó a los dos, de repente. Y entonces fuimos a vivir con mis abuelos paternos. Mi madre volvió a Puerto Rico, a la aventura, sin ningún céntimo. Su excentricidad nunca fue comprendida por nadie, salvo por mi padre. Para él, la separación y posterior divorcio no fue traumático, ni para mí porque apenas la recordaba. Pero para mis abuelos fue una tragedia. Poco después, en el trabajo, mi padre conoció a Diane y al cabo de un tiempo se casaron… y tuvieron dos hijos.

– ¿Tienes dos hermanos? –exclamó otra vez extrañada.

–Sí, Marian; mis hermanos pequeños Keith y Miranda. Hace poco que se casaron. Keith vive en Irlanda y Miranda en Londres. Me llevo muy bien con ellos y me han ayudado también mucho. No puedo quejarme de mi familia.

            Pero al decir aquellas palabras, inmediatamente recordó a su madre.

 –Pobre mamá, por suerte hace años que nos reconciliamos–dijo emocionado – ¿Has visto cómo está? Parece una sombra de sí misma. Ahora está muy cariñosa conmigo. El día que nos presentaron fuimos los dos a comprar al pueblo ya que tenía un día bastante bueno.

           Entonces, mi hermana se fijó en Steven con más atención. Sí, sus bonitos ojos azules eran iguales a los de su madre, al igual que el color moreno de su piel.

–Pero es que todavía hay más –dijo como cansado.

– Cuéntamelo todo, Steven. Te hará bien. –añadió cariñosamente.

–Siempre se rumoreó que la familia materna de mi madre era descendiente de una famosa pirata de Inglaterra.

– ¿De una pirata? – preguntó atónita.

–Sí. Descubrieron unos papeles en unos archivos en casa de mi abuela materna hace muchísimos años. Se dijo que de Grace Byron.

– ¡¿De Grace Byron?! –exclamó –¿La famosa pirata inglesa del siglo XVII?

–Sí.

–Así que puedes descender de una pirata. Qué historia más fascinante, Steven, me alegra mucho que me lo hayas contado todo. Ya verás como ahora te encontrarás mucho mejor.

–Te he contado todo esto porque me inspiras confianza y porque…  porque…

         Mi hermana lo miró un poco con ternura. Ella ya lo sabía; también la quería.

– ¿Por qué, Steven?

         Pero Steven no se atrevió a decirlo por su timidez y prudencia, aunque su mirada lo dijera todo.

         Y fue en aquellos momentos cuando apareció delante de los dos, a la izquierda, un precioso barco. En él se encontraban Christopher y la señora Jacobs que les saludaron haciendo gestos con los brazos. Qué emocionante, ¡Un barco! Un paseo en barco rumbo a los acantilados, un poco a la aventura. ¡Fantástico! Y hacía una tarde perfecta ya que todavía lucía el sol, el cielo estaba despejado y corría una brisa marina muy agradable. Además, se oía el  murmullo del mar, tan relajante, tan misterioso…

         Los dos pudieron ver que un joven venía con una lancha motora para llevarlos al barco y fueron corriendo por la playa hacia él. En el último momento, Marian y Steven se cogieron de la mano y se oyeron risas de complicidad.       

                                             *     *      *

         La señora Jacobs habló por primera vez con mi hermana, delante de Steven, de diferentes temas pero sobre todo de tesoros. Aquel día la señora Jacobs se encontraba muy bien. El bueno de Christopher llevaba el timón de su barco que avanzaba majestuosamente por el mar.

–En la costa de Cornualles, –empezó a decir la buena mujer con la calma y sosiego que la caracterizaban – los antiguos piratas escondían sus tesoros debido a que había muchas cuevas laberínticas debajo de los acantilados. Y, cuando subía la marea, todavía era más difícil encontrarlos. Por eso nunca entenderé que me dijeran, cuando era joven, que aquí en Saint Laurent había un tesoro, y concretamente en la zona de Villa Azul, la zona más al oeste del pueblo, pues no era un lugar ideal para enterrarlo. Sin embargo estoy completamente segura de que hay uno.

– ¿Ah, sí, mamá?

–Sí, hijo  –le respondió un poco preocupada –. Lo que sucede es que no sabemos dónde está enterrado. Nunca lo supimos y creo que nunca lo sabremos.

– ¿Y si no estuviera enterrado en el jardín o alrededores? – preguntó entonces Marian – ¿Y si estuviera enterrado en la misma torre?

–Yo a veces he pensado lo mismo –dijo la señora Jacobs – ¿pero dónde?

–¿Qué había antes de que se construyera Villa Azul? –preguntó entonces Steven.

–Otra casa que se edificó en el siglo XVII, un poco más pequeña que Villa Azul.

–¡Ojalá tuviéramos los planos de aquella casa! – exclamó Marian – quizás tendríamos más información.

– ¿Y si preguntáramos en el ayuntamiento? –dijo Steven esperanzado – Podría ir mañana con papá.

–Hace mucho tiempo que vi unos documentos, pero nada.  –dijo ahora la señora Jacobs – Recuerdo en especial una hoja llena de signos o números. Quizás eran las coordenadas para descubrirlo.

–Creo que si mañana vamos al Ayuntamiento encontraremos alguna solución, claro que la última vez que fuisteis…

–Fue poco después de nacer tú, Steven – continuó su madre – La guerra había estallado. Pero lo de la hoja lo recuerdo bien ya que era muy curioso.

–Steven, si encuentran el tesoro, denme también una parte del botín – dijo de repente el alto y corpulento Christopher con su gorra azul característica– Tanto hablar del botín, al final me lo voy a creer de verdad. Pero les recomendaría que no dijeran nada a nadie. Las noticias vuelan y no me gustaría que Saint Laurent se llenara de curiosos. Y tampoco Villa Azul, desde luego. Sería perjudicial para todos nosotros.

–Descuida –le respondió Steven como zanjando el tema –. Cuando lo encontremos, nos lo repartiremos como buenos amigos.

–Te lo prometemos – añadió Marian para continuar exclamando: ¡Mirad!  Ya llegamos. La verdad es que parecemos cuatro aventureros en busca de un tesoro.

         El día transcurrió felizmente y la pequeña excursión duró aproximadamente una hora. Supo también por Stelle que aquel tesoro provenía de Centro América, de una de las islas del Caribe. La señora Jacobs investigó el tema durante muchos años en Puerto Rico, donde trabajó como guía turística. Pero no se encontró nada en Villa Azul y alrededores. Incluso cuando se casó, su marido, el padre de Steven, hizo algunas excavaciones, pero ni rastro. Sin embargo era emocionante saber que quizás allí había un tesoro escondido.

                                             *    *   *

         Al día siguiente, cuando el señor Norton y su hijo llegaron al Ayuntamiento, situado en la Plaza Mayor del pueblo y casi al lado de la Iglesia Anglicana, había poca gente en él. Un amable hombre ya entrado en años, llamado Adler, les atendió y posteriormente ayudó.  

         Después de cruzar un largo pasillo, entraron en un despacho bastante pequeño y el señor Adler buscó en unos archivos todo lo referente a Villa Azul. Pero le costó, ya que tardó más de diez minutos en encontrar toda la documentación, que se encontraba en una carpeta de color negro. Revisaron las hojas con atención y pudieron ver planos, la historia de Villa Azul, de la anterior casa edificada y casi al final de todo, en una de las hojas que parecía más antigua que las demás, más pequeña y que estaba doblada, vieron un dibujo, en concreto un rectángulo en vertical y unos signos en forma de interrogación que salían de la base del rectángulo y que iban formando como un camino descendente.

– ¿Qué querrá decir todo esto, papá? Qué curioso.

–No tengo ni idea. Quizás sea una pista para encontrar el tesoro o qué sé yo. Es curioso lo de este rectángulo. Tendremos que investigar en casa con calma, Steven. Primero haremos fotocopias de esta hoja  para repartirlas y analizarlas. Y propongo tres grupos, si te parece bien: el primero, Diane y yo; el segundo, Marian y tú, y el tercero Christopher y Eillen. Me gustaría que tu madre fuera contigo.

–Claro que sí, papá.

–Esta noche haremos una pequeña reunión, Steven, para hablar del tema. Y que mejor comienzo que una buena cena en la terraza.

–Perfecto. Por cierto, ¿no fue Eillen que dijo que conocía algún secreto de Villa Azul? ¿A qué secreto se refería? Quizás nos los pueda explicar.

–Creo que sabe el que sé yo. No sé si alguna vez te lo dije y es que hay una conexión de una puerta falsa que hay en la cocina con un túnel que da a un pozo profundo que abastece de agua potable toda esta zona. En Saint Laurent, hay muchos pozos subterráneos.

–No recuerdo que me lo dijeras.

–Creo que te lo dije hace algún tiempo y sin darle importancia, como una nota curiosa de la casa.

–Qué raro, ¿no?                                                                              

–Sí, un poco extraño y… a propósito –continuó de repente cambiando de tema de conversación mirándole a los ojos –. ¿Te gusta la chica? (refiriéndose a Marian, claro) –. Va, no disimules conmigo.

–Sí, la chica me gusta, pero… –titubeó y mintió–  no sé si estoy enamorado de ella.

– ¿Seguro? – yo creo que si lo estás, y mucho. A Diane y a mí nos encanta. Ya no digo a tu madre… En fin, es cosa tuya. Sin embargo te veo más feliz.

–Sí. Y yo te veo mucho mejor, papá.

–Todos nos encontramos mucho mejor. Incluso tu madre. Creo que Villa Azul nos ha traído suerte. Siempre me gustó esta torre, por las vistas, por la paz que se respira, por el bonito paisaje marino, por la cala donde te bañabas de pequeño. ¡Cuántos recuerdos!

–Sí, muchos.

–Bueno, será mejor que ya nos vayamos a casa. Diremos al señor Adler que nos haga fotocopias de esta hoja, la del dibujo, en concreto. Al menos, por el momento.

–De acuerdo.

     Los dos se dirigieron hacia el anciano señor que estaba detrás del mostrador.

–Nos vamos a casa, señor Adler, pero antes háganos cuatro fotocopias de esta hoja, por favor.

–Como gusten.

     El hombre hizo las fotocopias con rapidez y se las dio al señor Norton.

–Tengan –les dijo con amabilidad.

–Gracias por su ayuda – dijo el señor Norton –Ha sido usted muy amable.

–No hay de qué. Adiós, señores Norton – les respondió el anciano caballero– Y que tengan mucha suerte en lo que buscan.

–Gracias – respondieron sonriendo los dos a la vez pues era la primera vez que los llamaban así.

         Los dos hombres salieron del Ayuntamiento y se dirigieron a una de las calles principales que conducía a Villa Azul. Llegaron poco antes de comer. El día transcurrió con cierto nerviosismo por parte del matrimonio y de Steven, y no había para menos. Para tranquilizarse un poco dieron un largo paseo por la tarde y fueron a casa de unos conocidos. Marian se encontraba en Villa Azul con la señora Jacobs y la señora Peters.                                                                                                                   

*   *   *                         

         Cuando llegó la noche, cenaron en la terraza como era costumbre en la familia (una cena ligera), pues todavía hacía buen tiempo y no había necesidad de comer en el comedor interior, aunque hacía un poco de fresco y el cielo estaba un poco cubierto de nubes.

         Antes de terminar la cena, Hazel, la joven y eficiente cocinera, sirvió unas copas de vino oporto a los presentes y un delicioso bizcocho de limón que había hecho ella misma, a la vez que el señor Norton repartía las fotocopias de la hoja del Ayuntamiento que había hecho el señor Adler.

         Y en un momento determinado, cuando Hazel iba a servir a la señora Norton, la joven se fijó en el dibujo de la hoja, y exclamó un poco sorprendida:

– ¡Qué dibujo más curioso! – Este rectángulo se parece a un menhir que había en Saint Laurent, muy cerca de aquí.

– ¿Un menhir? –exclamó Marian extrañada como todos los demás.

– ¿En Saint Laurent? –continuó Steven.

– ¿Estás segura,  Hazel? – preguntó ahora el señor Norton.

–Completamente, ya que mis bisabuelos me lo dijeron cuando era muy pequeña. Tuve la suerte de conocerlos. Ellos sabían muchas cosas del Saint Laurent antiguo. De hecho, lo conoce toda mi familia aunque no sea un tema muy conocido en el pueblo.

–Estamos investigando esta hoja, Hazel – dijo la señora Norton.

–Qué hoja más extraña.

–Por favor, siéntate con nosotros –continuó la señora Norton – y hablemos. Creo que el tema te gustará.

            La inteligente joven se sentó entre el matrimonio. Su cara todavía denotaba sorpresa por los signos de interrogación.

– ¿Y estos signos? – preguntó Hazel –¿Qué deben ser?

–No lo sabemos – contestó Marian – Ojalá lo supiéramos.

–Quizás sean como coordenadas para encontrar algo. Pero las coordenadas son números y esto no lo es. ¿Qué será? – pensó la joven, de tez blanca y pelo rubio y corto.

– ¿Te gusta todo esto? – preguntó el señor Norton.

–Ya lo creo que sí. Me encantan los misterios por resolver.

–Pues aquí tenemos uno y muy grande. Un gran misterio – suspiró Steven con cierta resignación –.Te contaré la historia muy brevemente para que te hagas una idea.

         La explicación duró unos minutos. La joven no salía de su asombro.

–No puedo creérmelo… ¿Un tesoro?

–Hazel, ¿sabes dónde se encontraba exactamente el menhir? –preguntó Marian bastante esperanzada.

–Claro que sí, en la fuente que hay muy cerca de Villa Azul. Es una fuente pequeña que actualmente no se utiliza. Está abandonada y muy escondida. De hecho, ya no sale agua de ella, pero anteriormente era una de las fuentes principales del pueblo. Así me lo dijo mi familia.

– ¿Por qué no vamos a verla? –dijo Christopher con mucha curiosidad.

–Es una excelente idea – respondió Steven –. De hecho, creo que todos queremos ir, ¿no?

     Todos asintieron sobresaltados por la noticia. El señor Norton añadió.

–Vayamos ahora, antes de que oscurezca.

         Así que todos se levantaron y al cabo de unos minutos (Christopher fue un momento a la cocina) se dirigieron hacia la fuente en pequeños grupos: Christopher y Hazel, Steven  y Marian, los Norton y la señora Peters con la señora Jacobs.

     Tardaron en llegar unos diez minutos. El lugar era de difícil acceso y había mucha vegetación. Todo parecía abandonado y descuidado.

–El menhir debía estar aquí – dijo Hazel con seguridad  –. Detrás de la fuente, juntamente y camuflado con estas altas piedras calizas cubiertas de helechos.

         Debido a los nervios existentes todo eran preguntas y conjeturas.

–Casi hacen dos metros de altura, por lo menos –dijo la señora Norton.

–Sí –afirmó Steven –son muy altas.

– ¿Y si el rectángulo no fuera un menhir? – preguntó entonces la señora Peters.

–Ay, querida hermana. ¿Y si lo fuera?

– ¿Y si quitáramos las piedras y la maleza? –preguntó el señor Norton esperanzado.

– ¿Es correcto lo que hacemos, Kenneth? –dijo ahora su mujer un poco preocupada.

–Quizá, no. Pero imagínate que hay un tesoro. Si hubiera problemas, que no los habrá, yo asumiré la responsabilidad.

         Pero de repente, fue Marian la que exclamó muy sobresaltada.

– ¿Y estos signos?  ¡No puede ser, no puede ser! Si se fijan bien en el pequeño cauce de piedra de la antigua fuente hay unos pequeños y numerosos signos… ¡Como los de la hoja, en forma de signo de interrogación y trazando un camino!                                   

–Creo que el tesoro está aquí, en la fuente. Estoy segura –  dijo la señora Jacobs de forma sosegada –. Si descubrimos el tesoro me habré dado por satisfecha. Toda la vida buscándolo. Y ahora, a mi edad, encontrándolo. Sería mi último triunfo.

           Todos colaboraron a sacar las piedras situadas detrás de la fuente. Menos mal que eran piedras relativamente pequeñas, ya fragmentadas por el paso de los años, pero había muchísimas. Tardaron casi una hora. Tuvieron suerte de que el bueno y corpulento Christopher había traído utensilios y linternas de Villa Azul. Estaban perfectamente preparados para la azaña.

         Cuando sacaron todas las piedras, exhaustos, y ya era de noche, vieron un hoyo bastante profundo, de unos seis metros, aproximadamente.

Y pudieron ver, al fondo de todo, un cofre semienterrado. Todos gritaron casi al unísono y contentísimos:

– ¡El tesoro, el tesoro! ¡Lo encontramos!

Hazel, que era muy delgada, se ofreció para bajar por el estrecho hoyo y sacar el tesoro. Christopher también había traído cuerdas y cogiendo una, hicieron un nudo en la cintura de la chica, que fue bajando con lentitud y que tenía una linterna para ver mejor. La expectación era máxima. Finalmente, la joven llegó hasta el cofre, lo cogió, advirtió que era muy pesado y los hombres del grupo empezaron a tirar con fuerza para que la joven ascendiera. Cuando Hazel lo dejó en el suelo, pudieron ver que era bastante pequeño.

–Este es un momento histórico –dijo la señora Jacobs emocionada –. No sé lo que podrá haber, pero ha merecido la pena.

         Los demás asintieron y sonrieron con nerviosismo.

         Christopher y la señora Jacobs fueron los encargados en abrir lentamente el cofre que para sorpresa de todos no estaba cerrado y… ¡sí! encontraron un gran tesoro de monedas de oro y con algunas piedras preciosas, rojas y verdes, que eran naturalmente rubíes y esmeraldas. Todos miraron las monedas y las tocaron. Hubo risas, gritos de alegría, besos y abrazos. Estaban contentísimos, no había palabras para describir aquello. Sencillamente era maravilloso. ¡Habían encontrado un tesoro, el tesoro de Villa Azul!

–Creo que deberíamos añadir a Hazel para el reparto del botín. ¿No les parece? – dijo el bueno de Christopher –Sin su ayuda creo que no lo hubiéramos encontrado nunca. Un hurra por Hazel.

         Todos lo hicieron y por primera vez Steven y Marian se abrazaron .Y finalmente se besaron. La señora Jacobs se puso delante de ellos y les dijo en voz baja.

–Hacéis muy buena pareja. Ya lo sabía desde la primera vez que os vi. Os deseo lo mejor a los dos.                                                                                     

*   *   *      

           El descubrimiento del tesoro tuvo mucha repercusión en Saint Laurent, Inglaterra y en todo el mundo. Todos sus protagonistas se hicieron ricos y famosos. Para no molestar a los más mayores del grupo, Marian se encargó de hablar con los periodistas y los medios de comunicación y fue una gran ayuda para todos.

         De la historia del tesoro todavía se habló durante la década de los 80 y poco a poco, afortunadamente, ya no se habló del caso, salvo en Saint Laurent, donde fue un tema habitual de conversación durante muchos años.

   *   *   

         El tiempo pasa y, ahora que estamos en 2017, casi todos los protagonistas de este relato han muerto, excepto mi hermana Marian que se casó al cabo de poco con Steven, el mismo Steven que hace tiempo que ya está jubilado (mi cuñado, quién lo iba a decir) y de Hazel, que estudió restauración y montó un pequeño hotel cerca de Saint Laurent.

         El tesoro se repartió entre los ocho protagonistas a partes iguales. Villa Azul fue finalmente comprada al cabo de un año por Steven Norton. Cuando se casó con mi hermana fueron a vivir allí y han sido muy felices desde entonces.

         La historia que he explicado sucedió hace casi cuarenta años y parece ya una eternidad. Recuerdo que poco después del descubrimiento fui con mis padres y mi hermano Keith a Villa Azul y nos encontramos con el matrimonio Norton, acompañados nada más y nada menos que de las gemelas McDermott que ya conocéis de otra narración, pero como pequeña anécdota curiosa faltaba contar cómo se distinguían las dos hermanas. Allá voy. Las dos mujeres, septuagenarias y vecinas del pueblo de toda la vida eran como dos gotas de agua. Mucha gente, sobre todo veraneantes, no sabía diferenciarlas si las miraban a la cara. Fue la abuela de mi amigo Thomas quién le dijo la sutil diferencia entre ellas. “No debes mirar su rostro, sino el lóbulo de la oreja izquierda. El de Celia era un poco pequeño pues había tenido un accidente de niña y tuvo que acortarse. Para disimular se puso, durante toda su vida, unos pendientes grandes que lo disimulaban. Así que cuando algún vecino veía a una de las hermanas con pendientes grandes, sabía que se trataba de Celia y no de Julie. Otra cosa que las diferenciaba era que a Celia también le encantaban las grandes ciudades y a Julie, no tanto. Y menos mal que se llamaban así porque un familiar muy cercano a ellas quiso que se llamaran Cora y Dora. Solo hubiera faltado eso, dos nombres casi iguales. ¿Os lo imagináis? 

         Por otra parte, al final se descubrió que la señora Jacobs era descendiente de Grace Byron, la famosa pirata inglesa. Se tardó algún tiempo en comprobarlo. La señora Jacobs ya había muerto cuando se descubrió. Una de las hijas de mi hermana se llama Grace, en su honor. A la señora Jacobs le hubiera gustado.       

 *    *    *                                                  

        

Villa Azul continúa igual, con sus paredes pintadas de este color y también se ha construido un gran garaje al lado. Mi hermana y Steven han tenido tres hijos que ya están casados y también son abuelos. Ahora son el actual matrimonio Norton y deseo que sean tan queridos como los anteriores.

         Espero que mi amigo Thomas no se haya molestado por esta narración tan larga, pero en mi caso era necesario. Puede parecer una breve novela de misterio y creo que, en el fondo, lo es.

                                                    

10.- UN JUEGO CON LA BARAJA FRANCESA

   ¿Os acordáis de una narración que leísteis sobre mi abuela, la señora Patricia Coote? (1). Debo deciros que al final de la misma aparecía una enigmática afirmación de su tía, la señora Magda Peters, pues decía que acababa de inventarse un juego con la baraja francesa.

             Mi abuela y su tía, la señora Peters, vivían en el lujoso barrio de Mayfair, en Londres. La casa era propiedad de mi abuela, rica mujer septuagenaria, divertida, presumida, atractiva, aunque no bella, emprendedora y decidida, un poco egocéntrica pero a la vez altruista que se había quedado viuda muy joven con dos niños. Los niños son mi madre Clara y mi tío Frederick. Para que os pongáis un poco en situación en referencia a mi familia debo aclararos que algunos años después, mi madre se casó con el conde Wigminton y tuvieron dos hijos: primero yo, Michael y luego Melissa, mi hermana. Hemos sido y somos una familia unida y tradicional.

         La que no lo era tanto era la familia de mi tío Frederick. Mi pobre tío se casó pronto y mal, (es una pena decirlo, pero es la verdad) con una muchacha de muy buena familia, pero con serios problemas mentales, un tema tabú antes y ahora. Y tuvieron una niña, Lisa. Por desgracia, poco después mis tíos se divorciaron y, dada la situación de mi tía, la niña se quedó con mi tío. Este se casó nuevamente con mi tía Delia y tuvieron tres hijos. El matrimonio afortunadamente funcionó y han sido felices, aunque para todos la única preocupación ha sido mi prima Lisa, una niña depresiva que cuando se convirtió en una linda muchacha desarrolló un trastorno

(1)  Leer “14 microrrelatos fantásticos y otros relatos”

fóbico hacia los números impares (qué cosas tan raras pueden existir y existen). Gracias a Dios, ya está en tratamiento y parece ser que se encuentra mucho mejor.

Y hablando de números, su enfermedad fue detectada por tía Magda en aquel original juego que explicó (1). La abuela pensó al principio que el juego era de tía Magda, pero esta al negarlo un poco dudosamente, creyó entonces que el juego era de una gitana que vivía en el barrio y que echaba las cartas en un lujoso apartamento cercano al suyo y de la que tía Magda hablaba a menudo. Yo, que no creo en esas cosas y me dan repelús como a tía Magda, aunque a veces diera la sensación de lo contrario, debo admitir que una vez la visité y me gustó. Era de mediana edad, seria, guapa y educada, aunque muy distante. Y lo que predecía, sucedía casi siempre en un tiempo inferior a los seis meses. No sé cómo clasificarlo, era algo increíble a la vez que aterrador. Que yo sepa, no falló nunca. La gitana, de origen griego y llamada Athina, se hizo muy rica y tenía muchas visitas nacionales e internacionales, incluso políticos. Trataba todo por igual: amor, muerte, salud, trabajo y suerte. El interesado debía estar presente en la reunión y solo le afectaba a él. Nada de magia negra y males ajenos. La gitana decía la verdad con sus cartas, unas que había hecho ella misma, y tenía mucho éxito.

            Hablemos ahora un poco de tía Magda. Era muy distinta a mi abuela: alta, gruesa, con el pelo blanco, seria, a veces un poco adusta y parca en palabras. Sin embargo, siempre congenió con mi abuela. Había vivido con su marido muchos años en el Canadá y cuando cumplieron los setenta regresaron a Londres. No tuvieron hijos. Y, al quedarse viuda, mi abuela le dijo que pasara una temporada en su casa. La temporada se hizo

1)     Leer el anterior libro citado.

más larga, pues tía Magda, hermana pequeña del padre de mi abuela, se cayó por la acera, tuvieron que ingresarla y luego la larga recuperación en casa que fue buena, pero lenta. Mi abuela se ocupó de todo y tía Magda le estuvo muy agradecida y aquello las unió más. Hacía poco que había cumplido los ochenta y cuatro, doce más que la abuela.

         Cuando tía Magda se inventó aquel juego, era necesario que estuvieran seis o siete jugadores. Y cuando llegó el gran día, los participantes fueron los siguientes:

1.-Tía Magda.

2.-Mi abuela, la señora Patricia Coote (a quien iba dedicado el juego).

3.-Mi tío Derek (único varón de la velada, el pobre). Sobrino de la abuela.

4.-Su mujer, Elena.

5.-Una amiga de la abuela; la condesa Virginia Osmond-Ryce.

6.-Otra amiga de la abuela, la señora Judith Tremelaw, propietaria de la famosa casa de paraguas del mismo nombre.    

            Lo curioso del caso es que a través del juego de cartas que se inventó tía Magda y que creía que podría aplicarse con sentido, apareció otro con resultados más sorprendentes.

     A modo de resumen, con la baraja francesa mi tía bisabuela (ella insistía en que la llamáramos sólo tía Magda pues el hecho de ser tía bisabuela le gustaba y le disgustaba a la vez, seguramente porque la hacía más mayor) había pensado que los corazones (amor) serían los palos más determinantes para mis tíos pues hacía 21 años que estaban casados; los diamantes (riqueza) irían destinados a la señora Tremellaw; los tréboles (suerte) irían destinados a la señora Osmond-Ryce (tía Magda creía que se casaría por fin a sus casi 60 años con un antiguo pretendiente de juventud), y las picas (los problemas, en este caso los de Lisa), serían para mi abuela. Como comprenderéis, el original juego consistía, entre otras cosas, en que cada jugador tuviera el máximo de corazones en su poder, así como los diamantes y tréboles. Las picas eran el palo maldito y cuantos menos tuvieras, mejor. Se tiraban las cartas en orden descendente empezando con el rey y acabando con el as. Había diez rondas y se jugaba nada menos que con ocho barajas francesas. Eran muchas, pero la abuela las coleccionaba desde pequeña y tenía diez de cada tipo; francesas y españolas.

         Toda la historia me la contó mi tío Derek y la abuela. Y como soy un buen y curioso periodista, escribí lo sucedido algún tiempo después. Lo mismo pasó con la primera narración que os expliqué al principio de todo donde sale mi prima Lisa, titulada: “La última carta española”. Mi abuela Patricia me la explicó muy bien, con mucho detalle una tarde que fui a visitarla con mi hermana. Y se puso muy contenta, al igual que tía Magda, cuando escribí y publiqué los tres relatos en el periódico en el que trabajo (en la narración, llamada “La premonición de Anaïs” (1), salgo yo). Naturalmente, no las hubiera publicado sin el permiso de las dos. Hechas estas puntualizaciones, empecemos nuestra narración que transcurre en Londres en una soleada tarde de finales de mayo del año 1999.

 En el gran, lujoso y bonito salón de la señora Coote se hallaban reunidas, alrededor de una mesa redonda, cinco personas. Faltaba tía Magda que había ido un momento a su habitación.

          

1) Leer “14 microrrelatos fantásticos y otros relatos”

 La señora Osmond-Ryce, que parecía un poco ausente, se encontraba sentada entre la señora Coote y de Derek. Era una mujer casi sexagenaria, amiga de la señora Coote desde hacía años, pero sobre todo de los Winmigton, la familia de mi padre. Era una mujer delgada, de mediana estatura y tez blanca. Vestía de verde y llevaba también un bonito foulard y bastantes collares a juego, todo también del mismo color. Lo más característico de ella, solo al verla, era su gran moño rubio que empezaba ya a cambiar de color, un color más propio de su edad. De hecho, toda la vida llevó aquel bonito peinado que la favorecía mucho, incluso habían ciertas murmuraciones diciendo que no era suyo, sino una peluca, pero estaban equivocados. La señora Osmond-Ryce era dulce y tenía un aspecto refinado y algo inexpresivo.

             Por otra parte, la señora Tremelaw, sentada al lado de mi tía Elena, que también era amiga de la anteriormente citada, era alta, un poco gruesa, muy morena, con el pelo negro y corto. Era mayor que la señora Virginia Osmond-Ryce, una edad parecida a la de la abuela. Parecía muy simpática y llevaba un bonito estampado azul marino. Estaba casada y tenía cuatro hijos y ocho nietos, siendo estos últimos, el tema de conversación principal. La vida le sonrió. Era muy amiga de mi abuela, desde niñas. Y era curioso pues su hermana mayor, que murió hacía poco, fue muy amiga de la hermana mayor de la abuela, la madre de tío Derek.

             Mi tío Derek tenía unos cuarenta y cinco años. Moreno, jovial, pelo castaño, atractivo, con una barba y bigote que lo favorecían. Trabajaba en la embajada sueca en Londres y tenía dos hijos ya universitarios. Era feliz en su trabajo y estaba muy enamorado de su mujer. Le encantaba viajar, quizá a veces demasiado. Sus últimos viajes habían sido a lugares muy lejanos y largos; como el espectacular viaje de la Patagonia hasta Venezuela que hizo hacía cinco años, durante las vacaciones de verano.

            Su mujer, Elena, era de mediana estura, de pelo rojizo como la abuela. Tenía un rostro corriente pues no era ni guapa ni fea. No le gustaba mucho viajar. Había perdido un poco de vista y llevaba, desde hacía un tiempo, unas gafas que le hacían aparentar más edad. Durante la comida (todos estaban invitados a comer y la partida empezó a las cuatro) no habló mucho. Parecía cansada. Trabajaba en una tienda de ropa para niños. El negocio era suyo y le iba estupendamente. Su gran pasión era la pintura.

Los seis participantes habían jugado al póker y luego a la canasta. La abuela tuvo mucha suerte pues ganó en casi todas las partidas (no le gustaba perder y era bastante competitiva). En cambio, la señora Osmond-Ryce no ganó ninguna.

–Ya llego, ya llego – dijo una voz que provenía del fondo del pasillo que todos identificaron como la de tía Magda.

–Ahora empezaremos el nuevo juego – afirmó jovialmente la delgada y alta señora Coote, de rostro ovalado, que iba elegantemente vestida de blanco. – Aunque hay algunas cosas que no me han quedado muy claras, tía.

–No te preocupes, Patricia, iremos jugando poco a poco y si hay dudas me las iréis indicando –dijo la voz ya más cercana.

– ¿Y cómo se llama este juego? –preguntó intrigada la señora Osmond-Ryce.

–La verdad es que no tiene nombre – contestó la abuela Patricia –tendremos que pensar en alguno, ¿no?

–Podría llamarse el juego Peters –propuso mi tía Elena con simpatía.

–Sería divertido que a un juego se le pusiera mi apellido – respondió sonriente tía Magda, que llevaba un vestido azul marino –pero es muy sencillo en comparación con los otros. No tiene mucho mérito.

–Pues claro que lo tiene, tía. No es tan fácil pensar y desarrollar un juego. Y a su edad tiene mucho mérito –insistió la abuela, felicitándola.

–Nosotras haremos publicidad del juego – exclamó la sonriente la señora Tremelaw – En el club hay algunas señoras que empiezan a estar un poco hartas de los tradicionales juegos de naipes.

– ¿Hay muchas rondas? – preguntó entonces tío Derek.

–Las necesarias, Derek – le respondió sin determinar.

–Pues hay una cosa que no me gusta mucho de esta velada, tía.

–¿Cómo dices? – se sorprendió de golpe mi abuela.

–¿Cómo es que solamente hay un hombre? Me siento un poco… marginado – continuó como ofendido (que no lo estaba pues era un poco de la broma) mirando a todas las mujeres.

–Lo sé, Derek, y lo siento. Pero debes saber que el Reverendo Matthew estaba invitado a comer, aunque finalmente me llamó para decirme que no podía venir. Que lo sentía y mucho.

–Más lo siento yo – dijo suspirando a la vez que sacaba unas pequeñas gafas para ver de cerca.

–Ya verás cómo te distraerás, confía en tu tía.

–Y en mí, Derek – afirmó tía Magda – ¿Sabéis? Me gusta observar a la gente como juega. Para mí es tan emocionante como el propio juego. Las cartas –continuó tía Magda mientras acababa de barajarlas y repartir diez a cada jugador – no dicen nada, pero a veces tengo suposiciones y tal vez intuiciones con ellas desde pequeña.

–Qué miedo me da, tía Magda – dijo Derek con ironía.

–Solo he acertado algunas veces – mintió hábilmente y como desanimada  – ojalá hubieran sido unas pocas más.

–Comencemos ya, tía – dijo la abuela un poco impaciente –¿Quién empieza? 

–Tranquila, Patricia. Sí, empecemos ahora – afirmó con cierta solemnidad–. Tira primero quien tenga el rey de corazones o los distintos reyes de los otros palos. Primero los rojos: corazones y diamantes; y luego los negros: tréboles y picas. Cuantas menos picas tengáis, mejor. Debéis tirarlas. ¿Alguien tiene reyes?

         Nadie contestó. Entonces, tía Magda, después de mirar a todos los presentes, afirmó contenta:

–Yo seré la primera en tirar. El rey de tréboles –dijo a la vez que lo dejaba en el centro de la mesa –. Y tiraremos con lentitud, con mucha concentración. Y así será mejor para mí, ya que quiero hacer unas anotaciones personales de cada ronda en esta libreta. Cosas mías. Ahora tirará la jugadora de mi izquierda, es decir, tú, Patricia, que deberás tirar una reina. Si no la tuvieras, debes coger una carta y tirará el jugador que esté a tu izquierda, Virginia.

–Qué juego tan divertido – dijo esta infantilmente.

–Sí. Y además es muy distraído. Ya lo verás.

–Pues ahora tiro yo – dijo la abuela que tiró con energía la reina de diamantes.

–Y yo – continuó contenta la señora Virginia Osmond Ryce – que tiró el paje de picas.

–Y yo– dijo Derek que tiró el diez de picas.

            Su mujer, Elena, no tiró y cogió una carta. Al igual que la señora Tremelaw.

–Pues ahora me toca otra vez a mí – dijo tía Magda – que tiró el nueve de picas.

         A partir de aquel momento los jugadores tiraron las cartas en silencio.

         La señora Coote tiró seguidamente el ocho de diamantes y la señora Osmond Ryce, el siete de tréboles. Derek esta vez no tiró nada, pero sí su mujer, cuya carta fue el seis de picas. La señora Tremelaw tiró con determinación el cinco de picas y tía Magda, el cuatro de tréboles. La abuela, el tres de corazones y la señora Osmond Ryce, el dos de diamantes. Tío Derek no tiró ninguna, al igual que su mujer y la señora Tremelaw. La última en tirar la primera ronda fue tía Magda que fue quien tuvo más suerte pues tiró en todas las ocasiones y las cartas serían para ella.

 –Quien tira el as, se queda con todas las cartas – afirmó con seriedad a la vez que miraba a la señora Osmond-Ryce – y gana la ronda.

–¿Y tiene el as, tía? – preguntó la abuela esperanzada por ganar la partida.

–Pues claro que lo tengo. Y además es una pica. El as de picas – dijo con cierto triunfo y satisfacción.

           La primera ronda había concluido y ganado tía Magda la cual apuntó sus anotaciones. Hubo nueve rondas más. Más tarde, cuando se fueron todos, tía Magda habló del juego con la abuela. En aquellas anotaciones, entre otras cosas, había que apuntar las diferentes cartas tiradas en cada ronda  (sólo las iniciales para ir más rápido) y el nombre de la persona que la había tirado (lo mismo).

           Las cartas se pusieron en columna, delante de tía Magda, para que las viera bien. Esta las miró muy pensativa, recordó algunas caras y gestos de los presentes y calló.

           Las otras partidas fueron parecidas a la primera. Pero algo ocurrió en la décima y última. Antes de empezar, la señora Osmond-Ryce había ido un momento al baño y la abuela Patricia a la cocina, donde se encontraba Minny, la fiel y eficiente cocinera, que estaba fregando los platos. Askell, el mayordomo, no se encontraba en casa.

         Minny, que había cocinado de primer plato unos canelones de carne con bechamel buenísimos y de segundo un pollo al curry, dijo un poco preocupada a mi abuela.

–Algo le ocurre a la señora Osmond, señora Coote.

– ¿Cómo dices, Minny?

–Sí, señora. Algo le ocurre. Se trata de las salsas que han comido hoy.

– ¿De las salsas? No entiendo nada.

–Verá…

         Y continuaron hablando brevemente en la cocina.

         Mientras, en el salón, la señora Osmond Ryce había llegado y no se sentó en su sitio, sino en el de la señora Coote.

–Virginia –le indicó tía Magda con mucha amabilidad – aquí se sienta Patricia, querida.

–¿Ah, sí? – exclamó con voz apagada.

–Tu sitio es este. Como está al lado te has confundido de silla.

–Uy, es verdad. Qué tonta he sido. Todos los asientos parecen iguales – dijo a modo de disculpa.

–Recuerdo una vez – dijo ahora la señora Tremelaw – que fui al teatro con mi marido y nos sentamos en la fila 12. Y después de la pausa fuimos a la 13. Yo notaba algo raro, pero no sabía el qué.

–Yo, para ver bien, ahora necesito gafas. Y serán para siempre – sentenció mi tía Elena como una condena –. Antes sólo las necesitaba para leer. Será que me estoy haciendo mayor.

–En cambio, yo nunca he tenido problemas con la vista – dijo tía Magda – Menos mal. Ya tengo suficiente con las piernas. Pero debo decir que ando un poco mejor que el año anterior, eso sí, siempre con bastón, que para mí es comodísimo.

–Todos tenemos nuestras cosas, ¿verdad? – suspiró tío Derek a modo de conclusión y un poco ausente –. Todos sin excepción.

           Se hizo una pausa algo incómoda. Tía Magda se daba cuenta de que su juego estaba funcionando, que lo que intuía y suponía en las cartas, juntamente con las reacciones de los allí reunidos, de los gestos, de las caras, de los silencios, eran la realidad al descubierto. En el fondo, aquel juego fue necesario para determinar ciertos hechos, aunque para ella fuera agotador. En eso le daba la razón a su sobrina. No volvería a inventarse ningún otro juego, al menos tan complicado.

–Ya estoy aquí – dijo entonces la abuela Patricia que había llegado tan ligera como el viento y que se sentó de inmediato en su silla.

–Pues empecemos con la última ronda – dijo tía Magda un poco aliviada.

           Esta vez,  fue la señora Tremelaw quien tiró el rey de corazones. La abuela, la reina de diamantes. Tía Magda no tiró ninguna. La señora Osmond- Ryce tiró el rey de picas.

–No es así, Virginia, es en sentido descendente, recuérdalo bien – insistió con dulzura tía Magda.

–Uy, es verdad, qué tonta he sido.

         La señora Osmond-Ryce rectificó y tiró el paje de corazones. Tío Derek, el diez de picas…

           Y todos fueron tirando las cartas esta vez más lentamente hasta que la partida se acabó. A todos les gustó aquel juego, en especial a la abuela y a la señora Tremelaw. Tía Magda tenía una hoja llena de anotaciones y cuando preguntaron por qué lo hacía, dijo una pequeña mentira, argumentando que quería hacer una estadística con el juego. Y todos la creyeron. 

           El tiempo iba pasando y hacia las seis de la tarde Minny trajo unas sabrosísimas pastas de té acompañadas de un vino oporto. Luego hablaron de viajes. Estuvieron hasta las siete, hora en que todos se marcharon.

                                         *    *    *

         Cuando se quedaron las dos mujeres a solas, y al cabo de unos quince minutos, tía Magda habló con más profundidad de su juego. Se encontraban sentadas en un sofá de color marrón, delante del recién comprado televisor en color.

–En este juego, aparte de las picas, es importante ver qué otros palos se tiran y su numeración: cuánto más altos los números, mejor. Las jugadoras que hemos ganado más partidas hemos sido tú, Judith y yo. Tú, con diamantes. Y Judith y yo, con tréboles. Buenas cartas, buenos números. En parte, me lo suponía. Pero también hay jugadores que han tirado la misma carta en las diferentes rondas. Y esto es muy significativo y para mí muy importante.

– ¿Ah sí? – exclamó asombrada – ¿Quiénes?

–Todos, Patricia.

– ¿Todos?

–Sí. Tú, por ejemplo. Había pensado que tu palo determinante serían las picas por los problemas de Lisa, tu nieta. Pero creo que me he equivocado. Has sacado muchos diamantes seguidos y has repetido el 8 de diamantes en la 1ª, 3ª y 7ª ronda. Tres veces. Es sorprendente.

–¿Y qué quiere decir con esto?

–Creo que vas a recibir mucho dinero. Es sólo una suposición, pero una fuerte suposición.

–Pero si ya tengo mucho dinero, tía.

–Esto será algo diferente. Algo muy fuerte. Alguna herencia, algún juego. Algo…

–Ojalá tenga razón. ¿Sabe?, una parte iría para usted y para familiares cercanos y otra para alguna organización benéfica. 

–Eres muy buena, Patricia. Esto… ¿Quieres que hablemos ahora de tu sobrino Derek y de su mujer?

– ¿En qué palo había pensado usted?

–Para los dos había pensado en los corazones, en el amor. Creo que también me he equivocado. No solo en las cartas sino en el comportamiento que han tenido hoy: no han hablado casi nada entre los dos en toda la tarde. Extraño, ¿no? Sus diferentes gustos se están acentuando y las cartas…ay, las cartas.

– ¿Qué sucede con las cartas? –preguntó preocupada.

–Los dos han repetido las picas. Derek el dos y Elena el nueve. Además, han sido los palos que más tenían.

–Pero era lógico que tuvieran muchas picas, como todos los ganadores. Los participantes los iban tirando, como dijo usted.

 

–En parte sí, pero no tiraron casi ningún corazón y, si lo hicieron, eran números bajos. Creo que tienen problemas en su matrimonio. Hay cierta crisis, estoy segura, y creo que en parte la tiene Derek con sus viajes tan largos. Eso los separa en todos los sentidos. Debería hacerlos un poco más cercanos y más cortos. Además, Elena ha envejecido más que Derek. Y ha sacado 3 pajes y ningún rey; rey y reina, marido y mujer. Quizás se haya fijado, sólo quizá… en algún otro hombre… más joven –dijo lentamente y con cierto temor.

–Tía, todo esto son solo suposiciones –le respondió un poco molesta al oír aquellas palabras.

–Lo sé. Pero algo pasa entre ellos. ¿Hablarás con Derek? Primero, naturalmente, con tu hermana Miriam, su madre. Me harías un gran favor, Patricia. Estoy bastante preocupada.

–Sí, tía, lo haré. Se lo prometo, para que usted se quede más tranquila.

–Gracias, Patricia. No sabes lo aliviada que estaré.

– ¿Y qué crees que le sucede a Judith? –preguntó al pensar entonces en su amiga de toda la vida.

–A Judith Tremelaw le adjudiqué los diamantes (riqueza). Es muy rica por el negocio familiar de los paraguas, la gran empresa que tiene su marido. Y creía que la prosperidad económica continuaría. Pero le han salido muchos tréboles. Judith ha tenido mucha suerte en la vida y continuará teniéndola. Hay personas que en la vida la tienen, otras que no tanto y otras que en absoluto. No sé qué tipo de suerte será. Pero ha sacado dos veces el 7 de tréboles y dos más, el 9 de tréboles.

         Se hizo una pausa. Ambas se miraron con seriedad porque sabían de quién iban a hablar.

–Creo que coincidiremos en Virginia Osmond Ryce – dijo la abuela con pena.

– ¿Tú también la has observado?

–Sí. Está enferma, tía Magda. Hablé con Minny, la cocinera. Me habló de las salsas. La pobre Virginia confundió la salsa de bechamel con la salsa al curry cuando fue a la cocina para felicitarla de lo bueno que estaba todo. Ya sabes que a Virginia le encanta la buena comida. Todo el rato insistía en lo buenos que habían quedado los canelones al curry y el pollo a la bechamel. La pobre lo dijo al revés. Qué pena y qué disgusto. Si es mucho más joven que yo. No puede ser.

–Pero lo es, por desgracia. Sí, yo también he notado algunas cosas raras en ella. En dos ocasiones se ha equivocado con las cartas. En una de ellas ha tirado el rey cuando tenía que tirar la reina. En otra ronda, no tiró nada, pero vi que tenía una carta para tirar y no lo hizo. Creo que tiene serios problemas con la memoria y debería ir a un especialista. Cuando se equivocaba, todo eran disculpas, la pobre.

– Hablaré con su hermana Cornelia muy seriamente – dijo la abuela.

–Yo había pensado que en Virginia el palo determinante serían los corazones. Creía que se casaría con el hombre con el que sale en muchas ocasiones y que fue un antiguo pretendiente de juventud y que es viudo desde hace ya muchos años. 

–Sí, a mí me dijeron lo mismo. Quizás también vaya con ella para protegerla, vigilarla o quizás ya lo sepa. Quién sabe – suspiró la abuela.

–La pobre ha tirado picas muchas veces y ha repetido el número cuatro en dos ocasiones. Qué mala suerte ha tenido.

           La señora Coote miró entonces a su tía y le dijo con cierta solemnidad:

–Ya sé que detesta a la gente que echa las cartas y que a través de estas creen predecir el futuro. Cree que son unos farsantes. Las famosas echadoras de cartas que tanto miedo le dan por todo lo que comporta. Pues debo decirle que sus suposiciones son igual o más buenas ya que lo acierta todo y bien. No sé cómo lo hace. ¿Qué diferencia hay entre usted y Athina? A efectos prácticos, creo que ninguna. Cada una a su estilo va analizando a cada persona con la carta o cartas que tiene.

–Quizá – respondió enigmáticamente tía Magda.

–Y hablando de Athina – continuó la abuela – Ayer me presentaron a otra mujer que también se dedica a esto, pero de otra manera. Para ella son muy importantes las cartas y los números. Se llama Anaïs, es inglesa y ya mayor. Solo pasa breves temporadas en Londres, ya que es y vive en Brighton.

–A ti te gustan mucho los temas ocultos, ¿no? –preguntó con lentitud tía Magda continuando aquella interesante charla y mirándola pensativa –. Saber el futuro… y quizá contactar también con el pasado. ¿Con los difuntos, quizá? Para mí, el significado de las cartas no existe, son solo fuertes suposiciones e intuiciones. Es difícil explicarlo. Sé que estos temas te han gustado desde siempre.

–Debo admitir que sí, tía, todo lo contrario que usted. Si estuviéramos en el siglo XIX ya hubiera hecho alguna sesión de espiritismo. Pero debo decirle que, aunque sea bastante curiosa, también soy creyente y sé dónde poner los límites. Qué extraña dualidad ¿no?… Por cierto –dijo de pronto recordando muy sorprendida – ¿Y usted, en qué palo del juego había pensado? Sólo falta usted para completar el ciclo. 

–Yo había pensado en los tréboles. En los tréboles de la suerte. En los tréboles de mi vida. He tenido suerte en la vida, Patricia, y ahora, en la vejez, me siento querida y cuidada. Yo he pensado que mi palo determinante sería ese, y ese ha sido el que más he tirado. Doble coincidencia. Además, también he sido una de las tres ganadoras. Tres partidas tú, tres partidas Judith y tres partidas yo. Elena también ganó una y me alegro. Estaba un poco triste y espero que todo se arregle. Derek, el pobre, no se da cuenta de nada. Ojalá que su matrimonio funcione bien. Pero, volviendo al juego, creo que la ganadora más completa he sido yo.

–Yo pienso lo mismo, tía Magda. Y tiene mucho mérito.

         De pronto, recordó algo y cambiando de tema de conversación, añadió: 

–¿Qué le parece si vemos un poco la televisión? Ponen una película de la Garbo, su actriz preferida. Creo que se trata de “El velo pintado”

–Recuerdo que la vi hace muchos años en el cine. No es de las más conocidas de Greta Garbo, de su etapa sonora. La miraré con mucho gusto.

–La miraremos, tía Magda – le contestó con simpatía.

Y eso es lo que hicieron al cabo de unos minutos, cuando dieron las siete y media en el bonito reloj de pared del salón donde se encontraban.                                      

11.-SUCEDIÓ EN EL AEROPUERTO INTERNACIONAL

– ¡Cuánta gente!  – dijo para sí la señora Gloria Martin una vez entró en la terminal 1 del aeropuerto.

           Era verdad. Aquel 30 de julio, el Aeropuerto Internacional de Canadá, estaba repleto de gente de todo el mundo. Lo más pesado de todo eran las esperas y en cierto modo el gentío cuando tenías que esperar y no podías sentarte. Aquel aeropuerto, que era muy grande y en el cual se habían hecho últimamente unas ampliaciones importantes, era muy conocido por la mujer. Como novedad, aquel año, había en una zona determinada un piano de cola nada menos que de color blanco y en el suelo una alfombra roja; para contrastar, impresionar y dar más solemnidad al acto que tendría lugar. Algunos carteles anunciaban aquel día una audición musical con obras de los compositores Beethoven, Chopin y Ravel. La señora Martin creía que era una buena idea para contentar a los que esperaban irse y también para los que esperaban la llegada de alguien.

           Y la gente. Algunos yendo de un lado a otro sin parar o haciendo las interminables colas que provocaban estrés y nerviosismo. Otros andaban despacio, deteniéndose continuamente. Estos eran los que pisaban el aeropuerto por primera vez o los que ya no se acordaban de él, los cuales miraban los carteles explicativos con impaciencia y preguntando a quien hiciera falta para sacarlos de sus dudas.

La señora Martin, que era viuda, se sentó en uno de los bancos situados en un extremo de la enorme sala y esperó pacientemente. Era una mujer de unos setenta años, de pelo gris y un poco gruesa.  Se podría decir que era una mujer plácida, simpática y muy guapa. Sus ojos, que empezaban a menguar por la edad, eran de color azul claro, igual que el elegante vestido que llevaba. Su presencia en el aeropuerto tenía una explicación ya que esperaba a su hermana menor que venía de Londres en un vuelo que llegaba a las 11’32h. Se alegraba mucho de que su hermana viniera ya que se llevaba muy bien con ella y la echaba bastante de menos. Ya hacía más de veinte años que vivía en Londres. Ahora venía para unos días de vacaciones y de momento, por extraño que pareciera, el sol lucía con poca fuerza a la vez que se podían contemplar algunas nubes grises.

         No tardó en aparecer un matrimonio de unos cincuenta años que se sentó delante de ella. Se les veía de clase alta; gente rica. Lo primero que pensó es que estaban muy morenos, que lucían un hermoso pelo negro, que vestían muy bien de blanco y que llevaban todavía puestas las gafas de sol. Y por lo que pudo escuchar a continuación, la mujer se estaba quejando de todo.

–Creo que mañana hay huelga de taxistas. Siempre hacen lo mismo en los momentos menos oportunos.

–Sus motivos deben tener, Marina – dijo su estoico y guapo marido de bonita sonrisa y dientes más blancos que la nieve.

–Eres un blando. Qué imagen daremos al mundo. Ahora todo esto no sólo sale en las noticias de la televisión, sino que la gente lo graba instantáneamente en su móvil y lo cuelga en internet y se comenta en las redes sociales. Todo en un momento. Cómo ha avanzado la tecnología, madre mía. Todavía no me lo puedo creer.

           La señora Martin se fijaba en aquella mujer. No era guapa, desde luego, pero tampoco fea. Vestía bien y todavía conservaba un buen tipo, pero le fallaba la cara. Se había hecho algo en los labios y le habían quedado un poco gruesos, así como los pómulos, por no decir la dentadura. Resultaba, para su modo de ser, algo artificial y poco natural, aunque no tuviera arrugas. Parecía como si quisiera luchar por vencer al tiempo, engañándose a sí misma, pues a la larga es siempre el tiempo quien nos atrapa y vence.

–Menos mal que esta vez el aire acondicionado funciona bien –continuó quejándose la mujer –. Y también encuentro acertado que no se fume. Y espero que no pongan tanta policía como en otros aeropuertos. No me gusta sentirme vigilada, aunque entiendo por qué lo hacen.

–A mí me agobia un poco la gente, ya lo sabes. Sin embargo, este aeropuerto me es simpático, aunque pueda resultar un poco aburrido, como todos.

    Al oír aquellas palabras, la señora Martin quiso responderle.

–Perdone que le moleste, pero les informo que dentro de poco habrá una audición de piano, aquí en el aeropuerto. Qué emocionante y bonito, ¿no les parece?

–Es cierto – respondió el hombre – hay bastantes carteles informativos sobre esto. Han tenido muy buena idea. A mí me gusta mucho la música clásica y el jazz.

–Sí – afirmó entonces su presumida esposa –, la buena música me gusta mucho. Pero la música seria, no la que se oye en las calles –sentenció.

–La música clásica es mi preferida – dijo a continuación la señora Martin – aunque se emplea mal esta definición ya que la música clásica abarca pocos años. La mejor música es la de los siglos XVII al XIX y algunas obras del siglo XX. Y para mí, Juan Sebastian Bach, el gran compositor alemán barroco, es el más importante de todos.

–Yo pienso lo mismo que usted, señora…   –dijo el hombre que calló por un momento al no saber el apellido de la mujer.

–Martin. Gloria Martin.

–Mucho gusto en conocerla. Permíteme que me presente. Mi nombre es Andrew y también creo que la música clásica es la mejor de todas –continuó hablando aquel hombre delgado y bien parecido –. En cambio, me costaría vivir de ella a menos que fuera un gran profesional.

–Sí. Y en el fondo para qué sirve una carrera como esta – continuó ahora su esposa con un cierto desprecio y altivez –. Yo prefiero carreras más importantes, prácticas y prestigiosas para la vida. Que quiere que le diga. Mis dos hijos han estudiado derecho y económicas. De hecho, estamos esperando al segundo, que está a punto de llegar de Londres, dónde tenemos familia. Ha acabado un máster y está muy contento por ello. Y nosotros también, desde luego.

–Qué curioso, yo espero a mi hermana que también viene de Londres. Quizá vengan en el mismo vuelo.

–¿Es el que llega a las 11’32 horas? –preguntó con cierta sorpresa Andrew.

–Así es.

–Pues es el avión en que viene nuestro hijo –dijo Marina que por fin se quitó las gafas de sol.

–Que coincidencia –dijo alegrándose –. Vaya, pues tendremos que esperarlos aquí. Ya sólo faltan veinticinco minutos.

–Sí – contestó – ya falta poco. Y espero que esta vez no haya retrasos, como el año pasado, que venimos a recoger a unos amigos y tardamos más de una hora – explicó para luego suspirar –. Los retrasos me sacan de quicio.

         Dicho esto, apareció una joven pareja con sus dos hijos de corta edad; niña y niño, de unos nueve y siete años, aproximadamente. También se les veía de una posición social acomodada pues vestían muy bien, con tonalidades pastel, ropa de marca. Pero a diferencia del matrimonio de mediana edad, la nueva pareja con los niños formaban un cuadro poco homogéneo. Alto él, baja ella, la niña rubia y delgada y su hermano con el pelo negro y regordete. Lo más destacable de ellos es que no paraban de hablar y moverse nerviosamente; de esto último sobre todo los niños. Parecían todos muy estresados y la mujer, por lo que pudo oír, estaba al límite.

            Se sentaron al lado de la señora Martin. Primero los dos niños, luego la mujer y para acabar el marido. La señora Martin agradeció en el fondo que se sentaran a su lado y no delante, pues solo era suficiente oírlos, no verlos. La mujer, que era muy delgada como su marido, rubia y que llevaba unas modernas gafas de montura blanca, vigilaba a sus hijos y se balanceaba en su asiento sin darse cuenta. El joven recibió una llamada en su móvil, en aquel momento, y hablaba flojito.

–¡No y no! –exclamó la madre dirigiéndose a su hija –, ahora no puedes volver a comer. Ya has desayunado y no pienso comprarte nada más.

–Pues tengo hambre, mamá – respondió la niña que se levantó del asiento y empezó a dar vueltas sobre sí misma para decir como un autómata – hambre, hambre, hambre…

–Cállate, ya te he dicho que no. Y siéntate – dijo muy enfadada su madre.

         Su hija sólo le obedeció durante unos segundos ya que no pudo aguantar más sentada. Volvió a levantarse para dar vueltas sobre sí misma otra vez, ahora más deprisa.

–Quiero un pastelito de chocolate – continuó aquella niña consentida – de chocolate, de chocolate, de chocolate…

–¡Quieres parar y callarte de una vez! –exclamó su sufrida madre. 

      La niña se paró y se dirigió a su madre diciendo fuertemente:

–¡Quiero un pastelito de chocolate!

–Comprémosle el pastelito, Cynthia –dijo preocupado el joven padre, de pelo negro como su hijo y que siempre estaba pendiente de su móvil.

–Así comerá y se callará, ¿eh, Max? ¿No sabes decir un no de vez en cuando a tus hijos?

–Me abuuurro – dijo entonces el niño que también se levantó del asiento y empezó a imitar a su hermana dando vueltas, pero en sentido contrario.

–Pues te aguantas.

–Me aburro, me aburro – insistió el niño que se paró de repente para señalar con el dedo una tienda de juguetes –Quiero ir allí.

–Ni hablar – negó su madre de inmediato.

–¿Y qué quieres? –preguntó su padre contradiciendo sin querer a su mujer.

–Un juego de robots.

–Solo faltaba eso. Basta ya del tema. Y sentaos los dos –los niños volvieron a sentarse con éxito –. Los dos sentaditos y calladitos. Ya falta menos para irnos. Nos lo pasaremos muy bien en Londres.

–Usted también, pero al revés, qué curioso –dijo la señora Martin en voz baja y un poco para sí.

–¿Cómo dice? – se extrañó la joven.

–Ah, perdone. Yo y este matrimonio de en frente esperamos a familiares que vienen de Londres. En cambio, ustedes se dirigen allí.

–Sí – afirmó Cynthia – Nos hace falta a todos. Estábamos a punto de ir a Nueva York, pero al final fallaron los hoteles. Qué le vamos a hacer. Londres nos encanta. No es la primera vez que vamos.

–Yo estuve hace cinco años con mi marido –les aclaró entonces Marina – Nos gustó mucho. En nuestro caso sí que era la primera vez que íbamos.

–Me gustó todo menos la comida –puntualizó entonces su marido.

–Bueno, al final te acostumbras –replicó el joven Max con una sonrisa nerviosa pero sincera en su rostro –. Las patatas fritas y pescado, tan típico, nos encanta a todos, así como los huevos fritos con beicon que se come para desayunar. Y los bizcochos, qué ricos son.

–En cambio, a mí me gusta más la comida mediterránea – dijo la señora Martin – Es más variada y sana; a mi parecer, claro.

–Oh, por favor no habléis de…  –dijo Cynthia desesperada.

         Entonces, la niña empezó otra vez con su queja, y se dirigió a todos bastante enfadada y gritando como la vez anterior.

–¡Tengo hambre y quiero un pastelito de chocolaaaaaate!

–Oye, bonita –dijo entonces la señora Martin con amabilidad, pero seria – ¿No has oído a tu madre?, ¿Por qué no le haces caso?  Te quiere mucho y lo dice por tu bien. ¿Sabes?, debes ser una niña más obediente.

         La niña se la quedó mirando fijamente. Y aquellas palabras debieron hacer efecto pues finalmente se sentó y calló para alivio de todos.

–Menos mal. A ver si se calma de una vez – dijo el permisivo Max.

–Mi hija Samantha es muy nerviosa –afirmó Cynthia que se frotaba sin darse cuenta las manos – En cambio, mi hijo Nigel es más tranquilo. Y ahora que lo veo debería hacer un poco de gimnasia o deporte. Está empezando a engordar un poco.

–No quiero hacer deporte. Nunca. – contestó, como zanjando el tema, el simpático niño.

–Claro que sí – dijo entonces un joven que había oído el final de aquella conversación y que se sentó al lado del matrimonio maduro, en frente del matrimonio más joven.

– ¡No! –chilló Nigel.

–Oh, sí –continuó el joven que parecía simpático de verdad – yo he hecho deporte toda mi vida. Estoy seguro de que también te gustará.

–Ves lo que te dice este chico tan simpático – dijo Max aliviado.

–Quiero el juego de robots –afirmó Nigel con terquedad.

“Qué niños tan insoportables. Y pobres padres. Les costará educarlos en este mundo tan material y con prisas en el que vivimos. Les costará mucho. –pensó la señora Martin para sí, lamentándose".

         Entonces, la señora Martin se fijó en el joven y en el amigo que lo acompañaba. Aquel chico era muy simpático. Muy alto, rubio, delgado, fuerte y con una bonita sonrisa. Su joven amigo en cambio era pelirrojo y parecía introvertido y con cierta falta de personalidad. El joven rubio se veía que tenía mucha y que le gustaba la conversación, totalmente diferente al otro joven, un poco feo y grueso, que reía cuando su amigo reía, callaba cuando su amigo callaba y escuchaba cuando su amigo conversaba. Lo miraba siempre con cierta admiración. Por lo que pudo escuchar los dos esperaban a sus respectivas novias, que venían de Amsterdam.

–Me gusta mucho Holanda, en concreto Amsterdam – dijo el atractivo joven –. Lo tengo decidido: Voy a vivir allí cuando acabe la carrera, estoy seguro. No es la primera vez que he estado y me encanta la ciudad. El próximo verano iré con Sandra.

–Pues quizá te acompañe yo con Irene –continuó su amigo llamado Edwin.

–Y jugaremos al tenis y al futbol. Y nadaremos.

–Sí, sí, has tenido una buena idea –dijo Edwin abriendo sus enormes ojos pardos –. El año que viene iremos a Holanda –concluyó sonriente.

–De hecho, podríamos hacer una visita por todo el país. Y también debemos visitar Rotterdam, naturalmente. Ya sabes que hablo holandés muy bien.  El inglés y la tecnología son el futuro, recuérdalo bien –concluyó un poco triunfante.

–Es verdad, Scott. Yo todavía estudio español, ya lo sabes –respondió casi a modo de disculpa.

–Pero no es suficiente. Te faltaría un idioma menos conocido para prosperar ¿Qué tal el chino? ¿O el japonés? En mi caso, es el holandés.

–No, no, con uno ya es suficiente. Recuerda que también hago natación, informática y judo. Y el año que viene empezamos la universidad.

–Cuántas actividades hacéis –dijo un poco sorprendida la parlanchina y curiosa señora Martin – ¿Ya tenéis tiempo para descansar y distraeros?

–Sí, sí –afirmó el vital y nervioso Scott – tenemos tiempo para todo, señora.

–“Y así van tan estresados” – se dijo para sí la mujer – ¿Es necesario en el fondo tanta actividad? Creo que no.”

–Mis hijos también hacen extraescolares. En concreto, tres. De lunes a viernes –dijo entonces Cynthia que quiso unirse a la conversación.

–¿No son muchas para unos niños tan pequeños? –exclamó sorprendida Marina –. En mis tiempos solo se hacía una y muy bien.

–Son necesarias– respondió Cynthia un poco molesta– estamos en un mundo muy competitivo y hace falta estar bien preparados para el futuro.

–Recuerda que quizás el curso que viene el niño deba hacer deporte y la niña ballet – dijo Max mientras leía un mensaje en su móvil.

–¿No estarán cansados los niños con tanta actividad? ¿Cree que son felices? – preguntó con cierta pena la señora Martin.

–Repito que es necesario –contestó Cynthia molesta por aquella observación –. Cuando sean mayores nos lo agradecerán. Y en el mundo en que vivimos es importante. Habrá mucha competencia en todo. Y quiero que hagan muchas cosas, para que puedan despuntar en alguna. Y quizás sea su futuro. La vida que les espera no será fácil y deben estar bien preparados.

–Espero que no lleguemos a casos extremos como en algunos países asiáticos, donde este tema es muy preocupante y peligroso – dijo la señora Martin.

         Todos sabían a lo que se estaba refiriendo. Muchos niños sin jugar y estudiando sin parar. Y los jóvenes estudiando más de doce horas seguidas. En aquellos países la competitividad era enorme, desproporcionada. Y muchos jóvenes que no lo conseguían, acababan quitándose la vida.

–Y qué me dicen del deporte. Es muy importante, desde luego –continuó la señora Martin –, pero quizás se le da mucha importancia, en la actualidad, sobre todo a nivel social. A veces pienso en los niños que están en las escuelas en la hora del patio. Pienso en aquellos niños que no les gusta el deporte y están solos, como marginados. Y nadie les hace caso, ni sus compañeros ni las mismas maestras. Qué pena.

         El joven Scott, que parecía tener una respuesta para todo, esta vez no supo qué responder. Sabía en el fondo que la mujer tenía razón. El deporte está muy sobrevalorado. Según en qué ambiente, si haces deporte piensan que haces muy bien; en cambio, si no lo haces piensan que haces mal o qué lástima que no lo practiques. Y tenía un claro ejemplo en su familia ya que a su mismo hermano, que era sedentario y conversador, no le gustaba nada el deporte. Es más, lo aborrecía. No, a veces su hermano no lo pasó nada bien en el patio de la escuela. Todos o casi todos jugando al fútbol o al baloncesto, menos él.

–¿Os gusta la música clásica? – preguntó la señora Martin a los dos jóvenes cambiando de tema de conversación.

–No mucho – contestó Scott – a mí me gustan los grupos de rock. A mi novia, en cambio, le gustan más los cantantes solistas.

–Como a la mía –añadió su amigo que no conseguía despegar por sí solo.

–Pues dentro de muy poco empezará una audición musical.

–Ya lo hemos leído. A ver qué tal será –le respondió con naturalidad y suspirando a la vez que cogía su móvil.

–A nosotros cada vez nos gusta más la música clásica –dijo entonces Andrew –. Estas obras de Beethoven, Chopin y Ravel, seguro que serán de nuestro agrado.

–Creo que serán del agrado de todos –concluyó felizmente la señora Martin.

         Entonces, la mujer se fijó en la gente que estaba a su alrededor y sobre todo en los que tenía más cerca, con los que había hablado. Qué diferentes eran todos. Pero en el fondo, eran más iguales de lo que pensaban.

         Luego se fijó en los titulares de un periódico donde se hablaba de una nueva guerra. Y seguidamente le vinieron a la memoria otras palabras horrorosas que estaban relacionadas con ella: la violencia, los asesinatos, la desesperación, el hambre, la injusticia, la rabia, el miedo, la maldad en general. Y el ruido ensordecedor y constante de las bombas. Cuántas tragedias había en el mundo que parecían no acabar nunca, explicadas de forma constante en las televisiones, los periódicos, radios, internet, móviles... Qué agobiante, qué estresante, qué deprimente. ¿Se podía hacer algo para arreglar todo aquello?

                                                  *     *      *     

  Poco antes de comenzar la audición, Cynthia miraba con disimulo a la señora Martin y dijo para sí: “Qué mujer tan peculiar. Tan segura de sí misma y creyendo tener razón en todo. Pues no, no la tiene siempre. Además, debe ser una solterona dando lecciones a todo el mundo. Que se preocupe un poco más de ella en lugar de dar tantos consejos o de hacer demasiadas observaciones”.

“Esta mujer parece muy sabia, la voz de la experiencia. Me da seguridad y me cae bien, aunque seamos completamente distintas en todo” –pensó Marina –. Pero debe tener una vida aburrida”

“Según como la mire me recuerda a mi tía – reflexionó entonces Andrew – siempre dando una visión diferente de las cosas. Una buena mujer, reflexiva, observadora, sensata, curiosa y bien informada.”

“Tiene razón en cuanto a las extraescolares. Pero es inútil hablar de este tema con mi mujer. Parece una mujer simpática y razonable. La voz de nuestra conciencia. Quizás de lo que pensamos realmente en el fondo–pensó Max.”

“Esta mujer es un poco rara, hablando con todos nosotros como si nada – recordó el joven Scott –. Se nota que es de otra generación. Pero se ve simpática y está enterada de muchas cosas que yo no sabía.”

         Su amigo Edwin no pensó nada de la mujer, solo se fijó en la edad, que dedujo que sería de sesenta años, equivocándose, el pobre.

         Los dos niños estaban felizmente quietos. Nigel, un poco dormido; su hermana Samantha, que se encontraba en el regazo de su padre, la miraba de reojo y pensaba que era una vieja tonta y antipática. Y que siempre se salía con la suya que en el fondo era lo que más le fastidiaba.

          Por fin se escuchó por megafonía todo lo referente a la audición. Se empezaría con la sonata 21, opus 53, de Beethoven, el primer movimiento y el final del segundo, el rondó. Seguidamente el estudio nº 24 de Chopin y para acabar con el primer vals noble y sentimental de Ravel. El programa era variado y bueno, pensó. Y la idea de ofrecer conciertos en el aeropuerto, muy original.

           Faltaban once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, un segundo… y la música empezó.                                  

         El pianista era un joven delgado de pelo negro que llevaba unas gafas de montura del mismo color, de unos veinticinco años. Nadie le hizo caso cuando apareció elegantemente vestido de negro. Pero el decidido joven tenía muy claro lo que iba a suceder.                

                                                   *     *     *                                             

La música empezó. Se oía muy bien y poco a poco empezaba a hacer sus efectos.

       –“Qué hermoso es el comienzo de esta sonata llamada Waldstein, con tanta fuerza y brío –se dijo para sí la señora Martin –  Y es curioso como ya hay algunas personas que han dejado de hablar y están escuchando con atención. Seguro que la música los distraerá de sus problemas”.

         Otras todavía se resistían y hablaban entre sí. Entonces, la señora Martin vio como de algunas ventanas que daban al exterior, descendían unas cortinas blanquecinas hasta más de la mitad, quizás para dar más oscuridad e intimidad a aquel momento. Y comprobó que las voces disminuían todavía más y que cada vez había más y más silencio. La gente callaba y escuchaba con más atención el final de la sonata; el bello y largo rondó.

         De forma gradual, la música empezó a oírse más fuerte por los altavoces que había al lado del piano y el magnetismo y belleza de la melodía empezó a hacer efecto ya en casi todo el aeropuerto.

         El joven matrimonio que tenía a su lado estaba callado. Lo más sorprendente era la reacción de los niños que estaban como hipnotizados. El matrimonio de mediana edad, que tenía delante, parecía estar muy concentrado y ponían una cara seria y serena, al igual que los dos jóvenes que también estaban como absortos.

–“Qué melodía más bonita. Ojalá no acabara nunca, ojalá no acabaran nunca estos momentos”.        

Entonces, la señora Martin se giró un momento. La gente estaba callada, no se movía de su sitio. Había silencio. Solo se oían de vez en cuando los altavoces anunciando la llegada o partida de algún vuelo. Parecía como un aeropuerto fantasma, atrapado por el tiempo.

            “La música relaja –se dijo la señora Martin al recordar las palabras del hombre que tenía en frente –pero también emociona y evade. Qué mundo sería este sin esta música que nos ha acompañado durante tantos años, en tantos sitios, en tantos momentos. Esta música que, por desgracia, mucha gente, sobre todo joven, desconoce.

Cuando acabó la primera pieza, empezó la segunda; el estudio de Chopin. Aquel espectacular estudio que era tan difícil, rápido, fuerte y brillante como bello. Lástima que durara menos que la sonata.

         El silencio era ya general, incluso algunas personas tenían los ojos cerrados para relajarse y concentrarse mejor.

         Se había producido un pequeño milagro. Por un momento, parece que todo el mundo olvidara todo lo triste y trágico, para alcanzar unos minutos de paz y felicidad.                       

                                                *    *    *

         El tiempo iba pasando lentamente, pero era como si no pasara, como si toda la gente estuviera atrapada en él. Ni vuelos de aviones, ni llegadas, ni partidas, ni prisas, ni nervios. Todos en silencio escuchando aquella rápida, potente y hermosa melodía.

         La señora Martin entonces se levantó y miró el aeropuerto, en toda su extensión. No podía creer lo que veía; qué impresión daba todo. Ojalá aquel momento mágico se repitiera en otras partes de la ciudad; por no decir en otros pueblos y ciudades del mundo. Sería el mejor antídoto contra el mal. Y la gente sería más feliz y estaría más calmada. Y despertarían los buenos sentimientos y acabarían los malos.

           Cuando se sentó, el matrimonio de mediana edad le sonrió, al igual que los dos jóvenes. Y sin darse cuenta Cynthia le cogió fuertemente de la mano y se la apretó. Los dos pequeños giraron sus cabecitas hacia ella y también le sonrieron.

         La última obra, el bello y emotivo vals de Ravel, fue la más breve de todas. Todos continuaban callados e inmóviles en su sitio. Parecía un espectáculo sobrenatural, donde el protagonista no solo era el intérprete, sino el público.  

                                                  *     *      *

Cuando acabaron las tres piezas, la gente empezó a aplaudir y poco a poco y lentamente todo volvió a la normalidad; pero había más silencio y menos nerviosismo; más calma. Aquella música actuó como un sedante para los allí presentes.

         Entonces, fue cuando Max se dirigió a la señora Martin, diciéndole:

–Ha ocurrido un pequeño milagro, estoy emocionado.

–Yo también – afirmó la señora Martin – qué momento tan maravilloso hemos tenido y sobre todo que hemos sentido… Y ahora si me lo permiten –dijo a todos los presentes, levantándose – voy a saludar a mi nieto que es quien ha interpretado estas obras.

–¿Cómo dice? – dijo muy sorprendida Marina.

–Sí, querida, mi nieto es pianista. No se deben menospreciar las artes, señora. Pueden resultar muy beneficiosas para uno mismo y para los demás.

–Perdóneme usted, no era mi intención ofenderla – le contestó un poco avergonzada.

–Yo tuve la idea de hacer todo esto. Y a Anthony le encantó y quiso participar. Conocemos al director de este aeropuerto y nos dijo que era una idea atrevida, pero también bonita e interesante. Al final nos dijeron que sí y nos dieron permiso para llevarla a cabo. Y ha funcionado. Si todo el mundo escuchara este tipo de música, que ha quedado ya anticuada para los jóvenes de hoy, quizás los hombres serían más buenos y no habría tanta maldad. Estoy convencida de ello. La música une a los hombres y mujeres, a la sociedad, a los países. Al mundo.

–Es verdad y disculpe, señora Martin –dijo entonces la mujer– Por cierto, ya son las 11h 30 minutos. Deben estar a punto de llegar su hermana y nuestro hijo.

–Sí, gracias por recordármelo. Vayamos a recibirles.

     Entonces la anciana se dirigió al matrimonio joven y a los dos jóvenes.

–Ojalá estas audiciones se hicieran en los lugares donde hay guerras, aunque ya sé que es peligroso. Que hubiera un despertar colectivo en todo el mundo, continuamente. La música es un arte que une y sensibiliza. Y esta idea no debería dar pereza o risa; sino todo lo contrario.

–Sí, señora. Aunque yo lo haría con otro tipo de música –contestó Scott.

–Claro, por supuesto. Hay tantos estilos musicales y grupos. Puede ser magnífico y emocionante. Y nunca os desaniméis.

–Sí, señora. Y adiós –dijo entonces el joven que le estrechó la mano para despedirse – nosotros todavía hemos de esperar un buen rato a nuestras novias.

     La señora Martin les sonrió y luego se dirigió al joven matrimonio con sus dos hijos.

–Bueno, también me despido de vosotros. Creo que este momento lo recordaremos toda la vida, ¿no es verdad?

–Sí, señora Martin – asintió Cynthia –. Ha sido una experiencia maravillosa.

– ¿A qué hora se van ustedes?

–A las 11’44h –contestó Max.

–También ya falta poco. Bueno, y también me despido de vosotros, niños. Adiós, disfrutad mucho y portaos bien.

–Dad un beso a la señora Martin – dijo con sinceridad Cynthia.

           Los niños la besaron a la vez; uno en cada mejilla. Luego la señora Martin se despidió del joven matrimonio deseándose todo lo mejor.

         Seguidamente se separaron y la señora Martin y el matrimonio de mediana edad se dirigieron hacia donde se encontraba el nieto de la mujer.

 –Mi hija se ha roto el pie y su marido le hace compañía –dijo la señora Martin a medida que iban andando –. Lástima que no hayan podido venir y vivir esta experiencia.

–Qué bien que toca el piano, su nieto. ¡Y cuántos años de estudio! –exclamó con admiración Marina.

–Efectivamente.

–Y la idea que ha tenido ha sido sobresaliente. Yo también quiero conocer a este joven tan brillante –dijo entonces Andrew.

         Así lo hicieron cuando llegaron. Felicitaron al joven y hablaron durante unos segundos y luego finalmente y con un poco de pena, se despidieron con amables palabras.

         Seguidamente y ya por separado, la señora Martin y su nieto y el matrimonio de mediana edad se dirigieron hacia la zona donde llegaban los pasajeros del vuelo de Londres, que no tardaron en aparecer.

         La señora Martin explicó a su hermana, que se parecía a ella pero más joven, lo que había sucedido hacía unos minutos.

Los tres se dirigían a la puerta más cercana para salir e ir al domicilio de la mujer. No había tanto ruido como cuando entró en el aeropuerto. Aquella idea había funcionado.

         Cuando salieron por una de las puertas que daba al exterior, la señora Martin se paró un momento y miró al cielo. Algunas nubes grises habían desaparecido y el bonito cielo azul hizo acto de presencia, así como el sol que brillaba ya con fuerza.

“Un nuevo día lleno de esperanza. Un nuevo día de 2018. –suspiró para sí la mujer– Qué experiencia tan hermosa hemos vivido. Hablaré luego con mi nieto a ver si se puede hacer algo parecido en otro lugar. Se debería hacer una campaña para conseguir más felicidad y calma en el mundo. ¿Por qué no? La buena música puede ser el camino para conseguirlo.”

                                                  *     *    *

Por la noche y tras un intenso y bonito día, Mónica, la hermana de la señora Gloria Martin, le dijo en el confortable salón antes de acostarse:

–La idea que has tenido en el aeropuerto, me ha parecido magnífica, Gloria. Siempre has sido muy creativa y valiente; una abuela a imitar – exclamó muy contenta.

A la señora Martin le gustó aquel comentario y le respondió:

–Gracias. Cada uno es como es. Ya sabes lo que pienso de la vida. Hay que ser buena persona e intentar ser feliz, las dos cosas. Y a veces, los pequeños momentos de felicidad persisten en nuestro recuerdo para siempre. Cómo hoy.

–Es verdad. Y por este motivo – dijo como titubeando – quisiera entregarte este sobre dentro del cual hay unas narraciones muy bonitas y especiales para mí. Son unas descripciones y reflexiones de algunas pinturas célebres. Las escribió un amigo mío que tengo en Barcelona que me las dio hace poco, pues sabe de mi afición a la pintura. Se llaman “Impresiones pictóricas” y las he leído durante el viaje. La verdad es que las encuentro muy interesantes y originales. Y, si pudiera ser, Gloria, me gustaría que hicieras algo parecido a lo que has hecho hoy. Debería ser algo grandioso, y perdona mi atrevimiento, en la que participase mucha gente. – explicó muy contenta y esperanzada.

–Las leeré, Mónica. Y gracias por confiar en mí. Haré lo que pueda, si es que puedo… ¿También las puede leer, Anthony?

–Ya lo creo, al igual que tu hija Nathalie y tu yerno Walter. Y si quieres también a Olivia, nuestra prima.

–Creo que de momento solamente se lo diré a Anthony. Sin su ayuda hubiera sido imposible lo de hoy. Aunque la idea ha sido mía, si a él no le hubiera gustado, no habría participado en todo esto. Y no hubiera interpretado las tres obras al piano. Además, tiene muchos más contactos que yo.

 

–Cómo quieras. Y ahora me voy a dormir. El día ha sido agotador. Y ten el sobre antes de qué se me olvide – le dijo sonriéndole a la vez que se levantaba del sillón.

–Gracias, Mónica. Las leeré ahora mismo, antes de acostarme. Hoy no tengo mucho sueño qué digamos.

Cuando las dos hermanas se despidieron, pasadas las once de la noche, en su confortable sillón floreado de tonalidades marrones, la señora Gloria Martin empezó a leer aquellas “Impresiones pictóricas” que intuía que serían muy interesantes y que quizá haría algo importante con ellas.

La mujer pensaba muy a menudo que la tecnología era muy necesaria y útil en la actualidad, pero que eclipsaba o tenía tendencia a hacerlo sobre las artes que a veces parecían un poco olvidadas por la humanidad. Sobre todo si se trataba de obras anteriores al siglo XIX; e incluso ya del XX.

Se trataba de ocho microrrelatos que transcurrían en verano. Y el primero empezaba así:

 

                  

 

 

 

 

IMPRESIONES PICTÓRICAS

 

    1.- LAS MENINAS (Diego Velázquez)

 

Real Alcázar de Madrid, 19 de agosto de 1656.

 

–Qué pena, cuando muramos y pasen los siglos, quizá nadie se acuerde de nosotras –dijo con tristeza María Agustina.

–Siempre queda la esperanza de que no sea así. Pienso que el cuadro de Velázquez será recordado en siglos posteriores en España y en Europa. Creo que será un cuadro muy importante. –contestó Isabel con más alegría.

–La verdad es que es un cuadro muy grande y bonito. Para mí, el mejor donde sale la Infantita Margarita Teresa, situada en el centro de la composición, la protagonista principal. Incluso pueden verse a sus padres, los Reyes Felipe IV y su esposa, Mariana de Austria. Y también a otros personajes de la corte y al mismo pintor. Todos los personajes del cuadro parecemos vivos (once en total y también el perro mastín), como si quisiéramos salir de él de un momento a otro. La verdad es que es un cuadro original y diferente a los demás. Y la escena, hecha en una gran sala bastante oscura del palacio, donde pintaba Velázquez, parece cotidiana y familiar.

–Pero, sobre todo, María Agustina, es un cuadro donde también se nos ve muy bien a nosotras, las meninas, las pequeñas damas de honor de la Infanta, situadas junto a ella, pintadas con delicadeza, elegancia y claridad. Ojalá que el cuadro acabe llamándose así – finalizó suspirando.

 

 

 

 

 

2.- LA JOVEN DE LA PERLA (Johannes Vermeer)

Ya en el museo, en aquella agradable tarde de julio, el joven guía empezó a describir el cuadro con mucho interés, aunque de forma impersonal, a todo el grupo turístico. Era el año 2012.

-La joven de la perla, llamada también la Mona Lisa del Norte, pintada al óleo por el pintor barroco holandés, Johannes Vermeer...

Pero yo (sólo un poco mayor que el guía y muy aficionado a la pintura) sólo me fijaba en el rostro de la bella y delgada joven. Y reflexionaba:

“¿A quién debe mirar la joven de la perla, tan delicada, que da la impresión que la llamaran por su nombre y se girara un momento para ver quién era?

Qué curioso que a la vez tuviera los labios entreabiertos que la hacían también exótica y sensual, con su turbante azul y ocre, este último como su vestido un poco más oscuro, que junto al blanco y negro del cuadro, sus luces y sombras, destacaban su pálida y luminosa faz.

Su mirada, si se observa con profundidad, es ingenua, misteriosa y un poco asustadiza.

¿Y cuántos años debería tener? Muy joven; acaso no llegara a los veinte.

Y la brillante perla en su oreja izquierda, en medio del cuadro. ¿Por qué destacarla tanto? ¿Acaso y en el fondo era lo más importante para el pintor? El hecho de que la llevara ya resulta original y poco habitual.

Y cómo brilla este cuadro… cómo brilla. Parece como si la tela atrapara la luz. Y como su brillante mirada te atrapara a ti.                   

3.-LA GIOCONDA (Leonardo da Vinci)

La hermosa guía francesa, de unos treinta años, de pelo rubio, rolliza, muy parlanchina y clara en sus explicaciones, se dirigió a un reducido grupo de turistas españoles en una mañana muy lluviosa de agosto del año 2013.

“Es emocionante saber que se encuentran delante del cuadro más famoso del mundo, La Gioconda o Mona Lisa, que fue pintado al óleo por el pintor renacentista italiano Leonardo da Vinci entre 1503 y 1519, y que actualmente se encuentra aquí, en el Museo del Louvre, en París.

Mucha gente se preguntará por qué es tan famoso. La respuesta es tan clara como sencilla: por sus enigmas y sobre todo por su robo en 1911 y posterior recuperación en 1913. Este hecho hizo que, primeramente, el número de visitantes del Louvre aumentará no para ver la pintura, sino para ver el hueco que había en la pared. Luego la gente fue a verlo de forma masiva, por curiosidad, hasta la actualidad.

Lo primero que nos viene a la mente es su enigmática sonrisa y su luminoso rostro sereno. Pintores, estudiosos, psicólogos y psiquiatras creen que su sonrisa (tímida para unos o que empieza para otros, reflexioné) puede contener cuatro estados de ánimo que serían, de mayor a menor: el de felicidad, y luego cada vez menos, el de disgusto, temor y enfado. Y se dice que su sonrisa fue debida a los músicos que la acompañaban y distraían con sus melodías.

Si observan bien su mirada, verán que sus ojos giran un poco a su izquierda. La posición de su cuerpo, que está sentado, es majestuosa y la posición de sus manos, elegante. Su vestimenta, según la moda de la época, es oscura y lleva un velo que podría indicar que estaba embarazada o que había sido madre hacía poco. Quizás por eso el marido le regalara el cuadro, pensé yo. Y extrañamente no tiene ni cejas ni pestañas, algo que desconcierta a los estudiosos del cuadro.

¿Y quién era esa joven? Hoy en día se afirma que la mujer, un poco masculina, aunque hermosa y distinguida, se llamaba Lisa Gherardini y era la esposa del comerciante Francesco del Giocondo. De ahí su nombre. Su otro nombre, y también muy famoso como ustedes sabrán, es el de Mona Lisa. Mona es una abreviación de Madonna que quiere decir “Señora”.

Aunque hay otras hipótesis muy variadas que dicen que no era la mujer del comerciante. Incluso una de ellas dice, muy atrevidamente, que era el mismo Leonardo, afirmó la mujer ante la extrañeza de los allí presentes. Posteriormente vi unos dibujos de él y no me extrañó lo que dijo la guía, aunque paradójicamente sí que me extrañó que pudiera ser un hombre.

También es muy curioso saber que hay otro cuadro que se hizo, casi igual y a la vez que este, por un alumno suyo, que se encuentra en el Museo del Prado, en Madrid. Es un hecho muy significativo pues ya se debería considerar un cuadro importante, volví a pensar.

Entonces, la guía continuó con más explicaciones técnicas del cuadro y cuando acabó, el grupo pudo avanzar. Pero yo no me quería ir. Quería estar a solas con él y verlo un poco más para intentar descifrar sus misterios.

Me fijé en el paisaje del fondo, a lo lejos, y en la bonita e impresionante perspectiva. Todo muy oscuro a diferencia de su rostro, pecho y manos, luminosos y amarillentos. Me pregunté dónde la habían retratado. Y luego vi un lago azul y quedé bastante sorprendido al ver que el nivel del agua era diferente en cada lado de la joven: si la miramos bien, a su izquierda es más alto que a su derecha.

Y las altas y escarpadas montañas deberían ser los Alpes italianos. O la habían pintado allí o el pintor se inventó el paisaje. Por un momento no me la imaginé en las altas montañas, pero quién sabe. ¿Otro misterio, quizá?

Pero lo que me sorprendió más del cuadro era ver lo pequeño que era. Quizá desentonaba un poco con la grandeza de su historia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.-LA NOCHE ESTRELLADA (Vincent Van Gogh)

Siempre es importante leer un poco sobre los cuadros y también verlos en algún libro, en la televisión y ahora en Internet (para mí, la gran ventana al mundo), antes de ir a verlos a los museos y maravillarnos con ellos. Por eso, cuando fui a Nueva York con mi mujer, la primera semana de septiembre de 2014, quise ver uno de los cuadros más famosos de Van Gogh llamado “La noche estrellada”, (título que siempre encontré muy poético) que me impresionó ya de pequeño porque me producía mucha tristeza y notaba algo desesperado en el pintor expresionista holandés de la segunda mitad del siglo XIX.

Es evidente, tal como dice el título, que el cielo azul de la noche junto las estrellas son los dos protagonistas principales de la obra y están pintadas con mucha intensidad. Con trazos gruesos, ondulantes y vigorosos, que le dan fuerza y movimiento. Con unas estrellas grandes, creo recordar que once, de colores amarillentos y blancos y con una enorme luna también amarilla (color muy importante para el pintor que representaba luz y vida), que da la sensación de ser luna llena. También vemos una gran estrella blanca que algunos estudiosos dicen que es el planeta Venus. El tranquilo y pequeño pueblo, pintado con pinceladas cortas y rectas, también tiene muchas tonalidades de color azul. Sólo los árboles tienen tonalidades verdes. Y es curioso ver un alto ciprés que se eleva al cielo, como si quisiera tocarlo, al igual que un campanario de una oscura iglesia.

A Van Gogh no le gustó mucho este cuadro y nunca se hubiera imaginado que sería uno de sus más famosos. Lo pintó cuando se internó voluntariamente en un sanatorio mental y veía aquel paisaje desde su habitación. Por eso, también me recordaba ya en mi juventud, locura y muerte, esta última quizás como si el pintor la presintiera, después de una vida tan sufrida y atormentada.

Quizá fuera así, ya que Van Gogh murió pobre y joven, no llegando a los cuarenta años, muy poco tiempo después.

 

 

 

5.-LAS AMAPOLAS (Claude Monet)

 

15 de agosto de 2015

Y ahora llegamos a mi cuadro preferido.

Si tuviera que decir el porqué de ello, sería muy fácil; por su belleza y significado: un campo cubierto de amapolas, por el que pasea tranquilamente una elegante mujer con su pequeño hijo, en una mañana o tarde nubosa de verano. Una madre feliz con su hijo, un hijo feliz con su madre.

La fuerza del rojo, el color de estas flores, preferidas del pintor impresionista francés Monet y que salen en otros cuadros suyos, aparece en la parte izquierda del lienzo. En la parte derecha, predomina el verde. Y en la mitad superior, el azul y blanco del cielo. Es un cuadro que desprende tranquilidad por la idea, a la vez que fuerza por su trazo, que lo hace parecer real.

La naturaleza, con su paisaje ondulante y descendente, atrapa la vista por su luz. Casi ni nos fijamos, al fondo a la izquierda, de otra figura de mujer con un niño, también bastante difuminadas, que probablemente sean otra vez su mujer e hijo Jean, en otra de las secuencias repetitivas de la pintura y característico de Monet.

Ni mucho menos en la casita que se ve a lo lejos que mucha gente no se da cuenta de su existencia y que se encuentra casi en el centro del cuadro, entre los cuatro colores principales, quizá para destacarse, siendo más importante de lo que cree la gente.

Y cuando ves el cuadro en el museo, con sus gruesos trazos de color rojo, parece una sorpresa, una invitación… como si el bonito cuadro quisiera ofrecerte una amapola.

 

 

 

 

 

 

6.-EL ANGELUS (Jean François Millet)

 

2 de agosto 2016

 

Cuando miro el pequeño cuadro de tela llamado “El Ángelus” que pertenece a la corriente pictórica del realismo, realizada a mediados del siglo XIX, siempre me invade una gran sensación de soledad y tristeza pues en él vemos a dos pobres campesinos que están rezando el ángelus, en una pausa de su duro trabajo diario en el campo y en un gran primer plano. No se les ve la cara, pero sí sus siluetas, debido a la luz baja del sol, a la izquierda del lienzo, que destaca sus gestos y dan una sensación de recogimiento y abandono que sobrecoge. Es un cuadro austero que impresiona por la fuerza del momento, de la pausa, de la plegaria.

Los dos campesinos, que están casi de frente, están rezando en un llano desértico y un cielo cubierto de algunas nubes (la mujer, de perfil, con las manos juntas en actitud de orar, y su marido casi de frente pero cabizbajo, cogiendo con fuerza su viejo sombrero con las dos manos) y dirigen su mirada al suelo, quizá hacia una cesta que tiene mucha importancia en la obra, pues los estudiosos han podido revelar que antes no había tal cesta, sino un pequeño ataúd con un niño pequeño dentro de él; el hijo de la pareja. La obra en sus inicios fue tan dura, tan trágica, que la censura la prohibió. Y finalmente, tuvo que ponerse algo que lo substituyera y que lo hiciera menos duro para quién lo viera. El cuadro es bastante oscuro, como difuminado. Hay como una neblina que hace más solitario y triste la escena de los dos pobres campesinos orando, quizá en silencio.

El pintor surrealista Dalí se obsesionó con este cuadro, que se encuentra en el museo de Orsay en París. Y no me extraña, pues transmite tanta pena que no deja indiferente a nadie. Fue un cuadro con una buena acogida de público. Hasta la burguesía, tan clasista, lo aprobó.

Un homenaje al mundo rural que por fin cobraba cierta importancia a nivel pictórico.

 

 

 

7.- ¡MIRA QUÉ BONITA ERA! (Julio Romero de Torres)

 

24 julio de 2017

 

Este pintor español, nacido en el último cuarto del siglo XIX y andaluz por más señas, fue muy importante en España en su tiempo, aunque su celebridad no llegara a Europa. Es conocido sobre todo por un cuadro, “Fuensanta” el bello retrato de una joven morena que apareció muchos años después en el billete de cien pesetas en España, durante la dictadura del general Franco, en el siglo XX. Sin embargo, no hablaré de aquel cuadro, sino de otro, que siempre que lo veo me estremece mucho pues es el cuadro más triste y desgarrador que he visto en toda mi vida. Su nombre: “¡Mira qué bonita era!, sacada de una soleá (tipo de composición poética andaluza, del sur de España) que dice así: “Mira qué bonita era, mira qué bonita era, se parecía a la Virgen de Consolación de Utrera”.

 

El cuadro, que es un óleo sobre un lienzo no muy grande, representa el velatorio de una hermosa joven fallecida a los quince años, cuyo pálido rostro se encuentra a la izquierda del lienzo y que yace en un ataúd cubierto de flores, en una sencilla habitación de una familia humilde. El ataúd, blanco y con líneas azules, se encuentra sobre una mesa cubierta por una sábana blanca con pliegues que llega hasta el suelo. Aunque la habitación sea exterior y pueda parecer que la luz venga de la ventana abierta, solo el color blanco del ataúd, de la gran sábana y del vestido de la joven, dan luz y brillo al lienzo.

Al lado de la joven, sentado, podemos ver a un hombre profundamente desconsolado, lo más seguro el padre, que parece que no quiera separase de su hija; a una mujer de pie, casi en el centro del cuadro, lo más probable la pobre madre, que llora y que por un momento da la espalda a su hija; a otra mujer, anciana y que se encuentra sentada a la izquierda del lienzo, en una silla al lado de la ventana, al pie de la calle, y que quizá sea la abuela rezando con fervor el rosario. Estas tres figuras, después de la fallecida joven, parecen las más importantes del cuadro y están un poco separadas entre sí. Pero a la derecha del lienzo también aparece un grupo de familiares, creo que seis, que están juntos y que la miran y lloran de pie. Del grupo cabe destacar a un hombre que se quita el sombrero en señal de respeto y curiosamente a una niña cuya falda, blanca y gris, casi es del mismo color que el ataúd.

Se dice que la escena fue real y que el pintor, que pasaba por allí por casualidad, quedó tan impresionado por todo que quiso pintarla. El cuadro es bastante oscuro a excepción del ataúd y de la gran sábana, de la cual contrasta el blanco de esta con el largo y brillante pelo negro en forma de cascada de la joven que todavía impresiona más la escena.

Si nos fijamos bien, todavía vemos detalles importantes: como la tapa del ataúd, un poco difuminada, situada en frente y apoyada a la pared. Al igual que dos grandes velas que están en la cabecera del ataúd, que parece que quieran apagarse de un momento a otro debido al viento que pasa por la ventana abierta y dan mucha intensidad a la escena. Y se supone que los llantos han atraído a un niño que mira la escena con curiosidad, única nota simpática del cuadro.

 

Y también, sorprendentemente, podemos ver al mismo pintor que  aparece como un observador más de la triste escena, un poco separado del grupo, a la derecha de la joven. Un toque original a la obra que ya tuvieron, en épocas anteriores, otros pintores españoles como Velázquez  y Goya.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

8.-EL CEMENTERIO DE PÈRE-LACHAISE Y LA EMPERATRIZ EUGENIA RODEADA DE SUS DAMAS DE COMPAÑÍA (Franz Xaver Winterhalter)

 

24 de junio de 2018

 

Acabo de llegar del inmenso y bellísimo cementerio parisino de Père Lachaise, el más importante de París, de Francia y quizá del mundo, inaugurado a principios del siglo XIX en una colina de la zona sureste de la ciudad y que antaño había pertenecido al confesor del Rey Luis XIV de Francia; el Padre Lachaise. Es curioso destacar que, al principio, la gente no quería ser enterrada allí, al estar sobre todo a las afueras de la ciudad, pero cuando empezaron a trasladarse las tumbas de algunos franceses famosos, fallecidos antes de 1800, la gente cambió poco a poco de opinión y ya tuvo la aceptación popular, burguesa y aristocrática.

Ya es verano y hoy hace especialmente un día radiante. Por ese motivo he decidido pasar toda la mañana en el cementerio, para verlo y conocerlo mejor, como mucha gente hace en la actualidad, al considerarse como un cementerio de interés público, ya que en él están enterradas celebridades de toda Europa, sobre todo francesas, y también cómo un hermoso parque para pasear, mirar, pensar y descansar. No es la primera vez que lo visito. Cuando niño me impresionó mucho ya que para mí era como un gran bosque lleno de tumbas; como si fuera un bosque encantado.

Los grandes y altos cedros y fresnos que parecen como una unión entre la Tierra y el Cielo, con los variados arbustos y flores que lo adornan, junto con los animales que podemos observar, sobre todo pájaros (palomas, gorriones, mirlos, petirrojos y también cuervos, estos últimos las únicas desagradables aves que hacen tétrico el cementerio) y gatos, dan paradójicamente vida al cementerio. Y encontramos centenares de caminos, largos o cortos, anchos o estrechos, ascendentes o descendentes, incluso algunos de difícil acceso, que para mí son los más emocionantes. Algunas veces he andado expresamente por un camino sin saber dónde me conducirá, un poco a la aventura, para encontrar inesperadamente bellas tumbas o mausoleos, con bonitas esculturas y pensados epitafios; aunque también he visto algunas tumbas antiguas en muy mal estado o abandonadas, la mayoría de las cuales cubiertas de musgo.

Este gran cementerio-parque, cuidado con esmero por los jardineros, de gran belleza sobre todo en primavera (cuando salen las hojas de los árboles y las flores), otoño (cuando caen las hojas y vemos sus variadas tonalidades) y verano (cuando hace mejor tiempo y hay más visitantes), es de fácil acceso al estar actualmente integrado en el municipio y por ese motivo es muy visitado. En Barcelona hay uno muy parecido y también el más importante, el cementerio de Montjuïc, en el suroeste de la ciudad, situado en una montaña que toca casi el mar pero de difícil acceso. Por ese motivo nunca se consideró como un parque, sino como un hermoso cementerio que impresiona por sus dimensiones; una gran montaña-cementerio distante, solitaria y triste.

En el cementerio de Père Lachaise podemos ver muchas tumbas ilustres, de personajes mundialmente conocidos: como los escritores Molière, de La Fontaine, Balzac y Wilde; pintores como Delacroix, Pissarro y Modigliani, músicos como Chopin y Rossini; bailarinas como Isadora Duncan; actrices como Sarah Bernhardt y Simone Signoret; cantantes como Edith Piaf (quizá la tumba famosa mejor cuidada ya que siempre hay flores frescas, como si hubiera muerto el mismo día de la visita) Ives Montand y Jim Morrisson (uno de los sepulcros más visitados, quién lo diría). También encontramos la tumba de Lesseps, el famoso ingeniero francés cuyo canal en Egipto tiene su nombre.

Pasear por este cementerio es pasear por la historia.

                                           

                                          *    *    *

 

Cuando me encontraba en la zona de la división 31, mirando y leyendo los nombres en las tumbas con una curiosidad que no ha mermado al pasar los años, vi por casualidad un pequeño mausoleo que parecía abandonado aunque paradójicamente bien cuidado, el de una familia llamada Bassano. Un matrimonio inglés, turistas como yo y de unos cuarenta años, también lo estaban observando y hablaban entre sí de aquella familia. Yo los escuchaba con interés, pues parecían muy cultos. Quizá fueran profesores de historia, o de bellas artes, como yo.

–La duquesa Pauline de Bassano o de soltera también conocida como Pauline Van der Linden d’Hooghvorst, de origen belga, fue muy importante en la corte de los Emperadores –continuó diciendo aquella mujer, alta y rubia como su marido– y la segunda dama de honor más influyente e importante de la Emperatriz Eugenia de Montijo. Pero murió relativamente joven, a los 53 años en 1867. La sucedió en su puesto la nuera de Marie Walewska, amante de Napoleón Bonaparte y tío del Emperador, marido de la Emperatriz. Como si todo quedara en familia.

Yo quedé muy sorprendido por aquel comentario y me alegré de que allí reposaran los restos de la ilustre dama, ya que conocía bastante la vida de la Emperatriz. Y cuando al cabo de unos pocos minutos se marcharon, mientras observaba el mausoleo, me vino a la memoria el hermoso cuadro del pintor alemán Winterhalter, tan de moda a mediados de siglo XIX, que pintó muy bien a muchas cortes europeas. Pinturas retratistas grupales e individuales, estas últimas principalmente femeninas: de emperatrices, reinas, duquesas, baronesas, marquesas, vizcondesas, etc…

Hablemos un poco del cuadro que es bastante grande y hecho al óleo.

En él vemos a nueve mujeres hermosas y casi todas jóvenes, refinadas y distinguidas, con unos bonitos y lujosos vestidos de diferentes colores, muy detallados, en una escena que parece campestre. Están casi todas sentadas, y la emperatriz y sus ocho damas de honor aparecen delante de un fondo boscoso, donde una clara luz las ilumina. El cuadro fue exhibido en 1855 en la Exposición Universal de París, dos años después del matrimonio de los emperadores, y fue muy bien recibido por el público.

La figura de la emperatriz, nacida en España, se distingue de las otras pues se halla en la parte superior, un poco a la izquierda y de frente, y mirando a la primera dama de compañía. El color blanco de su cara, cuello y pecho parece como iluminado, y tiene un porte mayestático y algo rígido. No lleva ninguna joya, a diferencia de sus damas. A su lado se encuentran las dos más importantes. Primero, a la izquierda, Anne Debelle, que era princesa, la que tenía mayor rango y que parece que hable con ella. Quizá era la menos bella de todas y la única de edad ya madura, y quizá por ese motivo aparece completamente de perfil. La emperatriz parece darle un ramo de madreselvas que a la vez parece como un cetro (también luce otro en su peinado). Y a la derecha se halla la duquesa Pauline de Bassano, que fue la primera en morir algunos años después. La figura tiene un fondo algo oscuro y la mirada pensativa de la duquesa parece un poco distante. Que fastuoso e importante debió ser su entierro y ahora, pasados los años, ya casi nadie se acuerda de ella, ni mucho menos donde reposa.

Un poco más abajo encontramos a otras cortesanas, de largos nombres y títulos nobiliarios, pertenecientes a la aristocracia pero protocolariamente cada vez menos importantes: primero, a la izquierda, la baronesa Jane Thorpe, quizá la más hermosa de todas y que era sorprendentemente norteamericana y no francesa (que fascinación tenían y tienen los americanos por la vieja Europa, con sus reyes y reinas), que está hablando con su amiga Louise Poitelon du Tarde, vizcondesa. También encontramos a Adrienne de Villaneuve-Bargemont, condesa, quien las observa. A la derecha, el último grupo de tres damas: a la izquierda, la bella marquesa Claire-Emilie Mac Donell, al lado de Anne Mortier de Trevise, también marquesa, que habla con ella. Y detrás de ellas, la baronesa Nathalie de Segur, cuya madre fue aristócrata y escritora. Todas aparecen muy bellas, quizá demasiado al compararlas con algún retrato al daguerrotipo de la época. Lo curioso del cuadro es que algunas damas parecen tener cierto parecido entre sí y parecen más jóvenes de lo que eran en realidad.

La emperatriz, una mujer inteligente, con mucha personalidad, bella, buena, apasionada en su juventud, bastante dura y temperamental, y también algo excéntrica, las sobrevivió a todas; vivió casi hasta los cien años y murió en 1920. Lo tuvo todo, y al pasar los años y poco a poco, casi todo le fue arrebatado: país (desterrada de Francia para vivir en Inglaterra durante más de cuarenta años y amiga de la Reina Victoria de Gran Bretaña) y familia (sobre todo la muerte al cabo de muy poco, en el exilio inglés, de su esposo y luego de su único hijo, este último de forma trágica y muy lejos, al sur de África). Este hecho la marcó de por vida y ya siempre vistió de negro, de luto riguroso. La emperatriz murió en España, en uno de sus viajes (siempre fue muy viajera pese ya a su edad) para ver a la familia de su difunta y única hermana Paca (muerta hacía ya sesenta años) y a su ahijada, la reina Victoria Eugenia, mujer del rey Alfonso XIII.

Cuando descendía por el cementerio, al cabo de un rato, a la vez que sentía una agradable brisa y oía el canto de unos gorriones que hacían más triste y emotivo el lugar, me vinieron a la memoria otra vez el nombre de todas las ilustres damas (lo más seguro es que quizá otras también estuvieran enterradas allí) que vivieron una vez y que excepto una, la emperatriz, pasaron al olvido: Anne, Pauline, Jane, Louise, Adrienne, Claire, Anne y Nathalie.  Las ocho damas de palacio tuvieron su momento de gloria en la Exposición. Y al pasar los años, la pintura las salvó de su anonimato, en cierto modo. No es un cuadro tan conocido como “Las Meninas”, ni mucho menos, pero tampoco es un cuadro olvidado.

Afortunadamente, el cuadro se encuentra en el museo del Segundo Imperio, en el Palacio de Compiègne, en París, y no en un domicilio privado. Así que toda la gente que lo haya visitado las ha podido ver, admirar y conocer un poco más, durante ya más de ciento cincuenta años. Estoy seguro que ellas estarían contentas y a la vez agradecidas por ello. Todo gracias a la maestría de Winterhalter y a su gran obra.

Un recuerdo para el pintor y las nueve damas.

                                    

*  *  *

A la inteligente, creativa y sensible señora Martin le encantaron aquellas impresiones pictóricas. La verdad es que casi de inmediato se le ocurrió una brillante idea. Y entonces, muy contenta y esperanzada, se dirigió a su dormitorio para meditarlo todavía más y apuntar una serie de ideas en su bloc.

Al día siguiente, llamaría a su nieto para exponerle lo que había pensado.

 

FIN

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